Hija de una profesora de Arte que impartía clases en una escuela católica privada, Tess Gunty (1993) escapa del tópico sobre el ciudadano medio de Indiana al que apelan los políticos americanos en sus discursos: hombre blanco, de clase trabajadora y republicano. Oriunda de South Bend, la cuarta ciudad más poblada del Estado, la escritora nació en un barrio intercultural de casas pobres y ricas, entre fábricas vacías y con el eco de un pasado próspero bajo el imperio de la central automovilística más grande de Estados Unidos, Studebaker, que, de la noche a la mañana, se declaró en quiebra, dejando a miles de habitantes sin trabajo nifuturo.



En 2022 dio la sorpresa cuando, con su primera novela, La conejera, se alzó con el National Book Award, lo que la convirtió en la escritora más joven en recibirlo –tenía 29 años– desde que Philip Roth lo ganara en los años 60 con 27.

Publicada en España por Sexto Piso, con traducción de CE Santiago, a la escritora le llevó todo un lustro terminar esta obra que debe, en parte, a la región donde nació, el Medio Oeste americano. “Escribí una novela ambientada en Vacca Vale, una ciudad ficticia situada en Indiana, y que sigue a un grupo personajes –la mayoría de ellos vecinos de un complejo decadente de pisos conocido como La conejera- durante tres días muy calurosos de un verano”.

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Una historia, entre trágica y tierna, con una narrativa coral, poderosa y envolvente, compuesta de personajes huérfanos y atrapados en sus propias dinámicas de anhelo, violencia y soledad, cuyas historias se irán entrelazando hasta alcanzar su fantástico final. “Quería hacer algo más colectivo –señala–. Gran parte de los problemas sociales a menudo vienen provocados por el individualismo extremo occidental y quería ver si podía optar por una obra más comunitaria, como un ecosistema de voces, donde los organismos más pequeños, un párrafo aquí o allí, pueden parecer insignificantes pero son fundamentales para la vida de toda la comunidad”.

Desde su casa en California, Gunty, ya inmersa en la escritura de su segunda novela, atiende a El Cultural en una entrevista por videollamada.

Pregunta. Ganar el National Book Award con su primera novela debe suponer todo un impacto, ¿le ha añadido presión o le ha facilitado la vida para dedicarse a la escritura?

Respuesta. Ambas cosas. Me siento muy afortunada de estar rodeada de editores que han respaldado mi visión. Me hicieron creer que el mundo editorial tenía aversión por el riesgo y este año me ha demostrado que es todo lo contrario. No solo por la experiencia de mi novela, sino por muchos otros libros que veo. Me parece que el mundo editorial tiene sed de libros atrevidos, raros, caóticos, libros que hagan algo distinto en el contenido y en la forma. Así que el premio me ha dado permiso para expresar cierta rareza o peculiaridad que es mi estética más genuina y auténtica, pero a la vez yo misma me añado mucha presión, sobre todo porque me encantaría hacer algo ambicioso.  

P. Ya se observa en La conejera esa ambición de la que habla, ¿le resultó sencillo escribir una primera novela así?

R. La escritura me llevó cinco años y pasó por muchas etapas. Eliminé centenares de páginas. En general, escribo por asociaciones, por una lógica de conciencia o de sueño, cuando estoy esbozando el primer borrador, y cuando escribo los dos últimos tercios del libro intento aplicar una perspectiva más crítica. La escritura tiene que ser algo que pueda disfrutar, un proceso de descubrimiento, asombro y cuestionamiento, así que intento vivir en ese espacio. La revisión es la parte más complicada. Sobre todo en este libro, porque la estructura era muy compleja. En un momento, cuando tenía dos tercios escritos, hice una especie de esqueleto y lo colgué en la habitación del piso de Brooklyn donde vivía para visualizarlo. Aquello me ayudó a verlo como si fuera una pintura, ver su composición, dónde había que equilibrar las cosas y cómo debía terminar. 

P. Creció en el Medio Oeste, en un mundo perdido que en los 60 fue un lugar industrial próspero, hoy en decadencia, ¿qué impacto tiene ese espacio en sus personajes y en su historia?

R. Pasé los primeros 22 años de mi vida en el Medio Oeste, así que está muy enraizado en mi psicología, en mi enfoque de la política estadounidense y en general. Del Medio Oeste, sobre todo de la parte donde yo nací, lo que me atrajo es que es un lugar en el que los sistemas de producción son visibles. Crecí rodeada de la producción económica, pero también por una forma activa de agricultura industrial que tuvo consecuencias medioambientales y económicas en la ciudad. Indiana tiene las aguas más contaminadas de todo Estados Unidos. Desde una edad muy temprana me interesé por los sistemas y por cómo estas macrodecisiones generan violencias y consecuencias interpersonales.

"También crecí en un barrio poco habitual –continúa–. Algunos de los vecinos trabajaban en Notre Dame, una universidad privada, y tenían recursos y posibilidades, pero otros muchos habían padecido una pobreza intergeneracional extrema, además de racismo estructural y  otras fuerzas de subyugación", explica la autora. "Aquello me hizo interesarme por cómo estas decisiones que se toman al más alto nivel afectan a las personas durante décadas. Por otro lado, mis compañeros del instituto privado vivían en comunidades mucho mejor situadas, nada que ver con las realidades que yo conocía de mi barrio, donde a veces se cometían robos, violencia armada y otros delitos. Estaba partida entre dos mundos, me sentía como una intrusa, así que me dediqué a observar ambas realidades".

P. ¿Cree que la cultura ha hecho justicia a esa región de Estados Unidos?

R. La verdad es que está muy infrarrepresentada en el imaginario estadounidense. Curiosamente es una región que tiene sobrerrepresentación política, y por eso los políticos siempre intentan apelar al votante de Indiana, pero en el fondo es gente que ha sido abandonada por los sistemas de producción. Y en mi experiencia tiene una demografía mucho más diversa que la media del país.

La voz de los personajes

P. Ha comentado que estudió en un colegio católico, en su novela el misticismo tiene un peso fundamental, en particular el de Hildegarda, aunque también cita en alguna ocasión a otras místicas como Santa Teresa, ¿qué importancia tienen estas mujeres en su libro?

R. A mí me pusieron mi nombre por Teresa de Ávila. Crecí escuchando hablar de estas mujeres, porque a mi madre le entusiasmaban sus historias. Lo que me cautivó de ellas es que en una religión muy patriarcal había muy pocas mujeres a las que admirar como autoridades espirituales. Desde entonces he abandonado el catolicismo, pero de niña era muy devota y quería ser una mística y buscar ese éxtasis divino. Hildegarda me cautivó en particular porque tenía una confianza tremenda en su poder intelectual y hacía las cosas sin pedir permiso ni perdón, una cosa bastante poco habitual entre las otras místicas. Ella encarnaba la autoridad intelectual, era una líder política tremenda, hasta los reyes le pedían consejo. Y fue capaz de lograr, en un momento de sexismo extremo, respeto y poder a través de su ambición intelectual.

P. Dedica varios momentos del libro a reflexionar sobre el abuso y los desequilibrios de poder, ¿podemos escapar de esas dinámicas?

R. Es difícil hablar en general, porque cada dinámica es distinta. El poder siempre existirá en las sociedades humanas. Aunque ha habido modelos de sociedades donde se ha distribuido de forma más equitativa, en nuestros sistemas de producción económica globalizados no podemos escapar a este desequilibrio. Pero tampoco son inevitables, se pueden desmantelar y generar nuevos y mejores sistemas. El diálogo sobre el abuso de poder, sobre todo sexual, ha avanzado muchísimo en estos años. Hablamos de ello ahora de un modo que no hablábamos cuando yo estaba en el instituto. En pocos años se ha desarrollado un vocabulario nuevo para describir este tipo de abusos. Y ha ocurrido gracias a personas valientes que dieron el paso, alzaron la voz, en este caso contra Harvey Weinstein. Así que la solución debe ser colectiva.

P. En La conejera, aborda muchos de estos debates a partir de la relación entre un profesor y su alumna, a los que, en un momento dado, pone cara a cara para que dialoguen sobre lo sucedido, ¿cómo se planteó este arco y cómo lo abordó?

R. Esta relación la escribí antes del #MeToo, la revisé durante el movimiento y luego volví a escribirla. En parte tenía que venir guiado por el personaje femenino, porque ella tiene opiniones muy firmes y siempre analiza distintos niveles de poder estructural. Pero, además, me di el permiso de escribir ese diálogo después de haber leído a Dostoievski y a Tolstói, porque sus personajes siempre muestran argumentos políticos. Y esto ha caído un poco en desuso, excepto a lo mejor para Sally Rooney. Deberíamos permitir más que nuestros personajes tengan opiniones y comenten el mundo. A veces esto se critica, hay quien dice que utilizas a tus personajes como voz, para expresar tus opiniones. Pero es una falacia pensar que tus creencias no estarán reflejadas en el libro. No existe una novela neutral. La elección como autora de a quién le prestarás atención o qué atención les das son decisiones políticas.

"Además, cuando Trump se postulaba a la presidencia, y cuando empezaron a salir los abusos a partir del movimiento #MeToo, empecé a ver todos estos niveles de abuso como si estuvieran conectados, y a pensar que cada vez que me tiraban un piropo por la calle o me acosaban, aquello estaba vinculado directamente con la retórica de Trump y con estas destrucciones masivas de los sistemas", explica Gunty, que cree que todo se desprendía de una actitud extremadamente tóxica. "Pero estos sistemas de dominio, como la supremacía blanca o el patriarcado, van lógicamente acompañadps de una corrosión espeiritual. Nunca he conocido a ningún hombre que encarne la masculinidad tóxica y que sea feliz o seguro. El sistema les infunde inseguridad, porque al final son formas de avaricia psicológica".

Una maternidad imperfecta

P. Otro de los temas que aborda son las relaciones interfamiliares, particularmente en el caso concreto de la maternidad, ¿quería derribar ciertos mitos?

R. Sí. Me planteé La conejera como un lugar huérfano. Todos los personajes lo son cuando los conocemos, porque no tienen padres, nunca han conocido a la familia o básicamente se han alejado de ella. Quería un ecosistema de personajes abandonados. Pero además, en el entorno tan católico del que yo vengo, se romantiza mucho la maternidad, como una experiencia puramente positiva y satisfactoria. Esto dañaba a las mujeres que me rodeaban, cuando tenían depresión posparto, no se podían quedar embarazadas, no querían hijos o se daban cuenta de que no estaban equipadas para ser madres. No había lenguaje para ellas ni para procesar esta experiencia. Así que quería desmontar este mito de algún modo, o por lo menos cuestionarlo, quitarle ese velo de santidad que tiene.  

P. Su historia transcurre en tres días de verano, sobre los que de algún modo, se va gestando una amenaza, ¿cómo impacta de lleno el cambio climático, esa incipiente tormenta, con su narrativa y su historia?

R. Debo confesar que no programé el cambio climático en la novela, apareció porque es un hecho de la vida y está afectando a todo el mundo. Crecí en un lugar con río y nunca se desbordó, pero en el momento que me fui hubo dos inundaciones seguidas. Ahora vivo en California así que veo el cambio climático de un modo mucho más extremo que antes. Estuve aquí cuando los últimos incendios forestales, no pude salir de casa porque el humo era terrible, y había incendios al norte y sur de la ciudad. Durante dos años trabajé como ayudante de investigación en un ensayo sobre la crisis climática y aprendí muchísimo, fue como un torrente de información que se quedó conmigo desde entonces. Sería imposible que escribiera un libro, aunque fuera ficción histórica, donde no apareciera la crisis climática, es una amenaza a la existencia. 

P. La opinión que reflejan sus personajes sobre las redes sociales es dispar, ¿tiene redes sociales, qué opinión le merecen?

R. Pertenezco a una de las últimas generaciones que recuerda vivir sin tecnología. Tenía Instagram, pero lo eliminé cuando me dieron el NBA, fue mi regalo. La atención era demasiada. Fue una decisión por la que me respaldaron mi agente y mi editora. Sé que hay muchos escritores a los que se les presiona para generar marca. Esto es como el cambio climático. Es un fenómeno extremo sin precedentes al que estamos asistiendo en nuestro espacio vital. Internet fue el responsable de la elección de Trump, la desinformación y el deterioro del discurso público fueron muy evidentes. Twitter ha hecho que el discurso público tenga miedo del matiz y que todo el mundo ofrezca cosas fáciles, ideas muy simplificadas de blanco o negro, opiniones muy chillonas. A mí no me da miedo la tecnología. Pensábamos que quizás internet sería el final del analfabetismo, el principio de la democratización y propagación del conocimiento, pero existen evidencias infinitas que dicen que no está teniendo ese efecto utópico que queríamos que tuviera, y me parece que esto se debe a los modelos extractivistas, que se basan en la publicidad y en el dinero. 

P. En tono de humor, uno de sus personajes aborda ciertas lecciones vitales que deja escritas tras su muerte, ¿cuáles serían las lecciones vitales que daría a un joven que aspire a ser escritor?

R. Les diría que lean, que lean mucho. Sobre todo a los lectores anglófonos les diría que lean traducciones, porque no es algo que se comercialice muy bien en Estados Unidos. El segundo consejo que les daría sería que escribieran como fin en sí mismo. Yo he escrito centenares y centenares de páginas que nunca se publicarán entre la universidad y ahora. Esas páginas me enseñaron las tablas, me enseñaron cómo sonaba mi escritura, lo que me atraía. Hay que encarnar tu propia autoridad creativa, tu propia voz.