En las distancias cortas, el temperamento del escritor Antonio Soler (Málaga, 1956) es inversamente proporcional a su literatura, cruda e incómoda. Con motivo de la promoción de su nueva novela, Yo que fui un perro (Galaxia Gutenberg), Soler nos recibe en la cafetería del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Se muestra afable, cortés y generoso en la medida en que no escatima una sola confesión a la hora de desnudar su carácter. Considera, por ejemplo, que la raíz de su interés por los personajes inadaptados está en su origen y su personalidad, siempre obstinada en asir la compleja realidad que lo circunda desde pequeño.
Si en la novela Sur, un éxito de crítica que fue reconocida con el Premio Francisco Umbral al mejor libro del año en 2018, la violencia latía en cada coma de sus páginas, su nueva obra no es menos descarnada. Soler logra de nuevo transformar los trastornos psicológicos en un artefacto narrativo tan sugestivo como lacerante. A través de los conflictos morales que pugnan en el interior del protagonista, que se presenta a través de su diario, Soler emprende la exploración de la violencia machista desde la manipulación y el control de la pareja. Carlos vive en permanente desasosiego, está roto. Los celos y la desesperación dominan un relato marcado por la desazón de un personaje ahogado en sus turbulencias.
“Debe darse cuenta por sí misma de lo que está bien y de lo que no lo está”. “Tengo que defender mis ideas […] porque si no, ¿qué clase de hombre sería?”. “Me molestó bastante que fuese tan bien vestida a clase. Eso traería consecuencias”. Son algunas de las frases tipo del maltratador psicológico que el protagonista recoge en su diario, pero lo que resulta más desconcertante es que, al parecer, ni siquiera es consciente de que lo es. El incómodo dilema al que Soler somete al lector es que decida si esto podría justificar un comportamiento que, por otro lado, se deriva de un evidente sufrimiento interior. En la conversación que sigue ofrece algunas claves.
[Antonio Soler, un alegato contra el nacionalcatolicismo]
Pregunta. ¿Cuál es el detonante de esta historia?
Respuesta. Una amiga de mi madre le dio unos libros para mí hace más de 30 años. Era 1991 y yo era joven y me gustaba leer. No eran especialmente interesantes, pero con el tiempo me encontré en uno de ellos unas cuantas páginas de una agenda que había sido utilizada como diario. Era de un estudiante de Medicina obsesionado con su novia, que vivía en un edificio frente al suyo. Me impactó mucho por la personalidad un tanto perturbada que se desprendía de esos textos.
» Yo estaba intentando escribir otras cosas, pero guardé esas páginas. Hace un par de años lo recordé, comprobé que seguía conservándolas y me volvió a producir la misma impresión, así que pensé que podía ahondar en el personaje y construir una novela alrededor, sin perder su punto de vista. Literariamente, las páginas de ese diario no tenían mucho valor, pero la capacidad de transmitir su frustración era muy potente. Tirando de un hilo tan endeble, empecé a construir su estructura familiar, su entorno de amigos, compañeros de universidad…
P. El diario le sirve para que la reflexión ocupe un lugar central en el relato. ¿Por eso ha elegido esta fórmula?
R. Cuando me decidí a levantar una novela con esos cimientos, las cuartillas, pensé que la fórmula más acertada para entrar en la mente de este personaje era su propia confesión. A través del diario, lo que intenta decirnos es cómo es Yolanda [la novia del protagonista], qué ocurre con su propia madre, quiénes son sus amigos y cómo son, sus problemas con los compañeros de la Facultad… pero lo que nos está contando es quién es él, está estableciendo un autorretrato en toda regla.
» Lo que sí me parecía un desafío como novelista es que el lector, a través de su mirada, tuviera que juzgar cómo son los demás, porque la mirada del que nos lo cuenta está distorsionada. Cuando uno escribe una novela, en general puedes ir dando voces a los otros personajes, aunque se escriba en primera persona. Aquí, sin embargo, no. La voz la tiene él y los demás personajes nos llegan filtrados por lo que nos cuenta.
P. Recuerdo que con un personaje de Sur compartía usted la condición de exdeportista. ¿Le ha prestado algo esta vez a alguno de sus personajes?
R. Espero que al protagonista, poco (risas), pero sí he recordado algunas cosas que, sobre todo cuando era joven, escuché en conversaciones con amigos o conocidos. A veces podían expresarse con el mismo tono y la misma condición que el protagonista de esta novela. Incluso en algunos lectores hombres he encontrado algo curioso. En parte de lo que el personaje de la novela escribe, es como si se hubieran visto en un espejo turbio: ideas, pensamientos que en algún momento han podido tener, celos un tanto descontrolados… Cosas que cada uno ha querido ir borrando de su biografía y podrían tener que ver con la inmadurez, la frustración o la inseguridad.
"En esta novela sobre un maltratador psicológico también está la sombra de muchos hombres"
» El protagonista de esta novela es un maltratador psicológico y podría ser el germen de un maltratador de mayor magnitud, pero también está la sombra de muchos hombres. Por otro lado, hay un amigo suyo que podría conectar con el atleta de Sur y es el que presta libros al protagonista de Yo que fui un perro. Podríamos decir que es un alter ego.
P. A sus 67 años, ¿cómo ha sido entrar en la mente de un joven de unos 20?
R. La memoria ejerce un papel importante. He ido ensanchando el personaje a través de la evocación de gente que he conocido o sentimientos que he tenido, pero lo cierto es que en mis novelas a menudo he incluido a adolescentes o a personajes en las primeras etapas de la juventud. En la mía, concretamente, había mucha menos prudencia a la hora de manifestar sentimientos cuando te reunías con algunos chicos.
P. Este personaje tiene, además, una sensación de cierta superioridad intelectual sobre su pareja. ¿Esto también aparecía en aquellas cuartillas o se lo ha atribuido?
R. Aquello era muy material, pero se podía desprender del tono. Esa idea de “llevarla por el buen camino”, con todo lo que supone eso: control, manipulación… En cierto modo, castrar a la otra persona y limitar su naturaleza para ahormarla según sus intereses. Lo que más me interesaba era su mirada y, efectivamente, este es un individuo que, aunque quiere mostrar esa seguridad, es muy inseguro, se mueve como un péndulo y, de un modo colateral, también confiesa sus debilidades.
"Desde pequeño me creía incapaz de asimilar lo que ocurría a mi alrededor, por eso me siento tan identificado con los inadaptados"
P. ¿Por qué cree que le interesan tanto los personajes desplazados?
R. Mi mujer es psicóloga, a lo mejor tendría que tratarme (risas). No lo sé, me recuerdo de niño cuestionándome todo lo que había a mi alrededor; no porque me creyera más inteligente, sino todo lo contrario: me creía incapaz de asimilarlo, por lo que me sentía al margen, excluido. Con el tiempo, me di cuenta de que más o menos todo el mundo andaba más o menos como yo. Sí, yo creo que esa conexión la tenía en el ADN y por eso me siento tan identificado con esas personas.
P. Y supongo que cree que los ambientes sórdidos condicionan el carácter de la gente.
R. Sí, claro, somos una mezcla del ADN y del marco en el que te desenvuelves. De esa combinación surgen los seres humanos. De todos modos, el personaje protagonista está más o menos integrado. Pertenece a la clase media-baja y tiene amigos soeces, pero también hay otros que forman parte de la burguesía. Él aspira a dar un salto social a través de sus estudios y está en una facultad de los años 90, donde ya hay gente de todo tipo.
P. Ahora que el machismo está, al menos, más localizado, ¿una de las causas de que sigan produciéndose agresiones es, como se dice, la herencia de una sociedad machista?
R. Si vamos al problema del maltrato, este es un fenómeno que ha existido de un modo grosero en el pasado. Yo recuerdo, siendo niño, que tenía un muy buen amigo en el colegio con 10 u 11 años que a veces llegaba con el cuaderno roto y el libro de texto lleno de hojas arrancadas. Después de soportar la bronca del profesor, yo le preguntaba qué había ocurrido y me decía que su padre había llegado la noche anterior borracho a casa y les había pegado a su madre y a él. Esto hace 50 años ocurría. Ahora creo que hay una mayor concienciación respecto al machismo y el hombre está adaptándose a una normalización de los géneros. Pero hay hombres que todavía no saben cuál es su lugar en el mundo, lo mismo que hay mujeres que siguen amparando esto.
» Lo preocupante, según me dicen amigas psicólogas, es que algunas chicas jóvenes aceptan ese rol de subordinación ante unos muchachitos que se creen muy hombres porque ejercen ese papel de autoridad. Todavía estamos con un pie en el pasado y otro en el presente, aunque con alguna mirada hacia el futuro. Hablando con una amiga que se ha ocupado de estas cuestiones en el Instituto de la Mujer, me lo explicaba así: “Los hombres buscan una mujer que ya no existe, y las mujeres buscan un hombre que todavía no existe”.
“Puede que el alejamiento de algunas figuras del mundo literario me haya relegado a la etiqueta de autor de culto”
P. ¿Qué opina acerca de la tendencia a considerar que los jóvenes están más sexualizados porque tienen muy fácil el acceso al porno? Y si fuera verdad esto, ¿se podría explicar también de este modo el crecimiento de las agresiones sexuales más recientes, muchas veces grupales y cada vez más macabras?
R. Pues violaciones ha habido siempre, pero esto de los grupos que tratan a una mujer como una muñeca hinchable porque han visto que supuestamente le gusta que la ataquen cinco hombres es nuevo, así que creo que el acceso a la pornografía, que cosifica a la mujer de un modo tan burdo, sí puede tener influencia.
Por otro lado, es verdad que en mi generación la represión era muy grande. Con 15 o 16 años, un amigo que era completamente normal un día me dijo: “Anoche salí a la calle para ver si veía a una mujer y echarme encima”. Estaba tan reprimido que, según me dijo, tenía una necesidad absoluta de tocar a una mujer. La represión te llevaba a que si besabas a una chica en la calle, te podían afear la conducta. Eso yo lo he vivido. Además, era imposible ver a una mujer desnuda en la prensa, eso no ocurría. Lo que no tengo yo tan claro es que la educación sexual haya acompañado a esa evolución, porque de aquello hemos pasado a internet y todo esto, es un salto enorme.
P. Sin embargo, en cuanto murió Franco llegó el destape y en muchas películas no es que apareciera un seno, sino que los genitales femeninos eran más que recurrentes. ¿Quizás lo que nos ha faltado es encontrar el equilibrio?
R. En aquel momento, sin duda. Recuerdo una revista de costura que se llamaba Burda en la que de pronto apareció un pezón de Ursula Andress. Lo cierto es que el carácter mediterráneo tiene un punto de exaltación por encima de lo normal, pero somos una sociedad sexualmente muy avanzada y muy tolerante.
P. ¿Por tanto, todavía estamos en un momento de adaptación pero vamos por buen camino?
R. Sí, en muchos lugares hay una adaptación plena, por ejemplo, de la homosexualidad. Evidentemente hay reductos que existen. Y a veces están fomentados.
P. ¿Se refiere a sectores políticos?
R. Y sociales, sí.
P. Tras haber buceado en las zonas más sombrías del ser humano, ¿ha logrado comprenderlo un poco mejor?
R. Quizás no, pero lo que sí me parece es que casi todos tenemos zonas de penumbra. Las luminosas son las que mostramos en la calle, pero cuando levantas los tejados para ver lo que hay dentro, como yo pretendía en Sur, aquello que está encerrado te ayuda a comprender a las personas. En Yo que fui un perro, el protagonista se puede desenvolver con los amigos, pero una vez que se queda a solas muestra su lado oscuro a través del diario, donde recoge lo que verdaderamente le preocupa, lo que le falta.
“Una cosa es vender libros y otra estar obsesionado con el autobombo en las redes”
P. En cuanto a la fórmula de los tachados [ciertos fragmentos que emulan haber sido suprimidos por el autor del diario], sospechamos, tal vez perversamente, que lo que el personaje ha eliminado revela rincones aún más oscuros que los que atisbamos conforme avanza el relato.
R. Exactamente. El protagonista es lector, lo que justifica que escriba con cierta soltura. Y El árbol de la ciencia, el libro que le regala su amigo, contiene la historia de una monja que ha escrito un diario y, posteriormente, una vez que la monja ha muerto, es encontrado y leído por gente que no la ha conocido. Él no quiere que eso ocurra consigo mismo: ni siquiera él mismo quiere leer en un futuro qué cosas oscuras estaba pensando, y por tanto las tacha. En un momento, incluso piensa que debería borrarlo todo.
P. La referencia a Baroja es muy oportuna, pero ¿usted se considera muy barojiano?
R. Pues mira, por épocas. En mi juventud lo leí bastante, me gustó mucho, y luego tuve una época no sé si de desapego o alejamiento y dejé de leerlo. Hará siete u ocho años volví a leerlo y disfruté mucho con algunos de sus personajes. Su estilo no me parece el mejor del mundo, ni mucho menos, pero en la creación de atmósferas y la construcción de personajes sí me parece un escritor muy a tener en cuenta, sin duda.
P. ¿Hay algún otro autor contemporáneo con el que presienta ciertas afinidades?
R. No pienso mucho en esto, pero a la hora de intentar penetrar en determinados terrenos en sombra, siempre me ha interesado mucho lo que hace Andrés Barba. Tenemos mundos muy diferentes, pero en ese afán sí me podría identificar con él.
P. Aunque en esta novela se impone el diario en la forma, en el fondo no deja de ser una novela pura, con todos sus elementos, como alguna vez ha reivindicado.
R. Sí, pero asimilando muchas de las innovaciones que aportaron las vanguardias. Por ejemplo, Joyce es una mina para escritores. Recogiendo las aportaciones de quien fue la gran revolución del siglo XX en la novela, procuro no perder de vista la novela de siempre sin salirme tampoco de ese mundo en el que me muevo. Hay quien dice que un personaje puede constituir una novela. Yo creo que uno solo no, pero sí me interesan ese tipo de novelas protagonizadas por personajes con cierta profundidad psicológica.
P. ¿Cómo se llamaba el grupo al que perteneció en el que unos cuantos escritores homenajean a Joyce?
R. La Orden de Caballeros del Finnegan. La fundamos en Dublín y empezamos cinco amigos: Enrique Vila-Matas, Eduardo Lago, Jordi Soler, el editor Malcolm Otero y yo. Estábamos obligados a asistir al Bloomsday [el 16 de junio se celebra un evento anual en honor de Leopold Bloom, personaje principal de la novela Ulises]. Si no, eras expulsado. Hay miles de correos electrónicos cruzados entre unos y otros absolutamente disparatados en torno a las amenazas de expulsión. Era una reunión de amigos emocionados por la literatura que había cogido a Joyce como elemento de unión. Una de las cláusulas es que estábamos obligados a incluir en los currículos que tuvieran más de dos líneas que pertenecíamos a esta orden.
P. A pesar de su prestigio y su éxito con determinadas novelas, tiene fama de autor de culto, poco interesado en los fastos literarios. ¿Es así?
R. No lo sé. Es muy difícil ubicarte a ti mismo en el panorama literario. En mi primera novela publicada en Anagrama, allá por el año 1995, fue Herralde quien puso eso del “escritor de culto”. Se ve que aquello se quedó grabado. Quizás el hecho de no vivir en Madrid, aunque vengo con frecuencia, contribuye a esto. Y puede que también un cierto alejamiento o cuestionamiento de la actitud de algunas figuras de este mundo, completamente obsesionadas con las redes y el autobombo. Yo soy muy consciente de que formo parte de una industria, que una editorial no es una ONG y que hay que vender libros. Pero eso es una cosa y otra es estar pregonando a bombo y platillo quién eres, lo guapo que eres y la bonita reseña que te han hecho.
P. A propósito de lo que comenta de Madrid, ¿el centralismo del que tanto se habla a nivel político también se extrapola a la literatura? Si no estás en Madrid, ¿no estás tan dentro?
R. Te pierdes muchas cosas, pero es inevitable. Si uno se mide por los libros que escribe, yo he tenido la suerte de estar en editoriales que tienen distribución nacional, y en muchos casos internacional, prácticamente desde que empecé. Puede que sea una fatuidad, una presunción o simplemente creer en la justicia divina, pero al final piensas: que te valoren por lo que escribes. Y ahí están los libros.