En el ya lejano 1983, Michael McDowell, joven escritor y guionista perteneciente a la “nueva ola” de la literatura fantástica y de terror anglosajona del momento, publicó en forma serializada seis novelas que narran la extraña historia de la familia Caskey, en el pueblo de Perdido, Alabama.
Extraña porque, a través de las páginas que describen el ascenso y fortuna de uno de los clanes madereros de la región, a lo largo de la posguerra, la Depresión, la Segunda guerra mundial y el boom económico, se entrelazan sus intrigas familiares, históricas y románticas con un fuerte elemento sobrenatural que recibe un curioso tratamiento, integrándose de forma orgánica con el resto de la trama, sin reclamar protagonismo especial.
Esta sutil mezcla de géneros pero no de estilos, con acento del profundo sur, convierte la saga de Blackwater en un ejemplo singular de gótico sureño, pero también en una perfecta fusión de novela de terror con soap opera, culebrón familiar o como queramos llamarlo, a imagen y semejanza de las populares novelas-río (nunca mejor dicho) de mediados del siglo XX. Un formato heredero del folletín decimonónico al que McDowell supo insuflar nueva vitalidad al introducir personajes y situaciones fantásticas, de resonancias míticas.
Es posible que fuera precisamente este atrevimiento, que el autor convierte en fondo pero también en forma (impuso a su editor publicar la serie en seis volúmenes, uno cada mes, rescatando así la tradición de la novela por entregas), lo que hiciera que Blackwater no resultara precisamente una de sus obras de más éxito, en un momento en que el terror era sinónimo de nombres como los de Stephen King, Peter Straub, Dean R. Koontz o Clive Barker.
El propio McDowell se apartaba en buena medida de sus anteriores novelas, la mayoría también dentro del Southern Gothic pero claramente inscritas en el modelo del thriller de horror, como Cold Moon Over Babylon (1980) o The Elementals (1981). Quizá por eso ahora, más de cuarenta años después de su publicación original, ha encontrado a su lector ideal.
Novela popular
En un siglo XXI que McDowell, por desgracia, no llegaría a conocer, donde el formato favorito de la cultura popular son las series de televisión o, mejor dicho, las series a secas (ya no necesitan la televisión para existir), es inevitable, por irónico que resulte, que sean las novelas por entregas, el clásico novelón serializado, las que recuperen ocasionalmente un masivo público lector.
Más de cien mil ejemplares vendidos, un constante comentar, recomendar y reseñar en redes sociales y clubes de lectura, más un boca a oreja imparable, no pueden ser solo producto (que también) de una ingeniosa campaña comercial por parte tanto de Blackie Books en nuestro país, como de Valancourt Press, la exquisita editorial de Virginia que ha reeditado a McDowell en Estados Unidos, siguiendo una inteligente política de rescate de obras olvidadas o menospreciadas en su día, especialmente dentro del género fantástico.
No existe publicidad que pueda convencer a miles de lectores de toda clase y condición a la vez que a una crítica literaria “seria”, que se ha volcado en cantar las excelencias de Blackwater. Sin embargo, la mayoría de glorias y loores a la saga pasan también por lo que es el signo de estos tiempos: la impostura intelectual.
Las comparaciones elevadas por los críticos y prescriptores del gusto actuales entre la saga de McDowell y otras obras literarias supuestamente afines conforman un género en sí mismo, más fantástico y delirante que cualquier novela.
García Márquez, Nabokov, John Steinbeck, Joyce Carol Oates, John Crowley y, sobre todo, un omnipresente William Faulkner, están en boca de todo crítico al hablar de Blackwater, como si citarlos supusiera generar automáticamente una identidad entre estos y McDowell. Identidad que, en la mayoría de los casos, se limita al más superficial de los análisis: que estamos ante una saga familiar que transcurre en el sur, que mezcla realidad con fantasía, retratando un extenso periodo temporal con personajes corales. Casi la mitad de la historia de la literatura americana, si no más.
Pero nadie dice las palabras mágicas que han convertido la resurrección de Blackwater en éxito: que se trata de pura y dura novela popular. De la mejor, tan elegante como comercial. Escuchemos lo que tiene que decir al respecto el fantasma de McDowell:
“Soy un escritor comercial y me siento orgulloso de ello. Escribo para la gente de hoy. Escribo cosas para que sean puestas en el escaparate de las librerías el mes que viene. Y creo que eso es importante. Creo que es un error tratar de escribir para el futuro. Dudo seriamente que vaya a quedar nadie aquí dentro de cien años. Pero si hay alguien, no hay forma de saber qué es lo que estará leyendo. Tiendo a pensar que se leerá a los buenos escritores, pero más importante aún, a los escritores que son característicos. Verán en ellos cosas que nosotros no vemos. Verán lo que era más significativo de los ochenta (…)”.
“Leerán también suspense o humor que les enganche. No creo que estén leyendo los libros escritos ahora por sus autores con intención de seguir siendo leídos dentro de cien años. Eso es un terrible error (…), creo que los escritores que la gente estará leyendo dentro de cien años son los que la gente quiere leer ahora”.
La extensa entrevista que McDowell concedió a Douglas E. Winter para su libro Faces of Fear (1985) sorprenderá posiblemente a muchos de sus actuales exegetas por sus gustos e influencias admitidos voluntariamente: Eudora Welty, la gran escritora sureña de relatos (aunque ironiza que a ella probablemente no le haría mucha gracia saberlo) y, por supuesto, Lovecraft.
Pero Lovecraft en una época en la que aún era marginado y criticado duramente por su estilo, además de otras lecturas favoritas como los cómics de La Pequeña Lulú, creados por Marjorie Henderson Buell en 1935. Por otro lado, el guionista de Bitelchús (1988) dividía sus pasiones cinéfilas entre los clásicos mudos de Erich von Stroheim, el cine de terror japonés y la serie B más tirada, de los luchadores enmascarados mexicanos hasta Asesino invisible (The Car, 1977).
Lo más interesante es, sin embargo, su pleno rechazo hacia una literatura experimental y pretenciosa, consiga o no sus pretensiones: “Me enorgullece no haber publicado nunca una novela que tenga como protagonista a un escritor o un maestro de escuela. Tampoco escribo sobre artistas. Prefiero con mucho escribir sobre personas que trabajan como mecánicos o agentes inmobiliarios, gente que se dedica a las cosas más vulgares, porque creo que es más difícil escribir sobre ellas.(…). Desconfío de los escritores que hablan sobre las cosas filosóficamente…”.
¿Faulkner, Nabokov, Joyce Carol Oates? ¿John Crowley, Cormac McCarthy? Por supuesto que no. Blackwater se lee con la rapidez, fluidez y transparencia cristalina de la mejor prosa popular. Del mejor best-seller anglosajón del siglo XX. Menos pretencioso y menos obsesionado por sí mismo o por demostrar que está en una liga diferente a la del libro de bolsillo, es esta honestidad la que ha hecho que sus seis novelas que son una puedan ser leídas por todos y, muy especialmente, por los amantes confesos e inconfesos del culebrón y el melodrama, que sabe llevar a un nuevo terreno de juego metagenérico, sin renunciar a sus virtudes.
Todo ello pese a que la crítica actual necesite todavía invocar su santoral de grandes nombres de la literatura universal para justificar, lisa y llanamente, que ha disfrutado con una historia de pasiones desatadas y traiciones, ambición, violencia y enfrentamientos familiares, aderezada con espeluznantes esqueletos literalmente dentro del armario, muertes brutales y fantasía oscura.
El otro lado del río
Michael McDowell, al escribir Blackwater, no tenía en mente, creo yo, a esos grandes autores del gótico sureño que cultivaron un verbo a veces enrevesado y una escritura con muchos y complejos niveles, cercana cuando no sumergida en lo experimental. Preferir a Eudora Welty por encima de, por ejemplo, Carson McCullers o Flannery O'Connor, ya dice algo al respecto.
McDowell no juega ni pretende jugar en la liga de Harper Lee, Steinbeck o Capote, pero si hay alguien de quien se distancie estilísticamente de forma tan radical como natural es de Faulkner. Poco o nada encontraremos en las aventuras y desventuras de la familia Caskey del estilo inmersivo y el flujo de conciencia de El sonido y la furia (1929) o del “paisaje mental” de ese Yoknapatawpha County que enmarca la saga de la familia Snopes. Quien diga tal cosa o bien no ha leído a Faulkner o pretende engañarse a sí mismo y, de paso, a los demás. La cosa va más bien así: si te gusta Faulkner, puede que te guste Blackwater. Pero si no te gusta, también... y probablemente más.
Abiertamente gay, ateo y orgulloso de escribir literatura comercial, McDowell despliega en Blackwater con un estilo limpio, conciso y rápido, una estupenda combinación de tres elementos ganadores, aunque lo hayan sido a largo plazo. De un lado, la soap opera sin prejuicios. De otro, la irrupción de lo sobrenatural. Y, finalmente, pero no menos importante, la utilización de arquetipos universales profundamente grabados en el imaginario colectivo.
La familia Caskey, sus bodas y funerales, partos y repartos de niños, odios matriarcales y episodios de violencia, romance y ambición, hunde sus raíces, sin duda, en cierta tradición de la literatura del sur en particular y de la estadounidense en general. Pero la escrita por los olvidados autores de best-sellers del siglo XX, esos que han quedado “al otro lado del río”, ignorados cuando no vilipendiados por la crítica.
Blackwater tiene el aroma de las sagas familiares sureñas del escritor Frank Yerby, como Roble claro (1958), La verde mansión de los Jarrett (1963) o, especialmente, su best-seller Mientras la ciudad duerme (1946), la primera novela de un afroamericano que vendió millones de ejemplares, llevada al cine al año siguiente por el genio del melodrama John M. Stahl: Débil es la carne (The Foxes of Harrow, 1947).
Posee el estilo directo, el trazado de personajes y situaciones funcional de Frank G. Slaughter en épicos dramas sureños como Sangaree (1948) —también llevado a la pantalla por Edward Ludwig: La mansión de Sangaree (1953)— o Tempestad de pasiones (1950), por citar dos ejemplos. Ni siquiera estamos muy lejos del mundo de la familia Hammond y su plantación de Falconhurst, en la misma Alabama, protagonistas de la larga saga iniciada por Kyle Onstott con su novela Mandingo (1957), llevada al cine en 1975. Si bien aquí es la esclavitud en el siglo XIX, descrita con sádica delectación, la protagonista.
Por las páginas de la novela-río de McDowell brillan retazos de los campos petrolíferos de Gigante (1952), película y novela de Edna Ferber, pero, sobre todo, de la obra maestra coral de la soap opera literaria, cuya influencia se extiende de Robert Bloch a Stephen King y David Lynch: Peyton Place (1956), de la escritora de nombre inolvidable Grace Metalious (seudónimo de Marie Grace DeRepentigny, que tampoco está nada mal). Favorita de John Waters, llevada al cine y la televisión, su huella es indeleble, por mucho que su pequeña ciudad de provincias se encuentre en Nueva Inglaterra y Perdido esté en Alabama.
Mientras Blackwater se publicaba por entregas en 1983, el año anterior aparecía una de las mejores novelas de la también trágicamente malograda Virgina Cleo Andrews: Mi dulce Audrina (1982). La autora de Flores en el ático (1979) y sus continuaciones inmediatas, fallecida en 1986 y reificada por su familia como una suerte de industria literaria fantasmática, al encargar a un escritor-fantasma, Andrew Neiderman, que siguiera elaborando secuelas de sus obras con la marca registrada de V. C. Andrews, une también de forma brillante el horror gótico y la saga familiar, el romance y el misterio, con un tono más sombrío y oscuro que el de McDowell, pero dirigiéndose a idéntico público lector.
Entrevistada también por Douglas E. Winter para el mismo libro que el autor de Blackwater, algunas de sus declaraciones podrían ser casi intercambiables: “Creo que cuento historias tremendamente buenas. Y no me desvío de ellas con demasiado material descriptivo (…). Cuando leo, si un libro no mantiene mi interés en qué sucederá a continuación, lo pongo boca abajo y no lo acabo. Así que no pienso permitir a nadie que ponga boca abajo y deje sin terminar uno de mis libros. Mi estilo es de lectura rápida.”
McDowell está mucho más cerca de V. C. Andrews que de Faulkner, tanto como esta se halla lejos de los críticos que alaban hoy al primero e ignoran o insultan a la segunda. Quizá, solo hasta el día en que sea reeditada por Blackie Books, Valdemar, La biblioteca de Carfax o Impedimenta.
Gótico feérico
La mayoría de las sagas mencionadas comparten con Blackwater no solo la ambientación sureña, sino también una estructura clásica, cierto aire coral, el hecho de abarcar un periodo histórico amplio y reconocible, así como el tejer y destejer un tapiz entreverado de romance, misterio, costumbrismo, violencia, intriga y sexo. También comparten un estilo literario sin pretensiones, funcional y conciso. Ese estilo “artesanal” que amaba McDowell y convierte su serie en lo que los anglosajones llaman un page-turner. Accesible para cualquier lector.
Sin embargo, el gran acierto de Blackwater es introducir en su esencia de culebrón lo sobrenatural y literalmente espectral, de forma sencilla y natural. No se trata, sin embargo, del “realismo mágico” de Márquez, Carpentier, Vargas Llosa o Mujica Lainez (aunque comparta algo con este último). Es más bien un logro propio: naturalizar lo legendario dentro del “realismo”. Unificar el mito ancestral con la modernidad o, al menos, con cierta modernidad pop.
La historia de la rica familia Caskey, del pueblo de Perdido, Alabama, junto a los ríos Blackwater y Perdido, es una puesta al día de la leyenda del Hada Melusina —la misma que convirtiera en novela histórico-fantástica Mujica Lainez como El unicornio (1965)—, de la que parten también o a la que remiten los cuentos tradicionales de sirenas y sirenitas, dríadas y hamadríadas, rusalkas y ondinas que entrelazan sus vidas con seres humanos por amor, ambición o por ambas cosas, arrastrando con ellas la maldición de su pertenencia a dos mundos.
Elinor Caskey no es sino un nuevo avatar de Melusina, mientras los Caskey son unos nuevos Lusignan, al estilo sureño. Como Melusina y tantas de sus descendientes o parientes feéricas, Elinor traerá la prosperidad a la familia que ha elegido, pero también arrastrará con ella sus peculiares necesidades, maldiciones y pesares.
Su canción de las profundidades, que resuena sobre todo en las últimas páginas de la serie, anuncia también el fin de la estirpe y el cambio de los tiempos, como la banshee irlandesa anuncia la muerte o la desgracia en la familia. El folclore universal está repleto de este arquetipo feérico.
McDowell no ahorra violencia, sangre y horror al describir los momentos en que se manifiesta el lado salvaje de Elinor, o cuando los fantasmas del pasado reaparecen de forma literal, corpórea y agresiva. Pero siempre integrándolo todo de manera sencilla, discreta, como quien no quiere la cosa, dentro del devenir del gran melodrama familiar sureño.
La íntima relación entre lo gótico y lo feérico es tan fundamental como fundacional. El cuento de hadas de ayer es el horror gótico de hoy. Pero utilizarlo dentro del contexto de la novela-río y el culebrón familiar modernos es un hallazgo personal de McDowell.
Cierto que V. C. Andrews emplea estructuras feéricas arquetípicas en sus novelas. Tanto Flores en el ático como Mi dulce Audrina remiten voluntariamente a Hansel y Gretel, Cenicienta o Caperucita Roja, y antes que ella Grace Metalious desató a su vez ráfagas de escalofriante viento sobrenatural en algunas páginas de Peyton Place. Pero mientras en todas ellas se trata de artificios metafóricos, en Blackwater estamos ante su aparición literal dentro de la realidad de la historia.
Imaginemos que en mitad de Lo que el viento se llevó o, mejor aún, de Falcon Crest, aparecieran vampiros, licántropos o duendes, pero no en el contexto de una fantasía urbana o de un mundo alternativo, ni de forma ruidosa y masiva, no. Simplemente, Angela Channing resulta ser una vampira y, de vez en cuando, además de intrigar, manejando su familia y negocios, tiene que salir de noche a succionar la vida de alguna víctima. Algo que vemos solo una o dos veces por capítulo, afectando a la trama lo mismo o menos que una caída en bolsa de sus acciones, la celebración de una boda o la aparición de un bastardo indeseado.
Esto es lo que ha hecho de Blackwater, tantos años después de la muerte de su visionario autor en 1999, un fenómeno literario en la época menos literaria quizá de la historia moderna: aunar la estructura mítica del cuento de hadas y el horror gótico con su natural descendiente, el culebrón, bien vivo en todas las series de moda. Algo tan evidente que nadie se había dado cuenta. Algo que solo la mirada gay, desprejuiciada y brillante de McDowell se atrevió a plasmar literariamente, mientras, por supuesto, los críticos miraban hacia otro lado.
Hoy, esos mismos críticos o sus herederos tienen que pedir disculpas y, como suele pasar, lo hacen insistiendo en el error. Intentando desesperadamente convertir Blackwater, una entretenida saga familiar de amor, dinero, monstruos, pasión, espectros ensangrentados y matriarcas enfrentadas como góticas drama queens de viejo melodrama en technicolor en vaya usted a saber qué obra maestra de la vanguardia o del canon de la moderna novela americana. Pero no, este no es territorio Foster Wallace, Pynchon, Auster o DeLillo, este es territorio Frank Yerby, Grace Metalious, Frank G. Slaughter y V. C. Andrews. Por fortuna.