Manifiesto: sobre cómo no rendirse es un libro de memorias, un ejercicio de indagación literaria en los recuerdos y en la herencia familiar que Bernardine Evaristo (Eltham, Londres,1959) construye de un modo audaz, esto es, sin prevenciones ni cortapisas, con un estilo descocado y fresco, con un ritmo trepidante que raya en la oralidad y que hace que el lector se sienta en una conversación muy cálida y muy cercana con una amiga querida.
Pero este libro es también un manifiesto en el que la autora invita a los seres marginados, a las vidas señaladas como lastres y molestas a no dejarse caer, a ser fieras e imperfectas, salvajes, desobedientes, estridentes y orgullosas. Tal vez este manifiesto sea sobre todo un modo de impugnar sin hacerse mala sangre todas las agresiones que operaron en su cuerpo desde su nacimiento.
Su padre, inmigrante nigeriano, llegó a Gran Bretaña en 1949 embarcado en el Good Ship Empire; su madre, británica y blanca, nació en el seno de una familia obrera. Se conocieron en 1954 en un baile de la Commonwealth, en Londres. Ella, aspirante a clase media, estudiaba Magisterio en una escuela católica de Kensington; él se buscaba la vida como aprendiz de soldador. Estuvieron treinta y tres años juntos. Tuvieron ocho hijos en diez años. Después se divorciaron.
Bernardine Evaristo: una niña de extracción proletaria en una sociedad que aspiraba al confort de clase media y que miraba con sospecha y asco a la pobreza; una mujer birracial en un barrio de blancos; una familia católica en un entorno protestante; una joven bisexual en una sociedad conservadora y pacata. Evaristo: huracán de rebeldía en un mundo atravesado por instancias culturales que organizan las vidas en molduras muy estrechas; la fundamental en este libro, la raza.
Daba igual que ella fuera medio blanca o que hubiera nacido en Inglaterra, su piel de color marrón la marcaba como negra, inmigrante, extranjera, marginada, una intrusa: “Nací en este país y era el único en el que había vivido, por mucho que se me dejara claro que en realidad no era de aquí porque no era blanca. Aun así, para mí Nigeria era un concepto muy remoto, un país en el que había nacido mi padre y del que yo no sabía nada”. Hubo que esperar a 1976 para que la ley amparase plenamente la doctrina antirracista y penara el racismo. Mientras no existió el concepto Black British, la familia tuvo que soportar insultos y ataques contra sus cuerpos y contra la casa destartalada donde vivían.
Evaristo: huracán de rebeldía en un mundo atravesado por instancias culturales que organizan las vidas en molduras muy estrechas
La violencia más hiriente procedía de la parte materna: la familia en bloque se posicionó radicalmente en contra del matrimonio temerosa de las penurias que iba a sufrir su hija. De ascendencia judía e irlandesa, sabían bien qué significa vivir una vida subalterna, señalada y despreciada. Y es que, como afirma la autora, llevamos dentro la herencia de nuestros ancestros.
Su Manifiesto es la declinación a encajar, la conversión de la rabia en potencia creadora, la defensa de la insignificancia como fuerza motora para vivir como a ella le dio la gana. A través del arte dramático, de la literatura, de la ropa estrafalaria, de la exploración de su cuerpo como carne deseante, Evaristo se mostró a un mundo que se empeñaba en decirle que mejor si era invisible y no molestaba. Abrazó el estatuto de marginada no diré con alegría, pero sí con convicción. Nada la detuvo: ni que otras niñas la llamaran simio ni que en una audición teatral le inspeccionaran los dientes como a una vaca o a una esclava.
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Tampoco que otros seres racializados la acusaran de mala negra por no saber las costumbres de la tierra de su padre, un hombre que se dejó la vida por los derechos sociales pero que fue un pésimo progenitor; estricto, violento y despiadado, nunca les dio a sus hijos una muestra de calor. Fue su madre la que amó a los hijos, la que los animó desde críos a no dejarse aturdir por las normas sociales que les decían quiénes eran y cómo debían vivir. A no someterse nunca.
Bernardine Evaristo, que había aprendido en misa que los curas eran racistas y los feligreses, unos borrachos, se desentendió pronto de las prácticas creyentes, pero abrazó el teatro como religión pagana; no en vano, cuando terminó la escuela, estudió Arte Dramático. Y se independizó. Y se hizo feminista. Realizo mil trabajillos mientras follaba con chicos y ligaba con mujeres. Al terminar sus estudios formó una compañía de teatro social y comunitario. Iba de acá para allá.
A través del arte dramático, de la literatura, de la ropa estrafalaria, de la exploración de su cuerpo como carne deseante, Evaristo se mostró a un mundo que se empeñaba en decirle que mejor si era invisible
Empezó a escribir poesía. Hasta que conoció a su marido en 2005 a través de un portal de citas, vivió con el corazón roto y desbocado por amantes violentas y por hombres despechados. Fue nómada en su ciudad, Londres, y no se hipotecó hasta los 55 años. Sin embargo, jamás sintió que no tuviera un hogar porque encontró en la escritura sus raíces más profundas o, como escribe en Manifiesto, “escribir se convirtió en mi domicilio fijo”. Y así, cuando en sus treintas abandonó el teatro, volcó todos sus anhelos en la literatura. Experimentó, y se equivocó, traspuso géneros, reescribió, buscó, descubrió, ganó. En 2019 recibía el Premio Booker por su libro Niña, mujer, otras, un homenaje a las feminidades negras y a las personas no-binarias.
Con Manifiesto, con esta muestra de escritura trepidante, Evaristo rellena los huecos del legado familiar y realiza un homenaje encendido y honesto a su padre y a su madre, complejos e imperfectos, como somos todos. Porque esta obra autobiográfica es, sobre todas las cosas, la celebración del amor más allá de toda frontera geográfica o de raza, esa ficción cultural que se agarra a la piel y que no suelta.
Pero, más allá de la familia, Manifiesto es también la reivindicación de una Gran Bretaña abierta y diversa, y es un tributo a la ciudad de Londres convertida aquí casi en musa o templo. La autora escribe para metabolizar sus ancestros. De su cuerpo a la escritura o, mejor, su literatura como un organismo vivo y voraz que transforma la experiencia vital en palabra colectiva, en lenguaje común que interpela a cualquier lector que sepa qué es sentirse desencajado, desplazado o marginado.
Que se haya sentido invisible, que haya sido insultado, que haya experimentado ser un cuerpo equivocado o molesto. No debemos desaparecer, no hay que callarse, nos dice Evaristo. Hay que dejar un susurro de nosotros en el mundo. Y eso es Manifiesto, el fantasma de una vida volcada en el lenguaje.
Una activista llamada Bernardine Evaristo
Al final del libro, la autora se retrata como una activista convencida, consciente de que “las desigualdades siempre existirán”. Por eso, explica, “si escogemos abogar por el cambio social, mejor será que disfrutemos de la batalla. A mí el activismo me llena de energía, me resulta productivo y satisfactorio, en oposición a quejarse sobre lo injusta que es la sociedad y esperar a que suceda el cambio”.