Veinte años hacía que no veíamos en España un libro nuevo de Donald Antrim (Sarasota, 1958). Quien llegara en su día alabado por Thomas Pynchon, gracias sobre todo a dos novelas absolutamente magistrales como Los cien hermanos (1998) y El verificador (2000), quedó pronto en un extraño olvido editorial quizás porque comercialmente aquellos títulos no funcionaron como se esperaba. Antrim, bueno es señalarlo, siempre fue un raro dentro del ya de por sí raro nuevo posmodernismo literario, y piensa uno ahora que el padrinazgo de Pynchon lo mismo hizo más mal que bien, pues en el fondo la literatura del de Florida poco compartía con la del maestro de maestros.
Visto en perspectiva, se podría afirmar que a Antrim le ha ocurrido como a George Saunders: como ambos han ido siempre a su bola, el que conjugaran al principio cierta experimentación narrativa con un trasfondo tan humano, tan cercano, tan entrañable incluso, provocó quizás en su momento que su literatura resultara poco atractiva para los lectores más aventurados, necesitados entonces de subordinadas infinitas y complejísimas tramas superpuestas.
Ha ocurrido así con aquellos textos silenciosos que, una vez agotada la fórmula del retruécano, brillan ahora con más fuerza que nunca, y si no que se lo pregunten a Jonathan Franzen, quien publicó una apasionada y reveladora reseña de Los cien hermanos, a la que calificó como “probablemente la novela más extraña jamás escrita por un estadounidense”.
Debe advertirse, con todo, que Antrim no ha sido nunca un autor prolífico. Solo una novela más quedaba (y queda) por traducir (la primera), un libro de cuentos (recuperado el año pasado bajo el título de Otro Manhattan) y la pequeña joya que ahora nos ocupa, La vida después (2006), sentido libro de memorias noveladas escrito bajo el influjo de la trágica muerte de su madre.
Siendo honestos, poco tiene que ver este último título con su narrativa de ficción, y sin embargo podrá uno encontrar en él numerosas claves para adentrarse en ella. Pues si “extraña” terminaba resultando Los cien hermanos, una historia protagonizada por una familia así conformada, lo será menos a partir de ahora, una vez se sepa de la existencia de algunos miembros de la disparatada familia real de Antrim.
Quien llegara en su día alabado por Thomas Pynchon, gracias sobre todo a dos novelas absolutamente magistrales, quedó pronto en un extraño olvido editorial
Bajo el drama, innegable, de la pronta muerte de la madre del autor, alcohólica sin solución que arrastró hasta la desesperación a todo cuanto se puso a su alrededor, late una mirada vitalista, aguda, en ciertos momentos ácida, ni moralista ni tremendista (faltaría más), apoyada excepcionalmente en una prosa limpia y esplendorosa que hace que leamos esta historia familiar con absoluto respeto literario y tierna devoción fraternal.
Uno puede captar entre sus páginas de dónde ha surgido la magia que impregna las fabulosas ficciones de Antrim, cimentadas sobre una insobornable verdad literaria, sustrato último sobre la que se ha ido nutriendo su particular poética.
Muchos pequeños grandes momentos conforman silenciosamente La vida después, un texto en el que apenas hay sobresaltos, apenas hay giros de guion, a cambio de estar salpicado de ese frágil humor negro que surge siempre en semejantes situaciones: fastuoso me resulta así el momento en el que Antrim se arma de valor para confesarle a su madre, medio moribunda, que, a pesar todo, no tiene pensado dedicarle su próximo libro. No hacía falta, claro. En su mente estaría ya regalarle esta pequeña gran maravilla.