“Italo el fantasioso”. Así rebautizó su madre, Eva Mameli, a la oveja negra de la familia, al único miembro que no había abrazado la causa de la ciencia. El interés de Calvino por la fabulación se remonta a la infancia y adolescencia, cuando inventaba historias con las ilustraciones de los tebeos, asistía con arrobo al cine de los años 30 y leía a Rudyard Kipling. Cuando con quince años descubrió la fuerza visual de las Metamorfosis de Ovidio, ya estaba en ciernes su concepción visual del mundo y de la literatura: la vista sería el órgano narrativo de Calvino.
Su incursión en la narrativa fantástica empezó en plena etapa neorrealista. Agobiado por una crisis creativa que le impedía coronar dos novelas, en el verano de 1951 escribió por puro divertimento El vizconde demediado (1952). Pese a los recelos iniciales propios y a las críticas de sus camaradas comunistas por haberse pasado a la literatura burguesa, la valoración positiva de escritores respetados como Elio Vittorini le animó a seguir por el camino. En pocos años concluyó las otras dos novelas heráldico-fantásticas: El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959), trilogía que pasaría a titularse Nuestros antepasados (1960). Pero esto no supuso el abandono de la narrativa de puro compromiso social, como evidencian La especulación inmobiliaria (1957) y numerosos ensayos y artículos de prensa.
Lector voraz por placer y por oficio en las tareas de la editorial Einaudi, entre sus lecturas se cuentan referentes del género como E.T.A. Hoffman, el Barón de Münchausen, Kafka, Poe, Stevenson, H. G. Wells y Aldebert von Chamisso, así como sus queridos maestros italianos: Ovidio, Ludovico Ariosto, Aldo Palazzeschi, Massimo Bontempelli, Dino Buzzati y Tommaso Landolfo. De la combinación de ese acervo literario, su interés creciente por la ciencia (Galileo, Giorgio Di Santillana, Queneau) y los recursos experimentales de los 60 y 70 (la influencia de la semiología, la participación como miembro en OuLiPo) nacieron los libros de “fantaciencia” Las Cosmicómicas (1965) y Tiempo cero (1967), El castillo de los destinos cruzados (1969), Las ciudades invisibles (1972), y la metanovela Si una noche de invierno un viajero (1979), que la crítica estima su experimentación más atrevida.
Abundan las concomitancias entre Calvino y nuestros escritores y escritoras, pero para mí el Calvino español es José María Merino
A pesar de la vigencia del pensamiento crítico de Calvino en relación con la sociedad de consumo o la ecología, expresado sobre todo en sus ensayos y artículos, en España es más conocido por obras narrativas ya clásicas como El barón rampante y Las ciudades invisibles y, para lectores más especializados, por el magnífico conjunto de ensayos de Seis propuestas para el próximo milenio (1988) y Por qué leer a los clásicos (1991). Menos recorrido han tenido un libro tan genial y divertido como Las cosmicómicas, las andanzas de Marcovaldo (1969), Si una noche de invierno un viajero o las observaciones de Palomar (1983).
Lecturas confesas, ecos argumentales o concomitancias entre Calvino y nuestros escritores y escritoras he encontrado muchos, especialmente en la narrativa breve. Baste una muestra: Felipe Benítez Reyes, Álvaro Cunqueiro, Cristina Fernández Cubas, Hipólito G. Navarro, Fernando Iwasaki, Carmen Martín Gaite, Gustavo Martín Garzo, Andrés Neuman, Fernando Quiñones, David Roas, Eloy Tizón y Javier Tomeo... Pero para mí el Calvino español es José María Merino, pues ambos comparten narrativa realista y fantástica, experimentación literaria, recuperación de la literatura popular, promoción de la lectura entre los más jóvenes, discurso autorreflexivo y ensayos de metaficción.
Durante los días 15 a 31 de octubre se celebra en Sevilla el homenaje “Universo Italo Calvino”. Organizado por un grupo de lectores apasionados, y casi sin ayudas de instituciones públicas, ¿con qué mayor prueba de la actualidad de Calvino puedo concluir?
Antonio Serrano Cuetao es autor de la biografía Italo Calvino. El escritor que quiso ser invisible, premio Antonio Domínguez Ortiz.