Llegué tarde, cuando ya nada importaba y las incisiones de la autopsia no podían hacerle daño. Ni siquiera fui capaz de escribir algo a la altura de lo que ella merecía. Al lamentar su muerte, temí que se notase mucho que habíamos sido amantes. Era una cuestión de principios más que de pudor, ya se sabe: la familia, el trabajo, los vecinos... en fin, esas cosas que van perdiendo sentido a medida que pasa el tiempo.
Ahora, años después, desde una grieta de la noche asoma su hocico la rata del remordimiento; sus bigotes, los dientes, el cuerpo preñado que va apareciendo de a poco y la cola que ya es un latigazo en mi recuerdo. Entonces la vuelvo a ver por primera vez, el día que nos conocimos en un club de Costa Fleming, sentada en su taburete; el codo apoyado en la barra, la copa en la mano y el humo lento del cigarrillo que se perdía antes de alcanzar el techo. Me acerqué a ella. “¿Te importa que esta noche fuese por mí por quien finges que afuera, en la calle, luce el sol?”. Me miró en silencio con el gesto que la rutina había ensayado a lo largo de muchas veces. No me lo tomé a mal, ella también estaba condenada a defenderse.
Subimos a la habitación en un ascensor trémulo. El espejo había juntado nuestros cuerpos y yo le dije cualquier cosa útil para borrar la soledad de su rostro; una verdad que apartara el doloroso maquillaje sin olvidarlo del todo. Contestó con voz entrecortada y acabamos rodando sobre un colchón lleno de quemaduras. Fue hace años, tantos que ya podrían ser muchos y los suficientes para que el recuerdo haya quedado falsificado en el barro de la memoria.
['Cronología', un cuento inédito de Marta Jiménez Serrano]
Ya se sabe que el tiempo trata de equivocar las cosas, abre atajos que van de un año a otro, agujeros a los que a veces me asomo para volverme a encontrar, perdido de nuevo, caminando las noches de Madrid con el cuello del abrigo subido hasta las orejas y un cigarro entre los labios, esquivando obstáculos invisibles, siguiendo el ritmo de mis pasos siempre equivocados; la desconfianza sujeta a la mirada, los ojos cegados de humo y todo eso sin dejar de olvidar, por un momento, el tacto de mis dedos sobre el tambor del revólver dentro del bolsillo.
El recuerdo borroso, ya sin fecha, de todos los encuentros sucesivos; el perfume lejano, la fragancia que llegaba hasta la superficie de alguna escena en la que me reconocía igual que si fuera otro; las mejillas flacas, la barba de tres o cuatro días, las ojeras cargadas de noche y una mezcla de piedad y repulsión en el brillo de los ojos. A veces ella sonreía, enseñaba la punta de la lengua entre los dientes y me seguía mirando a través del humo fugaz de su cigarrillo; secuencias que se repitieron más de la cuenta.
El espejo había juntado nuestros cuerpos y yo le dije cualquier cosa útil para borrar la soledad de su rostro
Regresé a ella muchas veces, aceptando las mentiras siempre intencionadas de nuestras bocas; la palabra necesaria que ninguno de los dos se atrevió a decir, el frío del alba con su luz lechosa derramándose sobre su espalda y la bala carente de piedad y dispuesta para el juego sucio de la suerte; un divertimento que parecía haber sido creado exclusivamente para mí por el mismísimo diablo. La certeza de que se podía detener el tiempo y, con el tiempo, también el mundo. Solo hacía falta acercar el cañón a la sien y apretar el gatillo. Estaba convencido.
Me entregaba a estas cosas, entre la suciedad y las sombras, contando en silencio, resuelto a convencerme a mí mismo de que el cuerpo de aquella mujer, que ahora yacía junto al mío, no era más que una ilusión; que no había existido y que el único propósito del diablo era jugar otra vez conmigo sobre el tapete. Conocía su actitud tramposa, siempre dispuesta para armar una broma de mal gusto.
['Fabuloso Material Polivalente®', un cuento inédito de Elena Medel]
Sabía que al diablo le gusta mostrarse de mil maneras y no solo haciéndose pasar por una serpiente; le gustaba cumplir su propósito, haciéndome creer que es otra cosa lo que en verdad está ocurriendo cuando lo que ocurre ha dejado de ocurrir hace tiempo, tanto tiempo desde entonces que yo aún no había nacido. La intención del diablo siempre fue la misma desde que el mundo es mundo. Todo gira alrededor de la impudicia de sus cálculos.
Una noche de aquellas, después del amor, envueltos en el humo grosero de las confidencias, ella me dijo que sentía atracción hacia los perdedores, tipos solitarios como yo que esperan que el diablo aparezca a repartir los naipes. De ahí el empeño que ponía en el oficio cuando encontraba uno. Su mirada era la de un animal herido; sus gemidos líquidos encendían la alcoba con la música rota que trae el agua cuando cae en cascada sobre las piedras.
['Un fantasma de andar por casa', un cuento inédito de José Ángel Mañas]
Entre otras cosas, le dije que no importa que el hombre al que te unas sea un criminal o un poeta, pues, con el sacramento matrimonial no hay un solo hombre que no se convierta en un asesino aunque solo fuese de pensamiento. No sé si lo entendió, pero la primera vez que nos besamos reconocí el sabor caliente del infierno cuando su lengua buscó la mía trazando un círculo de carne insolente, húmedo y decisivo. Cómo explicarlo si no. Era una mujer elegante en apariencia y muy sucia en la intimidad, como corresponde a una puta que va a terminar como confidente de la policía.
Me gusta recordar aquellos días en los que el sol no se dejaba ver, me reconforta volver hasta aquellas noches vividas muchas veces al borde de la ruina moral, encendido por el fuego de su vagina, una herida de carne con labios colgones, semejantes a la cresta de un gallo cuando se mostraban pegados; mudando de color y abriéndose según sus pasiones, del rojo carnoso al violeta casi negro.
Le pedí al forense que me dejara un rato a solas con ella. “Cinco minutos, por favor”; el tiempo suficiente para penetrar en su cuerpo por última vez. Qué quieren que les diga, si esta vez ella no necesitó fingir que el sol lucía agitando sombras, ni tampoco mezclando errores. La poesía macabra tiene esas cosas, ya se sabe.
A veces me pregunto por qué lo hice. Y me engaño a mí mismo respondiéndome que lo hice porque yo era joven y ella estaba muerta.
Montero Glez (Madrid, 1965) publicó su primera novela, Al sur de tu cintura, en 1995, y la segunda, Sed de champán (El Aleph, 1999) no tardó en convertirse en un libro de culto. Al igual que su autor que, cercano al thriller y a la literatura sobre los márgenes de la sociedad, bebe a la vez de Valle y de Bukowski. Desde entonces, ha reunido artículos y relatos, publicado una biografía ficcionada de Camarón y varias novelas más. La última, Carne de sirena (Temas de Hoy, 2022).