En el argot coloquial, tener sangre de horchata es ser dueño de un carácter calmoso y sin alteraciones, aquello que a la narradora de este relato le gustaría para sí porque por sus venas a menudo corren flujos de máxima excitación. La autora de la obra es Luisa Castro (Foz, Lugo, 1966), poeta (consiguió el premio Hiperión a los diecinueve años con Los versos del eunuco, 1986), cuentista, columnista en diferentes medios escritos, actual directora del Instituto Cervantes de Dublín y responsable de novelas como El somier (1990), La fiebre amarilla (1994), El secreto de la lejía (2001), Viajes con mi padre (2003) o La segunda mujer (2006), muchas de ellas premiadas.
Sangre de horchata es una narración que cuenta con ciertas oscilaciones alternas. Se inicia con una especie de situación carnavalesca en la que abundan el contenido paródico y el distanciamiento irónico; continúa con un movimiento altamente dramático –no demasiado extenso, aunque sí profundo– que se sitúa en el nudo mismo de la historia; y termina con un desenlace en el que se recupera, al menos en parte, la exageración caricaturesca.
Y no resulta fácil resumir su argumento sin caer en un espoiler que pueda hacer perder el interés del lector. De hecho, en la obra se prolonga de forma expresa la exposición más anodina y superficial con el fin de mantener el suspense. La que cuenta la historia en primera persona se llama Belén.
Aunque lo hace cuando ha pasado el tiempo desde que sucedieron los hechos, privilegia su edad de entonces (16 años) porque el texto, entre otras muchas cosas, es una novela de formación o de aprendizaje en la que se observa cómo esta muchacha parte de la adolescencia –incluso de una niñez dilatada– y transita hasta la madurez.
Belén tiene una familia extraña en la que suceden cosas insólitas cuyos motivos desconoce porque no está dispuesta a saber. La ignorancia es para ella una forma de coraza que la protege de todos los males, tanto de los reales como, sobre todo, de los que intuye.
En esa meditada confusión laten argumentos como la madre ausente, la falta de atención en la infancia, la tristeza del fracaso, los secretos, el desamparo o el puzle que es cada familia
Reside en un palacete de Pedralbes, en una de las zonas nobles de Barcelona, junto a su hermano Ricardo –un joven rebelde y hosco, casi siempre lejano– y su padre, que está atado a una silla de ruedas desde que sufrió un accidente de coche cuando conducía su entonces esposa. Esta, que ya no vive con ellos, los llama por teléfono de vez en cuando, aunque siempre lo hace con prisas y dominada por el nerviosismo.
Otros personajes significativos son Víctor, que al principio se presenta como tutor de los hijos y abogado de la familia; Leonardo, que aparece ante Belén como un segundo preceptor cuando Víctor deja su puesto; y una sirvienta de nombre Amalia. La narradora se sabe instalada en la inconsciencia porque los demás se encargan de recordárselo constantemente.
Ha escuchado muchas veces, sin quererlo asumir, que su madre ha estado ingresada en un sanatorio mental pero desconoce los motivos, como también la causa de la incierta relación que tienen sus padres, el porqué de ciertas miradas de Víctor, la razón de algunos comentarios de Amalia, la causa de que Ricardo tenga una vida licenciosa y más ligada a la casa de Pirineos, o el pretexto por el que Leonardo se haya mudado a su casa.
La historia está plagada de situaciones ambiguas que nacen del carácter no fiable de la narradora, así como de su ignorancia (consciente) porque sabe que, cuando esta desaparezca, crecerá y la inocencia se disipará como el humo. También de referencias culturales, sobre todo cinematográficas, que añaden significación a la historia. En esa meditada confusión, además, laten argumentos como la madre ausente, la falta de atención en la infancia, la tristeza del fracaso, los secretos, el desamparo a cualquier edad o el puzle que es cada familia.