En su nueva novela, El caballo dorado (Alfaguara), Sergio Ramírez (Masetepe, Nicaragua, 1942) describe a un personaje secundario como “un hombre cordial” que tiene “la virtud de sacarle risa al infortunio”, y uno no puede dejar de pensar que esa descripción sirve para el propio autor. El escritor y expolítico nicaragüense, ganador del Premio Cervantes en 2017 y miembro de la Academia de la Lengua de su país, mantiene la amabilidad y la sonrisa en el trato, y el humor en su escritura, a pesar de tanta adversidad y tantos agravios sufridos.
Desde 2018 vive exiliado en Madrid por su oposición al régimen de Daniel Ortega, antiguo compañero de revolución convertido hoy en un tirano como era Somoza, el dictador que derrocaron juntos en 1979. Ramírez, que llegó a ser vicepresidente de Nicaragua entre 1985 y 1990, fue despojado el año pasado de su nacionalidad y confiscaron su casa en su Masetepe natal.
“Hay que saber reírse de los propios infortunios para poderles hacer frente”, dice el escritor en conversación con El Cultural. “La tragedia, vista como melodrama, es algo destructivo. Yo siempre agrego risa al melodrama. Hay que salir del túnel riéndose”.
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Ramírez perdió una nacionalidad pero ha ganado tres. La española ya la tenía, se la otorgaron tras ganar el Cervantes; y Colombia y Ecuador se la han ofrecido después de que le quitaran la nicaragüense. “Yo en Latinoamérica me siento nacional de cualquier país”, apostilla.
Nueva vida en Madrid
Madrid le ha acogido con los brazos abiertos. Después de vivir un tiempo “a salto de mata” entre hoteles y apartamentos prestados, Lavapiés es el barrio donde han echado nuevas raíces Ramírez y su esposa Gertrudis, Tulita para los allegados, a quien le dedica esta nueva novela con motivo de los sesenta años que llevan juntos —“¡qué heroísmo de parte de ella!”, dice el autor—.
Ramírez está plenamente integrado en la vida cultural de la ciudad: participa continuamente en actos del Instituto Cervantes o de Casa América, tiene también relación con el Ateneo de Madrid y el Círculo de Bellas Artes, y acude de vez en cuando a las reuniones de los jueves de la Real Academia Española, donde es académico correspondiente (no de número).
Además, revela que está colaborando con el Ministerio de Cultura para preparar la presencia de España en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la más importante del mundo hispano, donde el nuestro será el país invitado. También forma parte del jurado del Premio Alfaguara, que se fallará el próximo 25 de enero y que él mismo ganó en su primera edición, en 1998, con la novela Margarita, está linda la mar.
El autor de Tongolele no sabía bailar también se relaciona con otros escritores latinoamericanos instalados en la capital española —"somos tantos que podríamos montar un congreso de escritores latinoamericanos en Madrid", dice—. Hace solo dos días se vio con su compatriota Gioconda Belli, también exiliada en Madrid y también despojada de la nacionalidad nicaragüense, que acaba de conseguir también la española.
Del Imperio austrohúngaro a Managua
La nueva novela de Ramírez, El caballo dorado, está preñada de sucesos, aventuras, intrigas palaciegas y picaresca en sus más de 400 páginas. Cuenta la historia de una princesa rural de los Cárpatos afectada por una cojera congénita y un peluquero escultor de caballos de madera que se cree inventor del carrusel o tiovivo. Comienza en una aldea del Imperio austrohúngaro en 1905 y acaba en Managua en 1917. También aparece un personaje real, el mexicano Julio Sedano, secretario de Rubén Darío que se creía hijo del emperador Maximiliano y acabó fusilado en Francia por espía casi a la vez que la famosa Mata Hari.
Todo ello con un peculiar narrador que hace y deshace a su antojo, entra en las mentes de sus personajes y construye el relato a base de suposiciones, datos históricos apócrifos presentados como reales y relatos dentro de otros relatos como si fueran muñecas rusas.
Pregunta. ¿Cómo surgió esta novela?
Respuesta. Mi idea era conectar el viejo y el nuevo mundo a través del invento del carrusel. Es una novela que nace de la imaginación pura, con lugares donde nunca he estado: los Cárpatos, el antiguo Imperio Austrohúngaro, Bucarest, Estambul…
P. Hace falta mucha documentación para escribir sobre lugares y épocas que uno no ha conocido.
R. Sí. Para asentar la fantasía pura se necesita la realidad real. En ese lugar, Siret, que antes pertenecía al Imperio Austrohúngaro y hoy a Rumanía, ¿qué medios de transporte había entonces? He investigado mucho la red de ferrocarriles rumana cuando se fundó. Yo siempre recordaba que en La educación sentimental, Flaubert cambió todo un conjunto de páginas porque mencionaba una línea de tren que entonces aún no existía, que comunicaba París con Fontainebleau, así que finalmente hizo que los amantes regresaran en coche en vez de en tren. También he hecho una investigación libresca sobre cómo era Bucarest en la época en que transcurre mi novela, y también he utilizado mis propios recuerdos de París. En la parte de Nicaragua, por supuesto, no he necesitado tanta documentación.
P. ¿Quería explorar algún tema concreto o sencillamente dio rienda suelta a la trama que se le iba ocurriendo?
R. La novela comienza como una fijación de un recuerdo de la infancia que es el carrusel. Mi padre tenía su tienda y vivíamos nosotros en el interior de la tienda, frente a la plaza. Cada año en las fiestas patronales aparecía el carrusel. De madrugada oía el ruido de los camiones que traían el carrusel y yo estaba ahí para ver cómo lo armaban, desde las crucetas y el palo mayor a la cabeza, la carpa y los caballos.
P. Una de las peculiaridades de la novela es el narrador, que añade y quita cosas al relato a voluntad. Narra sucesos que en realidad son imaginaciones de los personajes, pero nos avisa después. Y vuelve atrás para contar lo que “realmente” sucedió. O dice que “todo es de suponer”. ¿Por qué un narrador así?
R. Porque yo quería escribir un libro donde yo me sintiera en la más absoluta libertad, como que había perdido peso la gravedad y podía moeverme libremente por todos los espacios de la imaginación, y sobre un piso de imaginación construir otro, construir invenciones dentro de la invención.
P. Al mismo tiempo, en este libro aparece uno de sus rasgos más característicos como escritor: la mezcla de historia y ficción. Da la sensación de que todo podría ser real porque mezcla personajes inventados con otros reales, documentos reales y otros ficticios.
R. Sí, es muy borgeano eso de la fabricación apócrifa de documentos. En este caso algunas fuentes documentales son falsas y otras son verdaderas, intervenidas por mí para darles sentido novelesco. Como el proceso militar que aparece en el epílogo contra el mexicano Julio Sedano por traición en Francia. Realmente se dio ese proceso militar, que fue opacado por el que se estaba llevando adelante al mismo tiempo contra Mata Hari.
P. Pero que su cabeza acabase embalsamada en el Museo de Historia de la Medicina de París sí es invención suya, ¿no?
R. Sí. Siempre me fascinó este personaje porque lo mató la mentira. Él se había fabricado la mentira de que era hijo del emperador Maximiliano y después le vendía mentiras a los servicios secretos alemanes, presentando informes falsos. Lo llevaron al paredón de fusilamiento, acusado de una traición que nunca había cometido. Es uno de los personajes del mundo real que inserto en la novela. Fue secretario de Rubén Darío y en México todavía se cuentan historias de este falso hijo de Maximiliano.
P. Maneja un léxico muy rico, con términos hoy poco usados como librea, palafreneros, desiatinas, escofina…
R. Es esencial, porque de lo que se trata es de crear una atmósfera de época. La diferencia entre un escritor y un director de cine es que el escritor tiene que hacerlo todo. El director tiene escenógrafos que a su vez tiene carpinteros, y tiene asesores históricos que investigan la época. La escritura está obviamente hecha de palabras y los lenguajes son importantes para definir la calidad del relato. A mí siempre me fascinó el lenguaje de los novelistas rusos, como lector de Chéjov y Dostoyevski quedaron en mi memoria desde la adolescencia términos como las unidades de medida verstas y desiatinas.
P. ¿Quiénes han sido sus mayores maestros literarios?
R. Eso depende de cada novela, pero yo nunca me aparto del Quijote, no me aparto de Cervantes por el libre sentido de aventura que tiene. Cervantes construye los itinerarios en base a la sorpresa y a que en cada vuelta del camino haya una aventura esperando. Esta novela está construida así, con un viaje salpicado de episodios sorpresivos. En este tipo de escritura para mí es esencial otra novela heredera de Cervantes como Tristram Shandy [de Laurence Sterne, publicada entre 1759 y 1767] o el desparpajo que tiene Tom Jones [Henry Fielding, 1749], una novela en la que uno puede esperar cualquier cosa, o un escritor muy libre e innovador como Machado de Assis y su novela Memorias póstumas de Blas Cubas, que comienza a ser narrada por un muerto hablando con los gusanos. Este tipo de libertad que parece experimental hace que el relato valga la pena.
P. ¿Está al tanto de lo que escriben hoy generaciones más jóvenes a la suya? ¿Quién le interesa especialmente?
R. Sí. Lo que pasa es que me aturde la cantidad de escritores que van saliendo. Me gusta saber lo que están haciendo los jóvenes porque la escritura es siempre experimentación, y uno desde la altura de la edad no puede decir “ya lo sé todo”. Creo que uno tiene que morir siendo un escritor que está probando siempre nuevos caminos y una de las ambiciones que uno siempre tiene es no repetirse. Hay dos cosas muy importantes para un escritor: conquistar un estilo, que no es fácil, ser reconocido por ese estilo, y, por otro lado, no quedarse estancado, no ser previsible.
P. ¿Cómo lleva el exilio?
R. Nunca he visto el exilio como una gran tragedia. La vida es un asunto de estaciones imprevistas, como mi novela. Al principio es duro penetrar una ciudad. Ahora veo desde mi ventana el Madrid que tengo enfrente, que es el del barrio de Lavapiés. Un escritor siempre sobrevive donde sea, ya sea que escriba de sus viejos recuerdos o adquiera nueva memoria del lugar donde vive, pero debe llegar a tener la capacidad de levantar los techos de la ciudad como el diablo cojuelo, y yo estoy en ese proceso de aprender a levantar los techos de Madrid.
P. ¿Le gusta Madrid para vivir?
R. Me gusta mucho, sí. Es una ciudad muy variada, muy cosmopolita, quizá Madrid es lo que fue Barcelona en los años setenta, aquí vivimos muchos escritores latinoamericanos ahora, por decenas. Es una ciudad de muchos atractivos: el teatro, las librerías, los museos…
El futuro de Nicaragua y Centroamérica
P. ¿Tiene la esperanza de volver a Nicaragua?
R. Sí, pero una esperanza no desesperada. Volveré si las circunstancias lo permiten, si no, es lo que el destino ha escrito.
P. ¿Cómo ve la situación del país ahora mismo?
R. Yo no veo soluciones a corto plazo. Yo creo que este tipo de regímenes se entronizan con raíces muy complejas que dependen de fidelidades basadas en la corrupción, en el miedo y sobreviven en las crisis económicas porque no necesitan de mucho. Son países que han sido pobres siempre y no es extraño que la gente viva en la pobreza. Y cuantos más exiliados hay, más se afianzan, porque los exiliados son productores de remesas. Ahora el 25 % del PIB del país son las remesas que los exiliados mandan a sus familias, 4.000 millones de dólares ya, desde países como Estados Unidos, España, Costa Rica. Eso les da a ellos una gran seguridad económica, en un mundo que es retóricamente hostil pero que no les preocupa tampoco porque no afecta a la vida interna que le dan al país. Hay distancia crítica de la Unión Europea y de Estados Unidos, pero eso se traduce en muy poco.
P. ¿Cree que el régimen de Ortega llegará a su fin de manera pacífica? ¿Dependerá de la propia sociedad nicaragüense o tendrá que ser por presiones extranjeras?
R. Yo creo que los regímenes autoritarios, las dictaduras, siempre tienen un fin. Es impredecible saber cómo van a terminar. Hay dictadores que mueren en su cama y entonces el régimen se disuelve de otra manera o hay un heredero que lo lleva de otro lado o hay contradicciones internas, implosiones de los regímenes… Lo que yo no veo es una revolución armada que acabe con el régimen y es una gran cosa. Parece que el país aprendió la lección de que las revoluciones armadas empeoran la situación porque solo engendran más dictaduras. Yo creo que habrá una buena salida, por lo menos es mi esperanza. Una transición democrática y que el país pueda vivir en una normalidad relativa. Que se restablezcan las libertades públicas, la libertad de prensa, que nadie tenga que estar en el exilio.
P. Cuando usted era joven y participó en la Revolución, precisamente junto a Ortega, ¿se podía usted llegar a imaginar que él se convertiría en un dictador como Somoza?
R. No, nunca. Entonces el poder estaba organizado de otra manera, era un poder colectivo, había muchos equilibrios por distintas razones históricas. Esta deriva autoritaria es muy posterior. La revolución tenía un sentido autoritario, obviamente, pero de otro tipo. Estaba concebida en la idea del partido único, la vanguardia de la revolución, pero no era de ninguna manera un régimen concebido como un régimen familiar heredable, con la mujer, el hombre y los hijos a la cabeza del poder. Eso no estaba en el panorama de ninguna manera.
P. ¿Y cómo ve el resto de Centroamérica?
R. Guatemala es una esperanza porque por primera vez hay un gobierno democráticamente electo que no pertenece a los círculos corruptos del poder tradicional del país. Guatemala es un país muy especial en Centroamérica porque sigue teniendo una organización muy feudal. Es un país donde hay un verdadero apartheid contra los indígenas. Hay una oligarquía muy voraz, ahora está metido el narcotráfico, los políticos corruptos y ahora han elegido un presidente civil, un académico que tiene que enfrentarse con esa montaña. A ver si por lo menos puede controlar la corrupción, no hacer grandes transformaciones, porque en cuatro años eso no es posible, claro, pero por lo menos darle freno a la corrupción y desempañar el vidrio y que se pueda ver qué va a pasar en el futuro de Guatemala.
»Por otro lado tenemos El Salvador, donde hay un régimen autoritario con mucho respaldo popular, Bukele tiene el 75 % del respaldo según las encuestas. Ha creado un modelo de represión contra la delincuencia juvenil, las pandillas, creando cárceles ultramodernas para meter a los culpables y los no culpables, y eso está repercutiendo en América Latina, es un modelo que está buscando copiar Ecuador. Es algo que deja atrás la idea de que la delincuencia se engendra en grandes desigualdades sociales y ahora los países pueden tener la misma estructura injusta y buscan la solución metiendo en la cárcel a los jóvenes.