La literatura en castellano conoce desde hace un tiempo una fuerte inclinación a abordar asuntos de carácter privado. Las relaciones de madres e hijas, la infancia, el matrimonio o la soledad ocupan muchas páginas de la novela reciente. En este amplio contexto se inscribe Cien cuyes, donde Gustavo Rodríguez (Lima, 1968) trata de manera monográfica un motivo tan apremiante, más en las sociedades avanzadas, como la vejez.
El escritor peruano cuenta la historia de una criada, Eufrasia, que cuida a la anciana doña Carmen, amplía su trabajo a un vecino de ésta, el doctor Harrison, y lo extiende hasta una residencia donde vegetan un pintoresco grupo de vejetes apodados Los Siete Magníficos (más tarde reducidos a Seis). La sirvienta reencarna en la Lima actual a la bondadosa Benina de Galdós. Y sería un arquetipo en mujer del buen samaritano del Evangelio si no tuviera un mínimo interés material en su abnegación, conseguir los cuyes del título, los cien ratoncitos que le permitirán esquivar la pobreza y proteger a su hijo.
La novela va presentando en breves y rápidos pasajes alternantes la múltiple actividad laboral de Eufrasia. Las escenas, secuencias un tanto cinematográficas, ponen en valor el carácter de la mujer. De ello sale un retrato cálido de una persona ejemplar, discreta y sacrificada, dispuesta siempre a hacer el bien. No es una tonta ni una simple, sino alguien marcado por su condición natural. No falta alguna pincelada ternurista y una cierta idealización del alma popular sana, pero no empañan la verdad psicológica y moral del personaje.
[El escritor peruano Gustavo Rodríguez, Premio Alfaguara con su novela 'Cien cuyes']
También trazos psicologistas se aplican a la galería de ancianos. Aquí la nota caracterizadora se resume en una existencia abatida, en la rutina de un día a día pautado por la toma de fármacos, la visión en la tele de programas evasivos, las limitaciones físicas y el deterioro mental. Se pinta una incisiva estampa de desesperanza que recuerda el fresco vivaz, conmovedor, divertido y patético que Dustin Hoffman plasmó no hace mucho en El cuarteto, película con la que Cien cuyes guarda notables semejanzas.
Las vivencias del conjunto de personajes superan el intimismo extremo por medio de unas pinceladas sueltas de tipo testimonial. Unas dejan constancia de la desigualdad social y la discriminación racista; otras denuncian los manejos de los políticos y la crispada situación peruana. Y, sobre todo, lo rebasan también gracias a un recurso fundamental de magnífico efecto, el humor.
Los méritos de este relato a la vez ameno, emotivo y triste se oscurecen por falta de calidad literaria
Despliega Rodríguez notables dotes en un variado humorismo de situaciones, ocurrentes, regocijantes, paradójicas y en el límite mismo del absurdo. La residencia y sus peculiares internos compendian un esperpéntico, penoso y emotivo microcosmos. De ello se deriva el feliz resultado de contrapesar el drama de la ancianidad con la comedia de enredo.
La tragicomedia se desarrolla a partir de un enfoque muy tradicional que busca efectos proyectivos e identificadores. Nadie dejará de aplicarse a sí mismo los penares y negras sospechas de los personajes. Resulta de este conformismo formal que los méritos –un relato a la vez ameno, emotivo y triste– se oscurecen por falta de calidad literaria.
La prosa correcta no tiene un solo destello expresivo. Y el folletinesco desenlace de una historia realista fuerza la invención hasta la pura inverosimilitud. En contraste con el pujante momento que vive la joven novela de Hispanoamérica, con el vigoroso pujo innovador de sus narradores, muchos mujeres, Cien cuyes es una novela antigua.