Las islas griegas han sido desde siempre un destino de primera categoría, visitadas por viajeros, comerciantes, poetas y dioses. Hoy en día tienen la ventaja de que permanecen mucho tiempo en el mismo lugar y se las puede encontrar con relativa facilidad, aun a pesar de que la Grecia actual cuenta con más de seis mil islas.
En tiempos de Homero resultaban más esquivas, y también más peligrosas, además de que su número era aún mayor, puesto que una cantidad apreciable de ellas son hoy territorio turco.
Homero, en su Odisea, nos habla de muchas de estas islas, y con tal precisión que hay quien dice que él mismo fue marino, o que consultó a los fenicios para poder describir tan certeramente las corrientes y los vientos.
Así que nos vamos con él de viaje. Podemos acompañarle comenzando por la isla de Ogigia, situada en algún lugar a oriente del mar Mediterráneo. Se trata de una isla agradable, fértil y de buen clima, donde habita la diosa Calipso. Si le caemos en gracia viviremos a cuerpo de rey en su isla, pero hay que tener cuidado con ella, porque no distingue muy claramente entre amantes y prisioneros y podría retenernos muchos años. Eso le sucedió a Ulises hasta que los dioses decretaron su partida.
Puede ser un buen inicio para nuestro viaje, pero no todo el mundo tiene amigos tan poderosos que lo ayuden a escapar, así que se recomienda precaución.
Ulises no dejó muy buen recuerdo en la tierra de los cíclopes, y su afición por la carne humana tampoco es que resulte muy tranquilizadora
Después, si la suerte ha sido buena, podemos ir a la isla de los lotófagos, una isla de mediano tamaño, dicen que cercana a Éfeso. Sus habitantes reciben este nombre porque comen flores de loto. Los exploradores de Ulises se encontraron con ellos, y comieron de esas flores, con lo que perdieron la voluntad de regresar con los suyos y quisieron quedarse con los lotófagos, convertidos en adictos, por decirlo a la manera moderna, y Ulises tuvo que llevárselos a la fuerza.
Desde allí, propongo que nos dirijamos a la tierra de los cíclopes, gente con fama de afortunada pero un poco bruta. Sus cosechas crecen en la tierra sin necesidad de arar los campos, ni de sembrar, porque Zeus se lo proporciona todo graciosamente. No tienen ley, ni consejo, ni asamblea. No se preocupan en nada los unos de los otros y cada cual vive en su cueva con los suyos.
Cerca de su tierra hay una isla fértil y abundante, buena para el cultivo y para construir naves, pero lo más importante es que allí viven en libertad grandes rebaños de cabras silvestres, porque nadie las caza ni las molesta. Ulises, sin embargo, pensó que sería buena idea llenar su despensa con la carne de aquellos animales y salió a cazar cabras pensando que, si podía, también sería interesante robar a los cíclopes.
El caso es que la cosa no salió bien del todo, como podrá saber quien se acerque al canto noveno de la Odisea, y que ahora mismo es peligroso ir por allí, porque Ulises no dejó muy buen recuerdo, y porque la afición de los cíclopes a la carne humana tampoco es que resulte muy tranquilizadora.
En la isla flotante de Eolia, los hombres están casados con sus hermanas y son amigos de grandes festejos
Si lográis escapar del vecindario de los cíclopes podéis dirigiros a Eolia, como hizo Ulises. Esta isla no estaba por entonces muy lejos, pero no es fácil averiguar dónde queda hoy en día, porque se trata de una isla flotante. La rodea un muro de bronce y se yergue como una roca pelada.
En Eolia los hombres están casados con sus hermanas, y son amigos de grandes festejos. Son gente agradable y hospitalaria, recomendable para un descanso después de los lugares anteriores y hacer acopio de fuerzas para el resto del viaje.
No nos vendrán mal esas fuerzas si nos plantamos en Eea, una isla tranquila y poco poblada. El único peligro es encontrarse a Circe, la de lindas trenzas, hermana carnal de Eetes, y por tanto hijos ambos de Helios (el sol) y de Perses. Circe es una especie de bruja silvestre que vive con su séquito en el fondo de un bosque. Si aceptamos su invitación, gozaremos de un suculento banquete en su mansión, pero lo mejor será salir de allí antes del postre, porque Circe es aficionada a experimentar con sus huéspedes, y le encantan los hechizos. Si no somos más rápidos que ella puede convertirnos en cerdo, en lobo o en lo que se le ocurra en ese momento.
Al salir de Eea, probablemente con prisa, hay que tener cuidado de evitar la isla de las sirenas. No se sabe a ciencia cierta su localización, pero es fácil de identificar porque sus habitantes, las sirenas, atraen a los hombres con su canto y les impiden seguir su viaje, atrapándolos para siempre. Son muy peligrosas y conviene atarse a algo sólido para escuchar su canto sin ceder a su hechizo. En los tiempos de los barcos de vela, el mástil era lo más apropiado. Hoy en día, cada uno que se apañe como pueda.
Y para finalizar nuestro viaje, si aún seguimos libres y con ganas de regresar a casa, hay que superar Escila y Caribdis, también conocidas como las rocas errantes. La primera, Escila, llega al cielo con su cresta y la rodea una oscura nube que no escampa en todo el año. En medio de este escollo hay una gruta, a tremenda altura, donde vive Escila, el monstruo que le da nombre a la isla. Suele cobrarles peaje a los excursionistas comiéndose una parte de ellos. Aúlla con voz horrible; tiene doce pies y seis cabezas, cada una con tres filas de dientes espesos y apiñados.
Caribdis está enfrente, y sorbe agua y la expulsa tres veces al día, destruyéndolo todo con su furia.
Quien se encuentre con estos dos promontorios debe elegir ante cuál prefiere pasar, pero la elección se presta a muchas dudas y complicaciones.
La Odisea nos ofrece muchos más lugares para visitar, pero se requiere tiempo y coraje. El libro que ha llegado hasta nosotros sobrevivió durante muchos siglos en la tradición oral, resistiendo primero la falta de alfabeto en que escribirlo, más tarde la ausencia del espacio entre las palabras (las primeras versiones son una sucesión de caracteres sin interrupción alguna), y por último, el paso aniquilador de los siglos, las guerras, los incendios y las modas.
Homero, que hay quien postula que no es un nombre, sino un simple apodo procedente de O-me-ros (el que no ve), puede ser por tanto un poeta ciego y errante, un conjunto de personas o una memoria colectiva. Poco más sabemos de él, pero su obra aún nos invita a viajar por esas islas de cielo azul y aguas templadas, llenas de aventuras, pasiones y monstruos del mundo antiguo.