Hace unos días me enteré de que el padre del portero había muerto. Al principio escuché la noticia sin demasiada emoción, y después con cierta culpa por no haberme emocionado un poco más. Tendemos a pensar en la desaparición ajena como un ensayo de la desaparición de nuestros seres queridos. Y de ahí, casi sin querer, pasamos a la propia. Es lamentable admitirlo: tarde o temprano, nuestra empatía cae en la autocompasión. Aunque, con suerte, también viceversa. En fin, no es eso lo que quería contar. ¿O sí?
Jamás llegué a conocer bien al padre del portero. Me lo cruzaba de vez en cuando por las mañanas, al salir al trabajo. Parecía siempre más despierto que yo. Una de esas personas cuya capacidad para madrugar y su pulcritud van misteriosamente juntas, en una especie de coquetería solar. Recuerdo sus arrugas precisas, dibujadas a lápiz. Sus ojos claros, frescos. El orden de sus canas muy tirantes alrededor de la frente luminosa. Esa ropa anticuada y, sin embargo, como nueva. Olía a lana, a lana limpia.
¿Era simpático el padre del portero? Tampoco hace falta exagerar. Digamos que cultivaba ese protocolo antiguo, admirablemente mecánico, que hoy sólo podríamos cumplir con un enorme esfuerzo de concentración. Me gustaba saludarlo y recibir sus buenos días, su inclinación de cabeza, su melódica despedida. Sabía pronunciar las fórmulas comunes como si se trataran de una gentil invención. Aparte de nuestros cruces en puertas o pasillos, no mantuve una sola conversación con él.
[Cuento de marzo: 'Un paseo por el campo', de Edurne Portela]
Nuestro portero vive con su familia en la última planta del edificio, en un pequeño ático que alguna vez fue parte de la azotea. Ahí se apiñan sus estudiosos hijos, su veloz esposa y su suegra, quien se diría que hace tiempo que ha pasado de un siglo. Aunque tendamos a fijarnos en nuestros vecinos, resulta mucho más revelador observar a los porteros, porque suelen sintetizar el tono colectivo. El de nuestro edificio tiene un carácter risueño. Y el vecindario, en efecto, se acerca a la comedia.
No podría asegurar quién se enteró primero, pero al cabo de algunas horas todo el mundo estaba al tanto: la muerte corre a mayor velocidad que cualquier cuerpo vivo. Ha muerto el padre del portero, me comunicó la señora del noveno izquierda, con su perrito pequinés lamiéndole los zapatos. Ha muerto el padre del portero, confirmó susurrante el señor de enfrente mientras cerraba la puerta, como si no quisiera hacerse cargo de sus palabras. ¿A que no sabe del velatorio de quién venimos?, me abordó el matrimonio del séptimo derecha, sosteniendo varias bolsas de una popular tienda cuyo nombre prefiero omitir porque, hasta donde sé, no patrocina esta historia.
[Cuento de abril: 'Alirón', de José Ángel Mañas]
Al día siguiente quise darle mi pésame al portero, pero no me crucé con él al entrar ni al salir. Al día siguiente me pasó lo mismo. Me daba pudor subir hasta su casa y molestar a la familia en un momento tan delicado. Y luego, en fin, me pareció demasiado tarde para sacar el tema.
No había pasado una semana cuando tuve la visión. Caminaba distraído por la planta baja, y mi corazón dio un brinco de pelota de tenis: vi al padre del portero saliendo tranquilamente del ascensor. Sus ojos claros buscaron por un instante los míos, intentando aplacar mi espanto. Se quedó muy quieto, y esperó a que yo entrase en el ascensor para cerrarme la puerta con la mayor suavidad. No pronunció palabra. Se limitó a sonreír. Me pareció que sus arrugas eran menos pronunciadas, como si regresar de la muerte lo hubiera rejuvenecido un poco.
Mientras subía a casa, intentando asimilar el impacto de aquel encuentro, me descubrí una rara paz de espíritu. No podía alejar de mí la imagen de su sonrisa plácida, alejada de todo sufrimiento.
Pasé el resto del día en cierto estado entre la perplejidad y la levitación. Estaba convencido de haber tropezado con algún tipo de secreto ancestral. ¿Los ancianos corteses morían sólo en parte? ¿Podían sus fantasmas adquirir un aspecto carnal para saludar a sus vecinos mortales? Naturalmente, no estaba dispuesto a comentar mi visión con nadie, ni a exponerme a parecer uno de esos desequilibrados que presencian hechos fantásticos y van narrándolos por ahí. Así que guardé silencio.
Aunque tendamos a fijarnos en nuestros vecinos, resulta más revelador observar a los porteros, porque suelen sintetizar el tono colectivo
No tardé en cruzármelo de nuevo. Allá iba otra vez el padre del portero, desplazándose por el pasillo de la planta baja, sin hacer el menor ruido al arrastrar los pies. En un rapto de valentía impropio de mi carácter, me decidí a seguirlo y lo alcancé justo antes de que desapareciese en el ascensor. Olía a lana limpia y esta vez habló: me preguntó a qué piso iba. Yo mentí que iba al último. Quería verlo moverse un poco más, hacer algún gesto como buscar las llaves (¿usan llaves los fantasmas?), reingresar en la que había sido su casa terrenal. Él no pareció extrañarse de mi respuesta y, desde que las puertas se cerraron, se mantuvo ausente. Pasamos mi planta de largo. Seguimos ascendiendo. Una inquietud recorrió mi mente: ¿y si al infierno se subía?
De golpe el ascensor se detuvo, pero no en el pequeño ático del portero. Le dirigí una mirada interrogativa. Él empujó la puerta con un codo, se volvió hacia mí, hizo una delicada inclinación con la cabeza y se esfumó del ascensor. Entonces, sosteniendo la puerta con un pie y asomando la cabeza, espié cómo entraba en una de las viviendas del fondo.
Me quedé ahí un buen rato, incrédulo, todavía incapaz de reconocer mi error: lo evidente nos suele resultar inverosímil. Aquel anciano elegante no era el padre del portero, tal como yo venía creyendo equivocadamente desde hacía años, sino otro vecino desconocido de la penúltima planta. Cuando al fin quité el pie, el ascensor siguió subiendo y se detuvo en el ático, emitiendo una reverberación burlona.
Abochornado, al día siguiente sentí la necesidad de hablar con el portero. Lo encontré revisando uno de los interruptores de la luz. Nos saludamos. Tras una tenue charla para entrar en confianza, me aventuré a confesarle lo que había sucedido. ¿Sabe una cosa?, empecé a decir, le sonará raro, pero el otro día, bueno, creí ver a su padre.
Hice una pausa para tragar saliva. Y ya me disponía a continuar con mi relato, cuando el portero soltó el destornillador y me interrumpió con un ademán confidencial. Acercó su cara a la mía. Y, con una mueca de profunda complicidad, contestó: No me extraña, señor. A mí también me pasa. Hace un rato, por ejemplo, acabo de cruzármelo en el ascensor.
Después hizo una educada inclinación de cabeza, volvió a darme la espalda y continuó girando el destornillador, hasta que se encendió la luz.
Narrador, poeta y traductor, Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) fue Finalista del Premio Herralde con su primera novela, Bariloche (Anagrama, 1999). Con la cuarta, El viajero del siglo (Alfaguara, 2009), obtuvo el Premio Alfaguara y el de la Crítica. Reconocido autor de cuentos (los últimos en Hacerse el muerto, Páginas de Espuma, 2011), sus libros más recientes son Anatomía sensible (Páginas de Espuma, 2019) y Umbilical (Alfaguara, 2022).