Citada hasta la saciedad, el ya eslogan “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, atribuido a Fredric Jameson y popularizado por Slavoj Žižek, ha opacado otro interrogante quizá más desasosegante: ¿hasta qué punto la jeremiada de que nuestro mundo se encamina a su fin ecológico nos priva, asimismo, de una economía moral y política más concreta para detener el funesto desenlace? ¿En qué medida nuestro cínico reconocimiento de que somos ya “seres póstumos” nos bloquea para un cambio de rumbo?
Digámoslo ya: el valor de este magnífico y valiente ensayo de Emilio Santiago (Ferrol, 1984) no radica en ofrecernos en este mundo nuestro en transición la última y espectacular distopía, sino algo más decisivo: puentes efectivos al sentido común desde una militancia ecologista abierta. “Utopías reales”, por decirlo con Erik Olin Wright. Este importante libro influirá en el futuro próximo y no solo en los debates entre los círculos ecologistas.
Ahora bien, esto no significa que la gravedad de la situación actual merezca una confianza ingenua. No, “el desierto crece”, y sobre todo en España. Es imperativo transitar a toda velocidad hacia un sistema energético renovable y desarrollar necesarios cambios sociales y culturales con capacidad de frenar una economía que actúa como un depredador de nuestro planeta. Esto, para Santiago, no tiene por qué derivarse en peor calidad de vida si añadimos un elemento clave: una mejor redistribución de la riqueza para que la transición ecológica sea justa y nos pueda garantizar una buena vida a la mayoría de la especie.
“Con la crisis de 2008 no llegó el colapso. Llegó el 15M”. En esta frase se resume probablemente el corazón del ensayo. Se ha dicho de él, y con razón, que “trabaja sobre las pasiones y los imaginarios con los que afrontar ese desafío con energía y ambición transformadora”. Lo que llama la atención es su capacidad de diagnosticar el sentido de nuestra gran crisis civilizatoria no solo bajo fórmulas intuitivas y perspicaces, sino desde un laudable compromiso epistemológico con los valores científicos. Si el vicio colapsista, no pocas veces devenido una cómoda y autocomplaciente ideología, debe ser racionalmente desmontado es también porque se apoya en presupuestos discutibles.
Las matizaciones que Santiago plantea, por ejemplo, al debate sobre las energías renovables es un buen ejemplo, pero no el único. “Movilizar a los movilizados, desmovilizar a los desmovilizados. Ese es, en el mejor de los casos, el efecto mayoritario del colapsismo”. Santiago, sin embargo, no quiere ser injusto con una posición que no solo es coartada de una lucidez impotente, sino que expresa múltiples modulaciones. El problema es que, ante tamaño desafío, no necesitamos heroicidades, sino un cambio de escala político y epistemológico que posibilite construir mediaciones entre la contemplación del naufragio y la intervención práctica. “Necesitamos promedios, masa, pueblo en definitiva, que, con sus imperfecciones, impulsen una descarbonización efectiva”.
El comprensible recelo ante el “prometeísmo” cuya hybris ha desbordado todo límite sostenible, no puede combatirse simplemente con el miedo a Prometeo; necesitamos confianza en la racionalidad y en nuestra voluntad de actuar. También el ecologismo necesita, por decirlo con las palabras de Gramsci, aunar el pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. Pero estas “utopías reales” solo pueden provenir de diagnósticos que sean capaces de armonizar lucidez política y competencias cognoscitivas, saberes técnicos especializados y una voluntad pedagógica afinada y consciente de la inutilidad hiperracionalista de los “meros datos” y las “verdades como puños”.
En un contexto crítico, decía Margaret Atwood, “la supervivencia depende de conocimiento adecuado, equipo, suerte y fuerza de voluntad”. Créanme, háganse con este libro si quieren tener una oportunidad. Nos va la vida en ello.