Dentro de poco, el 23 de noviembre, se cumplirán 110 años de un relevante episodio de nuestra historia cultural. En esa fecha se celebró una “Fiesta de Aranjuez en honor de Azorín”, un sencillo y concurrido acto de homenaje a José Martínez Ruiz que promovieron Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez. El motivo fue protestar porque la Real Academia de la Lengua había preferido la candidatura del político Juan Navarro Reverter a la suya (paradojas de la historia, Azorín ocupó diez años más tarde el sillón de quien le había desplazado).

La lista de asistentes y de escritos y adhesiones reúne figuras eminentes de las letras del momento: Antonio Machado, Pío Baroja, Valle-Inclán, Galdós, Benavente, entre otros muchos. Era una señal del respeto y admiración que suscitaba Azorín, escritor en plena primera madurez (nació en Monóvar, Alicante, el 8 de junio de 1873) y quizás en el momento más creativo, fecundo y brillante de su dilatada trayectoria (aunque en 1952 anunció un “retiro” de su trabajo, siguió escribiendo hasta la inmediatez de su muerte, nonagenario, en 1967).

Por entonces había abandonado las veleidades anarquistas de juventud, asentó un visión contemplativa y conservadora de la vida y dio a conocer algunos de sus textos más plenos y originales en fondo, preocupaciones y forma.

[La página que no escribió Azorín]

A las alturas de la Fiesta, llevaba ya un tiempo en circulación la saga de novelas autobiográficas cuyo protagonista le proporcionó su pseudónimo definitivo (antes había utilizado otros varios), Azorín: La voluntad (1902), Antonio Azorín. Pequeño libro en que se habla de la vida de este peregrino señor (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904). En aquellos lustros había ido alimentando también las otras dos grandes vetas de su obra.

Se habían encadenado los libros de reflexión paisajista y nacional: Los pueblos (Ensayos sobre la vida provinciana) (1905), La ruta de don Quijote (1905), España. Hombres y paisajes (1909), Castilla (1912) o Un pueblecito (Riofrío de Ávila) (1916). Y había hecho renovadoras incursiones en la tradición literaria: Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1914) o Al margen de los clásicos (1915).

Releía los clásicos desde la más absoluta subjetividad, rehuyendo la erudición y vivificando sus valores. Y, más importante, impregnándolos de un sentido actual. Así, incluso les daba a las viejas obras un final distinto. En Las nubes, relectura de La Celestina, casa a Calisto y Melibea, viven ya marido y mujer en la huerta solariega de la joven y tienen una hija. Con ello, su espíritu regeneracionista venía a decir que el pasado puede rectificarse y que resulta factible planear un futuro mejor.

En estos escritos, Azorín mostraba por encima de todo un talante moderno e innovador. Había roto con el oneroso peso del siglo XIX y apostado por la modernidad. La novela, por ejemplo, debía renunciar a las convenciones decimonónicas. En un famoso capítulo de La voluntad el maestro Yuste alecciona al atento Azorín sobre la nueva novela: reclama que contenga una moderna “emoción del paisaje”, evite las comparaciones y se desprenda de descripciones y diálogos rutinarios.

Releía los clásicos desde la más absoluta subjetividad, rehuyendo la erudición y vivificando sus valores

Y hacía una proclama que equivale a guía artística para el resto de la centuria y hasta hoy: “Dista mucho de haber llegado a su perfección la novela”, profetiza Yuste. El sentir de Azorín expresado en otra conocida sentencia suya, “Vivir es ver volver”, le da un vuelco a la tradicional percepción del paso del tiempo y engarzaba su prosa no con el siglo precedente sino con la nueva vivencia de la temporalidad (con la durée, la continuidad en los cambios que postulaba Henri Bergson).

De este modo, la narrativa de Azorín se incardina de pleno de derecho (junto a la de coetáneos como Valle-Inclán o Unamuno) en el movimiento “modernista” internacional. Sus novelas carecen de acción y apenas esbozan un argumento. A ese arte innovador pertenecen los títulos narrativos de los años veinte: Don Juan, Doña Inés (historia de amor), Félix Vargas o la “prenovela” Superrealismo. A la misma impronta responden los cuentos, en los que Umbral (muy reticente con el alicantino: decía que “inventó el párrafo corto porque tenía las ideas cortas”) ve el precedente de la moderna manera de contar.

Azorín paseando por la calle Marqués de Riera de Madrid, frente al Círculo de Bellas Artes, en 1947. Foto: Nicolas Muller / Archivo regional de la Comunidad de Madrid

Y en el teatro llevó Azorín más lejos y con riesgo su gusto vanguardista, en minoritarias piezas expresionistas que fueron un rotundo fracaso: Old Spain!, Brandy, mucho brandy, Comedia del arte o Doctor Death, de 3 a 5. Azorín confiaba, sin embargo, que en el futuro, con un público más dispuesto a admitir la sequedad experimental de sus obras, su teatro tendría la acogida que entonces era imposible.

El gusto por la innovación y el rechazo del pasado literariamente caduco se manifestó de forma llamativa en el muy celebrado aspecto externo de su prosa, el estilo. Azorín instauró el laconismo verbal, una prosa minimalista, lo cual suponía una sublevación revolucionaria contra el castelarismo de frase oratoria, rotunda y encabalgada. Se ha querido ver en ella un modelo de buen castellano, de naturalidad expresiva. Es, sin embargo, una de las escrituras más artificiosas de la historia de nuestra lengua, cuyos hablantes tendemos al barroquismo sintáctico más que a la frase corta.

Ningún español ha hablado nunca, ni llegará a hablar, sospecho, como escribe Azorín. Pero, en beneficio de nuestra prosa, el fraseo azoriniano desnuda al español de hojarasca, no es palabrero ni retórico. La prosa azoriniana sintética y adelgazada -aunque con molesta afición al léxico raro en detrimento de las voces comunes-, atenta al detalle y parca en calificativos, guillotinó el énfasis decimonónico. La modernidad de nuestro estilo literario nace con Azorín.

Coincidiendo con los años de la República, la estrella de Azorín empezó a declinar. La lenta, imparable y prolongada decadencia se acentuó después de la guerra. Su íntimo Baroja conservaba gran popularidad. Tanta que unos grandes almacenes, Galerías Preciados, idearon un “uniforme Baroja”: zapatillas forradas de lana, batín también de lana, bufanda y boina. Además, el vasco, tan admirado por Cela, era considerado por los jóvenes escritores, por la generación de Ferlosio o Goytisolo, como el necesario puente con la tradición de anteguerra.

Coincidiendo con la República, la estrella de Azorín empezó a declinar. La decadencia se acentuó después de la guerra

Azorín, por el contrario, tras un precavido alejamiento en Francia, estuvo cercano a la dictadura, por la que fue promocionado. Rindió a los nuevos gobernantes exageradas apologías, rubricó ruborizantes escritos en elogio del Caudillo y dedicó glosas ensalzadoras al fundador de la Falange. En 1941, cambió el título a su ensayo El licenciado Vidriera visto por Azorín, de 1915, por el de Tomás Rueda y adaptó el original a los nuevos tiempos ocultando que el primitivo homenajeaba a Giner de los Ríos.

Se recluyó en su casa madrileña, cayó en el ensimismamiento y se convirtió en un melancólico cinéfilo, ese solitario espectador que Manuel Gutiérrez Aragón retrata en su novela Rodaje. En cuanto a lo literario, desplegó gran actividad. Fue articulista en ABC hasta su muerte (las últimas piezas, mínimas píldoras inanes), reunió libros misceláneos y, venciendo esas fuerzas declinantes, aún escribió en los años 40 media docena de relatos novelescos.

Pervive en ellos, por supuesto, el aliento vanguardista y afrontan una temática metaliteraria: una “novela rosa”, una “novela romántica” y un par de títulos referidos a la labor de los escritores. En otro, La isla sin aurora, la pura fantasía sublima el escepticismo pesimista y escapista del autor: nunca se retorna, nos dice, ni a la juventud, ni a la ilusión, ni al antiguo fervor.

La penosa larga etapa final de una tan fecunda trayectoria alejó a Azorín del lector común. Salvo las obligadas lecturas universitarias, no lo ha recuperado al llegar a este 150 aniversario y hoy su figura dormita en el panteón de clásicos de nuestra lengua.

Cronología

1873, 8 de junio. José Augusto Trinidad Martínez Ruiz nace en Monóvar (Alicante), en el seno de una familia acomodada.

1888-1896. Estudia Derecho en la Universidad de Valencia, donde entra en contacto con el krausismo y el anarquismo.

1893. Publica La crítica literaria en España.

1895. Anarquistas literarios y Notas sociales.

1896. Se instala en Madrid, donde conoce a Baroja y Maeztu, con quienes forma el grupo de “Los Tres”

1900. El alma castellana.

1901. La fuerza del amor, su primera obra teatral.

1902. La voluntad.

1903. Antonio Azorín.

1904. Las confesiones de un pequeño filósofo.

1905. Los pueblos. La ruta de don Quijote.

1907. Elegido diputado del Partido Maurista por primera vez.

1908. Se casa con Julia Guinda de Urzanqui.

1912. Castilla. Lecturas españolas.

1913. Clásicos y modernos.

1922. Don Juan.

1924. Es elegido miembro de la Real Academia Española.

1936. Se instala en París.

1939. Vuelve a España.

1942. El escritor.

1943. El enfermo. Capricho.

1945. Los clásicos redivivos.

1946. Memorias inmemoriales.

1953. El cine y el momento.

1967. El 2 de marzo muere en Madrid.