Eduardo Mendoza. Foto: Iván Giménez

Eduardo Mendoza. Foto: Iván Giménez

Letras

Eduardo Mendoza: "La Novela con mayúsculas está muerta, anda por ahí como un zombi, harapienta"

Recién cumplidos los 81 y con el sentido del humor intacto, el escritor habla de cine, de escritura y hasta de cómo se enfrenta a la vejez y la muerte.

30 enero, 2024 01:27

Bienhumorado y cordial, es imposible conversar con Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) sin que a cada rato las risas interrumpan la entrevista. La diversión comienza antes, en realidad. Cuando quedamos una mañana, acepta diciendo: "Estaré roncando en mi mesa de trabajo a partir de las 10.30".

Lo cierto es que tras asegurar que no iba a volver a escribir, acaba de publicar una nueva novela, Tres enigmas para la Organización (Seix Barral), y asume lo que le espera: ruedas de prensa, radios, entrevistas... “Y ahora se suman los podcasts, instagram, en fin, cosas rarísimas que yo no sé ni lo que son. Incluso he tenido que grabar un ¿booktrailer? Y no te imaginas la vergüenza que he pasado, horrible eso de ir por la calle haciendo el tonto...”, confiesa entre risas.

Pregunta. Hace unos meses aseguró que su carrera literaria había terminado, pero ahora nos sorprende con una nueva y desopilante novela. ¿Qué ha cambiado desde entonces?

Respuesta. No ha cambiado nada. Sigo siendo un bocazas. Cuando dije aquello, lo pensaba, pero luego me di cuenta de que no podía vivir sin escribir, o de que sí podía, pero muy aburrido, de modo que empecé una novela sin propósito y sin plan previo. Y seguí escribiendo hasta que la acabé.

['Tres enigmas para la Organización', de Eduardo Mendoza: una tronchante parodia del género policiaco]

P. ¿De verdad no tenía claros desde el principio la estructura o el desarrollo de la novela?

R. No, no, nada, no tengo ni idea cada día de cómo va a continuar la historia. Yo soy mi primer lector, empiezo con una cosa y pienso que luego iremos por aquí o por allá, pero luego meto un personaje, lo quito, vuelvo atrás, rehago un capítulo, y al final acaba saliendo así. Si no haces otra cosa en todo el día y en toda la noche y te pasas un año, estas cosas salen...

P. El libro es una suerte de “más difícil todavía” con tres misterios, nueve agentes secretos, personajes que rozan la locura como el taxista o la Boni. ¿Cuál es la prehistoria de la novela?

R. No sé cómo se me ocurrió la idea. Ni siquiera recuerdo cuál fue la idea inicial. Eso me pasa en casi todas las novelas. Cuando miro atrás me veo con la novela ya empezada, y no consigo precisar el punto de partida. Supongo que se me ocurrió una situación absurda, pero muy concreta y me puse a pensar qué hacer con ella y cómo seguir. Dando palos de ciego fueron saliendo la trama y los personajes. Luego recompuse un poco el resultado, para no dejar demasiados cabos sueltos. No es un método recomendable, pero a mí me sirve.

P. Rufo Batalla, el protagonista de su última trilogía, acabó siendo muy parecido a usted. ¿Existe algún personaje de Tres enigmas para la Organización al que le haya prestado más de sí? Porque esta vez no hay un protagonista único, como sí ocurría en El laberinto de las aceitunas

R. Esta es una novela coral. Me divertía ir cambiando de personaje, e incluso con el mismo personaje ir alternando su actividad profesional y su vida privada. Ninguno es mi alter ego, pero en todos hay proyectado algo de mí mismo.

P. De todas formas, ¿comparte la creencia de uno de sus personajes (el jefe de la Organización) de que “toda vida es de una vulgaridad sin paliativos”?

R. No. El personaje que dice o piensa esa frase parodia la soledad del poder, el desencanto del triunfador. Es un personaje presuntuoso que acumula lugares comunes. Es pesimista como es tacaño, dos actitudes que suelen ir unidas. No sé si la vida es vulgar o no, porque no conozco más vida que esta y no tengo elementos de comparación.

P. Sí, pero también el taxista rezuma desengaño: “todo lo que me cuentan los clientes no es más que un saco de frustraciones, indignación y resentimiento”. ¿No cree que vivimos unos tiempos demasiado ásperos y crispados?

R. Es verdad, vivimos en una época dominada por la crítica, la queja y la indignación. Son actitudes propias de la clase media, siempre con el agua al cuello. Los pobres bastante tienen con subsistir y los ricos pasan de todo. La publicidad nos muestra un mundo maravilloso y eso fomenta la frustración y la envidia.

Eduardo Mendoza. Foto: Iván Giménez

Eduardo Mendoza. Foto: Iván Giménez

P. Le confieso que mientras leía el libro, la Organización me recordaba a la agencia de artistas que dirigía Woody Allen en Broadway Danny Rose, por su aparente incompetencia y sus locuras llenas de encanto. ¿Cómo es posible que acaben resolviendo un caso tan complejo?

R. Yo soy el primer sorprendido. La verdad es que tanto la historia como el desenlace tienen algunos agujeros. No me parece importante. Todo relato tiene una lógica propia. Si el lector acepta el juego, lo demás pasa a segundo término. Si no, no hay nada que hacer. En el cine pasa lo mismo. ¿Alguien se cree que Harrison Ford corre peligro en algún momento? Pero todos dejamos la lógica en la taquilla.

P. Es imposible leer el libro sin una sonrisa. ¿Por qué nos gusta tanto lo trágico, lo oscuro, olvidando la ternura y el encanto de personajes como Grassiela, Monososo o el jefe y su asombrosa incompetencia?

R. De todo ha de haber en la viña del Señor. A mí no me gustan las películas de terror y, sin embargo, tienen muchos adeptos. El humor también, claro. Lo que pasa es que es más fácil dar un susto que hacer reír. Me gusta que señale el elemento de ternura. Y me parece tierno que la suma de incompetencias consiga salir triunfante, aunque sea en una historieta.

P. ¿Qué queda de esa Barcelona de los años 80 y 90, cosmopolita y libertaria, que soñó con ser el nuevo París y de la que usted tanto ha escrito en sus novelas? ¿Y, sobre todo, de quién es la culpa?

R. Barcelona ha cambiado. Todas las ciudades cambian y en los últimos tiempos los cambios se han acelerado y acentuado, especialmente en las ciudades atractivas. En los años 80 Barcelona soñaba con ser cosmopolita. Ahora lo es, y ya se sabe lo que pasa cuando los sueños se hacen realidad. Del cambio hay muchas causas y alguna culpa suelta.

“Sinceramente, ya no sé cómo es Barcelona. Llevo una vida retirada y una generación más joven ha tomado la plaza”

»El procés, que es a donde creo que apunta el final de la pregunta, fue un bache, pero no creo que influyera demasiado en la inmigración, en el turismo y en la gente de otros países que se ha establecido en Barcelona por decisión propia. Por supuesto, el sueño libertario quedó atrás, no sé si para bien o para mal. Sinceramente, ya no sé cómo es Barcelona. Llevo una vida retirada y una generación más joven ha tomado la plaza.

P. Usted estudió Derecho, trabajó en un banco... ¿Cómo acabó de traductor en la ONU y que aprendió allí?

R. Fui a parar a la ONU porque allí ofrecían plazas de traductor, me presenté y me admitieron. No me gustaba ejercer la abogacía y no me gustaba la vida en España en aquella época. Estoy hablando de la década de los setenta, hoy llamada el tardofranquismo. Un rollo. En Nueva York lo pasé muy bien. La ciudad era interesante y movida y a mí siempre me ha gustado ser extranjero. En la ONU hice muy buenos amigos. Y el trabajo como traductor fue muy formativo desde todos los puntos de vista.

“Escribiendo se vive en la inseguridad, pero también en la libertad. Hago lo que me gusta y soy mi propio jefe. Un lujo”

P. Sé que no le gusta nada hablar de política, pero ¿se imagina ser el traductor de un hipotético encuentro entre Biden y Puigdemont, o entre Trump y Rufián? ¿Sería como una escena de una película de los hermanos Marx o de Juego de Tronos?

R. Prefiero no haber tenido que intervenir en unos encuentros tan improbables. Pero si se hubiera planteado la ocasión, lo habría hecho bien: sin tomar partido, palabra por palabra, sin dejar una coma.

P. ¿Y cómo fue lo de dedicarse a escribir?

R. No sé. En cuanto aprendí a leer y a escribir me puse a imitar lo que leía: cuentos ilustrados, historietas. Y ya no paré, hasta hoy. Me hice escritor, en un sentido más específico del término, cuando pensé que podía vivir de la escritura. Un paso decisivo y, en mi caso, acertado. Se vive en la inseguridad, pero también en la libertad. Hago lo que me gusta y soy mi propio jefe. Un lujo.

P. ¿Cuál es el secreto de esa supuesta naturalidad, de la facilidad de sus novelas, que esconden un trabajo riguroso y de absoluta precisión?

R. No hay secreto. Escribo y reescribo hasta que me parece que he dicho el máximo con lo mínimo. Y a veces le añado una floritura, para que me den un premio.

P. Hablando de premios, en 2025 se cumplirán cincuenta años de la publicación de novela que le hizo famoso: La verdad sobre el caso Savolta. ¿Es verdad que su título original era Los soldados de Cataluña y que tuvo que cambiarlo porque el censor de turno pensó que era una apología independentista encubierta?

R. Es cierto, y en algún sitio he publicado el informe del censor, que autorizó la publicación porque la novela le pareció tan mala que poco daño podía hacer si se publicaba. El título original procedía de una canción infantil: “Quisiera ser tan alto como la luna/ para ver los soldados de Cataluña”. Una canción monárquica, dicho sea de paso. Lo que yo quería decir con aquel título era que Cataluña se había hecho a tiro limpio. Los soldados de aquella guerra eran los anarquistas, los pistoleros, etcétera. Al final cambiamos el título y no pasó nada.

"Escribo y reescribo hasta que me parece que he dicho el máximo con lo mínimo. Y a veces le añado una floritura, para que me den un premio"

P. Lo cierto es que La verdad sobre el caso Savolta se publicó en plena Transición: ¿cómo valora ahora, cuarenta años después, lo logrado en aquel tiempo, es de los que cuestionan esa etapa o es quizás la raíz de los problemas de ahora?

R. Todos los problemas de ahora vienen del pasado. Salvo una invasión de extraterrestres, el pasado es el presente en barbecho. La Transición admite muchas valoraciones. Los que veníamos de la larga noche del franquismo y vivimos aquellos años de ilusión y de incertidumbre mal podemos enjuiciarlos con frialdad. Yo todavía los recuerdo con emoción. En el lamentable balance de la historia de España, la Transición, dadas las circunstancias, es uno de los momentos de los que deberíamos sentirnos orgullosos.

P. Sí, pero ¿cree que el tiempo (o la crítica o los lectores) han sido justos con los escritores de la Transición? ¿A quién le gustaría reivindicar?

R. El tiempo no es justo ni injusto con los escritores. Los gustos cambian, las modas pasan. Lo bueno dura, lo malo se queda en la cuneta.

P. A estas alturas de su carrera, Premio Cervantes incluido, ¿qué le queda por escribir, cree que puede superar lo ya logrado?

R. Nunca me he planteado la escritura como una carrera. Cada libro es un libro. Si hago balance, pienso que ha habido de todo y que más ya no haré. Pero predecir el futuro es una mala idea.

“Todavía recuerdo los años de la Transición con emoción. Es uno de los momentos de los que deberíamos sentirnos orgullosos”

P. ¿Cuál es su novela favorita (no digo la mejor, sino la que prefiere)?

R. Voy cambiando. A veces me inclino por una, a veces por otra. Hoy tal vez elegiría El año del diluvio, una novela breve y algo excéntrica en el conjunto de mis libros. Pero dentro de un mes quizá elegiría otra. Nada me obliga a ser consecuente.

P. ¿Qué importancia ha tenido y tiene el humor en su obra?

R. El humor es parte de mi obra. No sabría escribir en otra clave. Forma parte de mi manera de ver la realidad y, por lo tanto, de mi manera de contarla. Además, me proporciona una distancia que me permite abordar la realidad de un modo menos riguroso, más intuitivo.

P. Y hablando de novela, ¿realmente cree que está muerta?

R. Se siguen escribiendo novelas, algunas muy buenas. Pero La Novela, con mayúscula, muerta está. Anda por ahí, como un zombi, harapienta, polvorienta y con riesgo de ser devorada por el colectivo de los académicos. Este diagnóstico no tiene nada de apocalíptico. Se sigue escribiendo y leyendo, como siempre, o quizá más. El debate es bizantino.

“El tiempo no es justo ni injusto con los escritores. Los gustos cambian, las modas pasan, lo malo se queda en la cuneta”

P. Por cierto, ¿aún sigue escribiendo de pie, como Hemingway o Marsé, en un pupitre?

R. El pupitre sigue ahí, pero las cervicales, las dorsales y las lumbares no facilitan su uso. Sigo escribiendo a mano y con pluma estilográfica, pero más rato sentado que de pie.

P. ¿Tiene entonces una rutina de trabajo clara, es decir, prefiere escribir por la mañana o por la noche, escucha música, prefiere el silencio?

R. Trabajo todos los días. Por la mañana, si no surge un obstáculo. Por la tarde sigo pensando. Y por la noche. Cuando uno escribe solo está pendiente de eso y de nada más. Música mientras escribo, jamás. No puedo hacer dos cosas al mismo tiempo.

P. ¿Y da a leer lo escrito a algún amigo?

R. No, solo dejo leer lo que he escrito cuando ya lo doy por terminado. Nunca antes. Es más, guardo el manuscrito bajo llave. Por si entra un ladrón y se pone a leer lo que he escrito.

P. Hace poco participó en un homenaje a Serrat: ¿es consciente que para los lectores usted juega un papel parecido, que forma parte de nuestra educación literaria y sentimental?

R. Somos casos distintos, pero algo tenemos en común. Algunas novelas mías han sido y siguen siendo lectura obligada o recomendada en la enseñanza oficial, de modo que conmigo se ha iniciado mucha gente a la lectura. En mis encuentros con lectores, muchos me dicen que conmigo se aficionaron a leer, y alguno se inició en la escritura. No entraba en mis planes, ni siquiera en mis fantasías, pero es un hecho que me produce una gran satisfacción. Sin modestia diría que orgullo.

“A partir de una edad, la vejez y la muerte no son temores, sino certezas. No me hacen ninguna gracia, la verdad”

P. ¿A qué le teme más, a la vejez o a la muerte?

R. A partir de una edad, la vejez y la muerte no son temores, sino certezas. No me hacen ninguna gracia, la verdad. Pero hay que vivir y vivir sin dar la lata al prójimo, así que procuro adaptarme a la vejez y no pensar mucho en lo otro.

P. En esta novela, el jefe de la Organización dice no ver cine en las plataformas. Y usted, ¿va a las salas, a los teatros?

R. A diferencia de ese personaje, tengo varias plataformas y paso mucho rato yendo de una a otra sin ver nada concreto, como todo el mundo. También voy al cine unas dos veces al mes, y al teatro. Pero no estoy muy al día.

P. Sí, y ¿qué le parece esa nueva ola de cine español dirigido por espléndidas cineastas, muchas de ellas catalanas? ¿Cuál y por qué sería su favorita?

R. Sé que hay una generación joven, especialmente de directoras, muy buenas. He visto algunas películas que me han parecido excelentes. Pero suelen ser de tema familiar y/o rural, dos temas a los que no soy especialmente aficionado.

P. ¿Y a los jóvenes narradores en catalán y en español los lee? ¿Quiénes le interesan más?

R. Algo leo, sí. No mucho. Quiero decir que leo poca novela. Más, otras cosas. Por suerte, la hipertrofia editorial me permite claudicar de cualquier empeño de estar al día sin mala conciencia. Me he quedado muy atrás. Lo siento.

Narrador, dramaturgo y ensayista, Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) se licenció en Derecho en 1965 y trabajó en la asesoría jurídica del Banco Condal. En 1973 se marchó a Nueva York como traductor de la ONU. Debutó como narrador en 1975 con La verdad sobre el caso Savolta, galardonada con el Premio de la Crítica. Después vendrían El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982). En 1983 regresó a España, y en 1986 publicó La ciudad de los prodigios, adaptada al cine por Mario Camus. Tras obtener el Premio Planeta en 2010 por Riña de gatos, en 2016 conquista el Premio Cervantes.