El terror de La glándula de Ícaro emerge de una fractura en la vida cotidiana, de una grieta que revela la condición ficcional de eso que convenimos en llamar “normalidad”. Su autora, Anna Starobinets (Moscú, 1978), sabe que el hogar es zona de ambivalencias: rutinas que tranquilizan, que ordenan los afectos y dan sentido a la vida, y a la vez, un sistema carcelario que encadena y mata almas, que entierra la alegría, la pura pulsión de vida.
Y ahí, en el punto de sutura entre la vida serena y la apatía, sitúa lo monstruoso, los demonios que amenazan con salirse del desván y devorarnos. Pero no solo: los relatos de Starobinets también dan cuenta de individuos sometidos a estructuras de poder, políticas y de mercado, que extirpan la disidencia y controlan los deseos, que condenan sin piedad toda forma singular de existencia humana.
Da igual si hablamos de comunismo o capitalismo, de fervor religioso, dictadura del consumo o de la felicidad, o de doctrinas que abogan por vivir eternamente; en todos los casos, los protagonistas acaban sin gota de humanidad. He aquí una pesadilla que se hace carne: la pérdida identitaria, la conversión de lo humano a muñeco de trapo, a bicho asqueroso, a espectro sin volición.
Anna Starobinets nos alerta: el verdadero horror es un cuerpo triste y adocenado por un sistema que actúa soterrado. Y también: en el vientre del poder, ahí, es donde se gesta y crece el verdadero monstruo. Y además: la sexualidad y el deseo son condición inherente de la existencia humana. Y, por último: seamos adultos y aceptemos la muerte que sin duda nos vendrá. Todo eso nos lo dice con un estilo frío como la nieve de Rusia, con un aplomo que suena a cristal entre los dientes, con severa crueldad, sin apenas pestañeo, a excepción de un par de muestras de viva ternura.
Con un tono socarrón que es del todo inclemente con las miserias que exhiben o que tratan de ocultar los protagonistas de este libro (unas miserias que, ¿ya lo estaban sospechando?, son sin duda las nuestras), la autora juega con demonios interiores e infiernos exteriores; entre el terror psicológico, la distopía, la narración infantil y la ciencia-ficción y un admirable humor, estos siete cuentos dibujan presentes demoledores y futuros atroces. Y siempre, de un modo no panfletario ni evidente, se muestran vidas condicionadas por la cuestión de clase: uno compra los horrores que puede pagarse.
La extracción de una glándula evita la infidelidad masculina, pero lleva al sopor más absoluto; ciudadanos convertidos en meros consumidores de imágenes de ficción (encefalogramas planos ante una pantalla, ese trabajo); la transmigración de las almas a otros cuerpos más jóvenes o con suerte, si eres pobre, a una paloma gris: cinco años más de vida; los movimientos migratorios a una ciudad invivible, violenta e injusta donde todos quieren ir (la mentira repetida no se convierte en real, pero sostiene el mito del progreso y de Occidente ¿o acaso es una crítica al patriotismo?); la experimentación científica con cuerpos que no importan de enfermos terminales; niños con diversidad funcional son tratados como idiotas y explotados en trabajos que nadie más quiere hacer.
La autora juega con demonios interiores e infiernos exteriores, entre el terror, la distopía y el humor
Por no mencionar la exaltación de las masas y su aborregamiento en el nombre de la fe y del milagro divino; la sustitución de una madre por una videoconsola que controla la conciencia, que gobierna los deseos, que limita libertades pero da felicidad, una felicidad de hadas y brujas malas y al final ganan las hadas o, tal como anuncia la escritora Laura Fernández en el prólogo a La glándula de Ícaro, “Nada es lo que parece, porque NUNCA JAMÁS lo ha sido, o la condena, el CASTIGO, de la inocente PIEZA en el ENGRANAJE perverso”.