Una mujer aún joven espera en el coche a que llegue su exmarido para recoger a su hija de corta edad. Trastea el móvil con avidez en busca de una última señal. La niña llora de forma desesperada, como si fuera consciente del caos mental que envuelve a su madre y que la sitúa al borde del colapso. El hombre se aproxima al vehículo mientras empieza a llover torrencialmente. Parece que los dioses quisieran descargar su furia sobre ellos y sobre los vecinos de la urbanización acomodada, de casas y jardines regulares.
Así empieza Nada que decir, la obra de Silvia Hidalgo (Sevilla, 1978) que acaba de alzarse con el XIX Premio Tusquets Editores de Novela. La protagonista se llama Eva y este nombre, que comparte con su madre y con un cachorro que acabará formando parte de un nuevo núcleo familiar, representa a cualquier mujer o, al menos, a un determinado tipo sobre el que Silvia Hidalgo hace un penetrante estudio psicológico.
Eva se enfrenta a la crisis de los cuarenta en un estado de completa confusión. Solo piensa en huir. Ha dicho adiós a un matrimonio tranquilo en el que se habían alojado la rutina y el desgaste tras seis años de convivencia y se ha instalado en una especie de anarquía que amenaza con destruirla. En ese acto conculca todos los principios en los que fue educada, aquellos que la sociedad considera adecuados para los individuos de su género y condición.
Los motivos de su preocupante estado se irán desgranando poco a poco, a medida que sepamos el origen y la progresión vital del personaje sobre el que se focaliza la historia.
Eva, a quien llegamos a conocer en profundidad gracias al análisis que en la obra se hace de ella, representa a una mujer que se ha formado en la idea de que debe conseguir la máxima nota en todo lo que hace. Ser una madre de diez, una esposa como corresponde y amante excelente, una amiga perfecta, una hija impecable y una trabajadora capaz de dejarse la piel por su empresa mientras rompe a diario techos de cristal en beneficio del colectivo al que pertenece.
La novela bucea en la identidad de las mujeres, presionadas a ser más, a avanzar en derechos y en libertades
Pero esto no es todo porque, además, debe asumir que los otros, esencialmente los hombres de su entorno, pueden no ser amables ni cariñosos con ella y, por si esto no fuera suficiente, debe cargar con cualquier imprevisto que surja porque las féminas han de echarse todo a la espalda.
La novela bucea en la identidad de las mujeres, presionadas a ser más, a avanzar en derechos y en libertades como si solo dependiera de su voluntad y de su afán. Porque en el fondo están sometidas a la objetividad de sus vidas, que dificulta, y a veces hace imposible, alcanzar los resultados que se pretenden.
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Es entonces cuando aparece el conflicto entre lo que desean y lo que realmente son y cuando algunas –caso de Eva–, colapsan, se enganchan a una rabia autodestructiva y acaban instaladas en una fiesta punk que no termina al amanecer del día siguiente: “Siempre con la sangre en la cabeza y con ganas de matar a todo el mundo”, piensa la protagonista.
Además de la reflexión sobre la realidad de las mujeres, la novela ahonda en sus causas y toca temas como el embarazo, el riesgo de aborto, el parto, la maternidad, el deseo, el ascenso social, el liderazgo, los sentimientos o las relaciones en la era de las aplicaciones de citas. E incluso observa con detalle las carencias personales que configuran un carácter (la familia matriz, la infancia, la particular lucha por la vida de cada uno), convertido en eje de la batalla. Y todo ello manteniendo el interés del lector, que observa atónito la deriva del personaje.