Michel Onfray (Argentan, Francia, 1959) regaló a su padre, por su 80 cumpleaños, un viaje a la Tierra de Baffin, en el Polo Norte. Aquella isla, ubicada en el archipiélago ártico canadiense, es un lugar inhóspito que escapa al control humano. Tanto que los muertos no se entierran, sino que son cubiertos por piedras para que el viento no los desplace. El aclamado y polémico filósofo francés advierte la severidad del clima, venera la ancestral forma de vida de los inuits –habitantes de las regiones árticas del norte de América–, se entusiasma con la visión de un oso polar, que constituye “una variación del paisaje”, y desliza apuntes históricos de exploradores que perecieron en la región como sir John Franklin.
Alejado de la civilización, comprende que allí el hombre no tiene influencia: “Los humanos no son tan arrogantes como para negar continuamente el mamífero que hay en ellos”. Sin embargo, las inquietudes del filósofo no le permiten acomodarse en la visita para exponer, únicamente, lo que contempla. Onfray se ha desplazado a los confines de lo primitivo para dar cuenta de la destrucción del mundo.
Publicado en 2002 en Francia, Estética del Polo Norte ya se hacía eco de la crisis medioambiental: “el innegable calentamiento del planeta” y “el deshielo de los glaciares”. Hoy los inuits no se lanzan en sus trineos con sus perros si no comprueban antes que el suelo sigue firme.
No falta en este ensayo, con trazas de diario de viaje, una protesta contra la mercantilización del arte. Piensa Onfray que las esculturas de los inuits tienen más profundidad que los ingenuos mensajes de artistas mediocres. La desmesura del escenario lo conduce a una contradicción. Por un lado, la sensación de desasosiego; por otro, la satisfacción de estar pisando un terreno “misterioso y sagrado que tiene los días contados en el mundo de la abundancia”.