Novelista de gran aliento, James Salter (1925-2015) tiene una voz inconfundible que adquiere un fulgor helado en sus cuentos. Breves, precisos, afilados, sus relatos no muestran un ápice de compasión hacia el lector. Su universo temático se circunscribe a las relaciones afectivas entre los sexos, siempre caracterizadas por el desengaño, la traición y la impostura. Salter no es un romántico. De hecho, opina que el amor solo es un eufemismo de la pasión carnal.
Los amantes se buscan porque anhelan experimentar placer, frenesí. Aunque no lo confiesan, no les preocupa el porvenir. Solo piensan en el instante, en arder gozosamente en otros brazos y están dispuestos a cualquier cosa por alcanzar ese éxtasis efímero. En “Cometa”, un matrimonio airea en público sus miserias. Conocieron algo parecido a la felicidad, pero se desvaneció enseguida. Ahora saben que la dicha es un cuerpo celeste que se deshace al entrar en contacto con la atmósfera de la vida.
Salter no expresa sus ideas con frases concluyentes. Solo necesita un apunte breve e indirecto para decirnos las cosas. Sus cuentos sostienen que el amor solo es una fantasía, una confusión. Creemos conocer a la persona amada, pero cuando la perdemos, descubrimos que no sabíamos casi nada de ella. Distorsionamos la realidad. No es una maniobra ingenua, sino una forma de encubrir el vacío de nuestra existencia.
Uno de sus personajes, una mujer de mediana edad, admite: “Mi vida no ha tenido ningún sentido”. Salter inserta metáforas dolorosas para introducir su visión del mundo en nuestra percepción, imágenes que se alojan en nuestro inconsciente, como la de ese perro que aparece y desaparece en “Contigo, Mi Señor”, sugiriendo que todos somos criaturas expulsadas de un paraíso que solo existió en nuestra imaginación.
Quizás el mejor cuento de Salter es “La última noche”. Una mujer desahuciada por la medicina pide ayuda a su marido para morir de forma digna e indolora. Una amiga más joven se presta a estar al lado del matrimonio hasta los momentos previos al fatal desenlace. Nada sucede como se esperaba y, lo que es peor, se pone de manifiesto que el cariño y la lealtad solo eran la máscara de una traición. El ser humano no solo cierra los ojos al vivir. En realidad, está ciego desde la cuna. Podemos no compartir el pesimismo de Salter, pero no cabe negar su soberanía como narrador.
Breves, precisos, afilados, los relatos de James Salter no muestran un ápice de compasión hacia el lector
En una serie de conferencias impartidas poco antes de morir, aclara que la motivación esencial de un narrador es crear un territorio donde pueda gozarse de una libertad ilimitada. Y eso solo puede lograrse desarrollando una voz propia. “El estilo es el escritor en su totalidad”. No se debe confundir el estilo con la belleza formal, sino con el timbre peculiar e irrepetible de cada autor. Salter cita a Nabokov, según el cual “el estilo es sustancia” y la sustancia es lo que perdura.
Los Cuentos completos de Salter poseen una voz inequívoca. No invita a celebrar la vida, sino a observarla en su intolerable desnudez. Su estilo no es mera retórica. Hay “sustancia” detrás cada palabra, sinceridad, verdad. Su verdad, claro, que no es necesario suscribir. Un escritor de ficciones no persigue convencer, sino reflejar lo que hay en su interior. Su exhibicionismo e impudor son sus mayores virtudes y el signo de su honestidad. James Salter afirma que la vocación literaria consiste en “dar mucho a cambio de nada”. Es cierto. Su literatura da mucho y solo nos pide que respiremos su atmósfera, aunque sintamos que nos quema el alma.