Ha fallecido Alice Munro, la autora de Demasiada felicidad (2009), que le valió el Premio Nobel de Literatura en el 2013, o El amor de una mujer generosa (1998), o ¿Quién te crees que eres? (1978) y así hasta 14 volúmenes de deliciosos cuentos donde recrea los sueños y anhelos, los miedos y sinsabores de las mujeres de su Ontario natal.
La inmensa mayoría de ellos acontecen en el Condado de Hurón, situado en el sudoeste del estado canadiense, y recogen con vocación casi periodística la cotidianidad de la pequeña población de Wingham donde nació la autora en 1931. Durante años se empecinó en negar repetidamente que las localidades de Walley, Carstairs, Logan, Dalgleish, Jubilee… que aparecen en su obra, fueran recreaciones de Wingham; algo que de forma más o menos velada terminaría por admitir.
Comenzó a escribir en su adolescencia, pero no sería hasta 1968 cuando publicó su primera colección de relatos, Danza de las sombras. En total, es autora de más de 150 cuentos; pero más importante que la cantidad es la calidad, siendo reconocida como una destacada virtuosa del relato breve -"la Chéjov canadiense" es considerada por muchos-, con un "estilo claro y de un realismo psicológico" en palabras del comité sueco.
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En las entrevistas le incomodaba de manera especial que se relegara el cuento respecto a la novela, y afirmaba con determinación y convencimiento que "no considero en forma alguna que la novela vaya un paso por delante de los cuentos".
Sus relatos tienen un cierto sesgo regionalista emulando la ficción de Willa Cather, Eudora Welty o Flannery O´Connor. Como ellas, también Munro logra trascender cuanto de ficción convencional tiene el localismo, con personajes y argumentos que presentan una complejidad psicológica, una riqueza sociológica, comparable a los mejores cuentos de Faulkner, Hemingway, o Katherine Ann Porter. Sus personajes, pese a no verse expuestos a situaciones límite, deben afrontar y resolver toda una suerte de dilemas, de espinosas situaciones, de compleja resolución.
Recupero el volumen de su última publicación en español, Mi vida querida (2012), recopilatorio de historias ya publicadas en The New Yorker y llama mi atención las anotaciones que encuentro en el relato "Voces". Se trata de un cuento típico de la autora en el que la niña protagonista acompaña a su madre, todavía joven, a un baile rural porque al padre no le gustan ese tipo de reuniones festivas.
A primera vista pensamos encontrarnos ante una narración en la más pura ortodoxia costumbrista; sin embargo, no tardamos en descubrir la complejidad de una historia sustentada en las rígidas normas no escritas de las pequeñas comunidades. "Creo que si estuviera escribiendo ficción en lugar de recordar algo nunca le habría regalado ese vestido. Una especie de publicidad que no necesitaba", escribe al referirse a una de las asistentes al baile que la tiene totalmente cautivada.
Más allá del realismo y lo rural
Las más prestigiosas antologías suelen catalogarla bajo el epígrafe de "realismo social", y debo reconocer que no les falta razón, pero ciertamente sus intereses literarios trascienden, van mucho más allá del mundo rural, de las claustrofóbicas pequeñas comunidades en las que acontecen sus cuentos. Los suyos son un eslabón más en la cadena que se inicia con Nathaniel Hawthorne, continúa a finales del mismo siglo Mark Twain, y continúan en el siglo XX Sherwood Anderson y John O'Hara.
Sus cuentos representan un reto para el lector en tanto en cuanto se confronta el idílico paraíso rural con la realidad de quienes lo habitan, tal como hiciera John Steinbeck en el volumen Las praderas del cielo (1932). Se trataría de un cuestionamiento de los valores morales, de denunciar cómo las tradiciones ocultan bajo el colorido envoltorio un mundo que agobia y oprime; en especial para las mujeres, relegadas al papel de sujeto pasivo en un mundo de costumbres ancestrales.
['Danza de las sombras', de Alice Munro: cuentos para mujeres rebeldes]
En buen número de relatos, como el referido "Voces", las narradoras suelen ser niñas que se ven expuestas a un mundo de tintes bipolares que difícilmente logran comprender. De forma unas veces intuitiva y otras explícita, estas protagonistas experimentan una suerte de horror existencial al comprobar que la realidad no es unívoca ni homogénea. Bien al contrario, si algo caracteriza a los acontecimientos diarios, son los distintos niveles interpretativos, pues lo que es válido para la comunidad, puede o no serlo para la familia, y siempre será cuestionado por la protagonista.
Munro se crecía en cada nueva colección de relatos tanto en la forma como en el fondo. La aparente simpleza narrativa de los cuentos encerraba un trabajo, una complejidad técnica extraordinaria -escribía y reescribía continuamente sus historias, alguna de ella hasta en ocho ocasiones-. Resulta ciertamente sublime su capacidad para la yuxtaposición de escenas, y cómo maneja el tiempo y el espacio.
Pero incluso más encomiable es el componente emocional con que caracteriza a sus personajes. Como si nos llevara al borde de un precipicio, somos los lectores quienes en última instancia debemos decidir sobre el destino, sobre la salvación o condena, de sus heroínas.