Daniel Hidalgo

Letras Cuento de noviembre

'Potajes', un cuento inédito de Manuel Astur

El escritor relata los recuerdos infantiles de una mujer que cree reconocer a su primer amor en uno de los jornaleros que trabajan las tierras de su familia.

12 noviembre, 2023 01:37

A Potajes lo llamaban así porque podía comer y comer, más que nadie que haya yo visto antes o después de él. Era un jornalero que venía todos los años al pueblo. Extremeño. Ay no, calla, que era gallego, sí, claro, era gallego. Lo que pasa es que, de aquella, la mayoría de los jornaleros eran extremeños. Llegaban caminando, con la guadaña a la espalda, al inicio de la temporada, y se quedaban mientras hubiera trabajo. Pero también los había gallegos. Potajes tendría veintipocos años. Era muy simpático y alegre, con la cara colorada y el pelo arrubiao, y trabajaba como el que más, pero también lo comía, vaya si lo comía.

Era yo una niña e iba con tu abuela todos los mediodías adonde segaban los hombres. Llevábamos grandes cestos de mimbre con la comida, el agua y alguna botella de vino fresco. Mayormente, hogazas de pan y potajes. Nuestra llegada era la señal de que podían descansar. Nos rodeaban sonrientes, secándose el sudor de la frente. El aire estaba limpio y olía a heno, a tierra y sudor, y flotaban tantas semillas y polvo que casi dibujaban de amarillo los rayos de sol. Nada me gustaba más que ese momento y esa estación, que alimentar a todos aquellos hombres, chicos, en verdad, que comían agradeciendo hasta el último bocado, merecido tras el trabajo bien hecho.

Cuando le servía la comida, Potajes me pellizcaba un moflete con sus manos grandes y fuertes, y me hacía rabiar y sonrojar, y todos se reían. En cuanto terminaba, siempre el primero, me tendía el plato y gritaba: “¡Potaje!”, por seguir con la broma de su mote. Yo se lo daba, y él sonreía haciendo las paces y yo sonreía con él.

Cuando le servía la comida, Potajes me pellizcaba un moflete con sus manos grandes y fuertes, y me hacía rabiar y sonrojar, y todos se reían

–A esta rapaciña tan riquiña, cuando sea un poco mayor, voy venir de Lugo a pedirla en matrimonio y no me van a decir que no… Voy a darle buena vida –decía, y yo me volvía a poner roja, pero me alegraba de que lo dijera. Aunque cuando pensaba en irme del pueblo, a Lugo, tan lejos de Asturias y de mi familia, en el otro extremo del mundo, me entraba por dentro una cosa que me ponía nerviosa, y al mismo tiempo me daban ganas de llorar.

–Claro, ho, Potajes, a Lugo vas llevátela. Claro. A morirse de fame allí. A comer grelos y patatas rancias todo el día –decía Manolo, al que llamaban “Escalones” porque tenía una pierna más corta que la otra y cuando caminaba parecía que estuviera subiendo una escalera–.Tú lo que quies ye la dote de la mocina. Quedate con todos estos praos de la familia. No yes listo tú ni nada.

['Fundición', un cuento inédito de Antonio Soler]

Y yo me enfadaba porque, según Escalones, que yo fuera riquiña –cosa que me encantaba ser si me lo decía Potajes, con ese acento tan guapo– era lo de menos, y parecía que valían más un puñado de praos que yo. Pero Potajes nunca se enfadaba. Para entonces ya había acabado su segundo plato y se quedaba pensativo, mirando el fondo del valle, tan hermoso a la luz del mediodía, y luego, golpeando la cuchara contra la mano, por fin decía:

–No es tan malo Lugo, hombre, y los cachelos y grelos mejores no pueden ser. Pero no. No le haría eso a esta rapaciña tan riquiña. Mi mujer tiene que vivir como una reina o no será mi mujer. No quiero los prados de su familia para nada, que además no tengo intención de trabajar como una mula toda la vida, esclavo de la fesoria y la guadaña, rezando por que la cosecha sea buena o no se enferme una vaca. Eso no es vida. No. Ese no es mi plan. Porque, Manolo –le explicaba a Escalones sin mirarlo–, yo estoy estudiando para aprendiz en los astilleros de Ferrol. Allí ganaré dinero de sobra y me haré un hombre de bien. –Entonces se levantaba sin hacer caso de los aspavientos y risas de Manolo y los demás, y volvía a tender el plato para que se lo llenara–. Y cuando sea rico, o más rico de lo que es ninguno en este pueblo, volveré y pediré la mano de esta rapaciña tan riquiña. –Y yo le echaba más de comer. Si por mí hubiera sido, le habría dado todo el potaje del mundo.

Me pregunto qué fue de él, si se hizo rico y dejó el campo, si su mujer fue una reina y si tuvo tantos nietos y tan guapos como los tuve yo

Luego se bebía un poco de anís, y cuando el aire se hacía más caliente y denso, como el propio alcohol, los hombres se diseminaban por el prado para echar una pequeña siesta bajo un árbol o la sombra que hubiera, y mi madre y yo nos íbamos y los dejábamos descansar.

–Hasta mañana, riquiña –me decía Potajes cuando pasaba a su lado, y me guiñaba un ojo. Y yo no podía ser más feliz y bajaba del monte, camino de casa, deseando volver a subir.

Un año dejó de venir y nadie volvió a saber de él. Yo me puse triste, pero se me pasó pronto, como se pasa todo a esas edades, y no volví a pensar en él.

Ahora, que soy vieya, puedo recordarlo todo. Mejor que nunca. Y cuando digo todo, es todo. Hay noches que comienzo a recordar un camino de mi infancia que llevaba hasta tal sitio y empiezo a caminar por él, y sigo avanzando y recordando hasta el detalle más pequeño, y me tiro caminando y recordando hasta el amanecer, de tal modo que ya no sé si estoy allí o aquí, y cuando me levanto, me siento agotada de tanto caminar por el pasado.

['A la diabla', un cuento inédito de Montero Glez]

También, desde hace unos años, algunas de esas noches, lo recuerdo a él. Lo recuerdo todo. Ya tiene que haber muerto. Pero me pregunto qué fue de él, si de verdad se hizo rico y dejó el campo, si su mujer fue una reina y si tuvo tantos nietos y tan guapos como los tuve yo. Lo recuerdo muy bien. Arrubiao, simpático, tan joven, casi un niño. Colorado, comiendo con un hambre tremenda y agradecida. Puedo ver las semillas flotando en el aire, oler el heno, la tierra, el sudor. Puedo sentir el tacto de sus dedos resecos de tanto trabajar dándome plizcones en los mofletes, y todavía se me acelera el corazón como a una niña, como a una rapaciña riquiña. La vida es una cosa muy pequeña y muy bonita, fía. Me da pena que solo haya una. Pero qué se le va a hacer. Supongo que si no, no la disfrutaríamos ni la mitad. 

Manuel Astur (Sama de Grado, 1980) es escritor, poeta y editor. Autor del poemario Y encima es mi cumpleaños (Esto no es Berlín, 2012) y del ensayo Seré un anciano hermoso en un gran país (Sílex, 2016), ha publicado varias novelas entre las que destacan San, el libro de los milagros (Acantilado, 2020) y La aurora cuando surge (Acantilado, 2022). Sus relatos se encuentran en varias antologías. Este año veía la luz En el cielo, una nube (Satori, 2023), su personal versión de los más célebres cuentos zen narrados con una sencillez desnuda de artificios.