Un exitoso arquitecto japonés que decide romper con sus dinámicas de vida para reinventarse y encontrar la motivación perdida es el protagonista de Un beso en Tokio, la primera novela de Cristina Carrillo de Albornoz, publicada por La Huerta Grande. El amor, el azar, el arte, el reencuentro, la ausencia y los misterios de la belleza y la felicidad son algunos de los temas que la autora plantea en la obra, sobre la que conversará el próximo sábado, 16 de septiembre, en el Hay Festival de Segovia con Paula Quinteros, acompañadas por Philippine González-Camino (La Alhóndiga, 19:10 h).
Un proyecto que nace en 2005 (si bien la escritura no arranca hasta 14 años después), cuando la escritora conoce a Tadao Andō, uno de los grandes arquitectos del último medio siglo y que se convertiría en personaje de la novela: “Con él fui más allá de ese Japón que nos fascina a todos y que une la tradición con la tecnología y la modernidad... Él me lleva a otro Japón, más allá de las leyendas y de lo que todos conocemos. Y me interesa además su historia personal: él no estudió nunca arquitectura, era boxeador, hasta que se da cuenta de que no va a llegar muy lejos con el boxeo y al ver un edificio que hizo Frank Lloyd Wright en Tokio decide dedicarse a la arquitectura. Por cuestiones económicas y académicas no podía acceder a la Universidad, así que decide estudiar primero las raíces de la arquitectura japonesa y luego viajar por todo el mundo para estudiar las grandes obras arquitectónicas. Y con todo lo que ve va creando su propio mundo”.
A partir de estas experiencias con Andō (“un arquitecto maravilloso, muy sofisticado y que además tiene un gran sentido del humor”) y de su conocimiento del paisaje arquitectónico internacional, Carrillo de Albornoz se planteó la escritura de una novela que tuviera como protagonista a un referente (inventado, de nombre Kengo Ōe) de esta disciplina.
“Me llama la atención cómo a veces estos arquitectos que están en la cima de su carrera y tienen una vida maravillosa se sienten vacíos”, señala la autora, que a través de la experiencia de Ōe (alumno de Andō en la novela, que mezcla referentes reales y ficcionales) muestra “cómo trabaja y cómo vive un arquitecto que está en lo más alto”. También pone de manifiesto que la arquitectura “es quizá el arte más importante porque se nutre de todas las artes”.
La búsqueda de la belleza es uno de los temas que atraviesan la novela, que abunda en diálogos y reflexiones sobre cuestiones estéticas. El protagonista considera que “el siglo XXI está en duelo por la belleza”, una afirmación con la que la autora está de acuerdo: “La belleza no es para mí lo que resulta bonito a la mirada, sino que va más allá: tiene que ver con la sorpresa, con la armonía, con el hecho de llevarnos más allá, de causarnos perplejidad… La armonía está vinculada al misterio. El siglo XXI está perdiendo el sentido de la intimidad, del misterio, de la sorpresa… Todo es muy inmediato. El mundo de hace varias décadas era más estético y armonioso que el actual”.
Esta “crisis”, esta tendencia creciente de “amor a lo feo”, que tiene que ver también con “la falta de imaginación”, fue diagnosticada por Balthus, otro de los grandes artistas a los que Carrillo de Albornoz, que trabaja como comisaria de arte independiente en los principales museos del mundo, ha conocido.
En Un beso en Tokio la belleza se plantea y se decanta de muchas formas. Para su autora, “las flores son el símbolo de lo que es la belleza, el misterio de algo por lo que vivir”. E invoca a Confucio: “¿Me preguntas por qué compro arroz y flores? Compro arroz para vivir y flores para tener algo por lo que vivir”.
Por la obra desfilan muchas figuras de las artes: Giacometti, Chagall, Le Corbusier, Von Karajan, Ryūichi Sakamoto… Pero la autora aclara que no es necesariamente un inventario de predilecciones personales: “Cuando yo era pequeña me llamaba la atención que algunos escritores dijeran que en una novela llega un momento en que los personajes deciden por dónde van. Me parecía raro. Pero es cierto que llega un momento en que uno es simplemente un acompañante más de los personajes que ha creado. He metido a Chagall o Giacometti como podría haber metido a otros muchos. Aparecen artistas muy diversos, y además cada capítulo se abre con una cita de alguien, desde Borges hasta Muhammad Ali, Frank Sinatra, Oscar Wilde… Es una forma de invitar al lector a que indague, de despertarle la curiosidad, porque sin curiosidad no se puede vivir”. Por otra parte, “los artistas, ya sean pintores, escritores o músicos, son una síntesis de la intensidad y la profundidad de la vida, y este libro es una celebración de la vida”.
Y un vehículo para esa celebración es, en Un beso en Tokio, la arquitectura. La obra está llena de reflexiones sobre esta disciplina y sobre las labores propias de los arquitectos, que para algunos personajes, y también para la autora, tienen entre sus obligaciones la de ser optimistas: “Es fundamental. Los arquitectos son visionarios que te dan las pautas de lo que está sucediendo en el mundo y lo que va a suceder. Ellos, a la hora de proyectar sus edificios, ven el futuro. Y deben darle al mundo una visión positiva, de esperanza, porque además lo que ellos construyen no está destinado a una generación concreta: es un legado que hacen a la humanidad. Y ese legado debe ser como un mensaje de ofrenda positiva al mundo. El arquitecto es el que cree en el milagro de enamorarse de algo nuevo cada día. Y ese algo puede ser un árbol, un cuadro, un poema, una canción o la manera en que anda tu pareja ese día… Enamorarse de estos pequeños detalles enlaza con ese espíritu japonés que considera que los pequeños detalles son los que marcan la diferencia”.
Ōe se mueve por distintos lugares, pero “esté donde esté siempre persigue este espíritu”. Y es que la “cultura refinada” japonesa sirve como hilo de la narración, en la que la autora reivindica la importancia del diálogo, la conversación, la comunicación oral, “de ver las cosas bellas como defiende David Hockney, que en una entrevista, ante el pesimismo del presentador, hacía notar que había llegado la primavera y nadie se había dado cuenta”, en un mundo “en el que hay gente ingresada en hospitales porque no puede soltar el teléfono” y en el que estamos asediados por “formas de comunicación que nos empobrecen a todos: hay gente que solo lee lo que recibe en su teléfono”. La escritora hace un llamamiento a “apartar la mirada de la pantalla y hablar con quien está al lado”.
En la historia de Un beso en Tokio tienen mucha importancia los pequeños misterios cotidianos, los azares, los reencuentros inesperados, la casualidad, que “es un factor fundamental en nuestra vida, le da encanto a través de un elemento clave: la sorpresa”. El azar “es uno de los misterios que embellecen la vida y hay que estar alerta para saber aprovecharlo”.
La novela es una historia de autodescubrimiento envuelta en una gran historia de amor (y desamor), con su complejidad, sus paradojas y sus enigmas: “Como decía Dante, la fuerza del amor que mueve el sol y las demás estrellas…”.
La lectura de Un beso en Tokio se ve enriquecida con dibujos e ilustraciones (a modo de hilo conductor de la historia) de diversos artistas como Tadao Andō, Manolo Blahnik, Harland Miller, Damien Hirst o Mercedes Lara, que aporta un mapa con las ciudades por las que viaja el protagonista.
Exdiplomática de las Naciones Unidas (Unesco y PNUD) en Suiza y Francia y autora de otros 12 libros (sobre Balthus, Fernando Botero, Wim Wenders o Ai Weiwei), Carrillo de Albornoz se plantea seguir explorando travesías ficcionales y avanza que el protagonista de su segunda novela “será, seguramente, un pianista”.