Los lectores de Annie Ernaux (Lillebone, 1940) lo saben bien: leer a la Premio Nobel francesa es como sumergirse en una historia profundamente autobiográfica, impúdica en ocasiones, descarnada siempre, pero en la que le resulta imposible al lector no sentirse retratado o al menos cuestionado, ya sea cuando escribe sobre el desclasamiento social, la relación conflictiva con los padres, los problemas con el alcohol, la violencia doméstica, los embarazos no deseados, la pasión, el aburrimiento y el fin del amor.

O la curiosidad por el sexo durante la juventud, tema central de Lo que ellos dicen o nada, segunda "novela" de Ernaux que acaba de recuperar la editorial Cabaret Voltaire en traducción de Lydia Vázquez.

Como una babosa

Su arranque es demoledor: es verano, hace un calor fundente y las clases acaban de terminar. Mientras Celeste, la mejor amiga de la protagonista, sale en secreto con un tipo del instituto, una Annie adolescente de quince años y medio languidece en casa aburrida y frustrada. Se siente "pesada como una babosa" y le gustaría quedarse dormida y despertar "cuando lo entienda todo mejor, tal vez a los dieciocho o los veinte años". Porque sí, "tiene que llegar un día en que todo se aclare y encaje".

Y ahora nada parece hacerlo: sus padres, que solo "tienen el certificado elemental", la presionan incansables para que acabe sus estudios y se convierta en profesora, es decir, para que sea lo que ellos no pudieron ser.

Y aunque en realidad no la vean, la vigilan siempre, controlan sus pasos, el padre con angustia, lleno de sospechas y de preocupación porque su niña "se va a volver loca de tanto leer", "se le va a secar la sesera", y la madre, inquieta por esa hija tan rara que con los años se ha ido alejando de ella y a la que cada vez entiende menos y peor.

Portada de 'Lo que ellos dicen o nada' (Cabaret Voltaire)

Annie, por su parte, sabe que algo va mal. Siente que "nunca será capaz de abordar ningún tema como es debido". De hecho, lo que realmente le aterra es descubrir que es "única en mi especie". Y que necesita desesperadamente descubrir cuál va a ser su futuro, buscando señales en las canciones que escucha en la radio, y que podrían estar susurrándole solo a ella qué va a pasar con su vida.

Se aburre tanto en casa que va a la biblioteca y busca una de las lecturas para verano que les ha dado su profesora: El extranjero, de Camus. Deslumbrada, se mete en el libro y no lo abandona en todo el día. Mientras su padre se enfada viéndola de nuevo ¡con otro libro!, ella solo sueña con "escribir cosas así, o vivir algo así, pero para poder escribirlo después, para que todo estuviera hecho y fuera fácil de contar, y para que todo el mundo lo supiera".

Lo devora y, cuando lo acaba, le abruma pensar que deberá pasar el resto del verano en casa, viendo la televisión. Pero todo cambia cuando un día, vagabundeando por la ciudad, se encuentra con una compañera de colegio, Gabrielle, comienzan a charlar y acaban la tarde más amigas que nunca.

Con ella comienza a ir a las ferias de los alrededores, que antes despreciaba por cutres. Allí, en los autos de choque vivirá los primeros coqueteos con muchachos y sentirá despertar en ella sentimientos y deseos insospechados.

A la deriva

Sin rumbo, como si fuera un barco en altamar a la deriva, el 18 de julio por la noche llora porque siente que el tiempo pasa y no disfruta de su juventud. Y es que, aunque piensa en los chicos del ciclomotor de la feria y en los compañeros del colegio, no hay un muchacho de verdad en el horizonte, nada en kilómetros a la redonda, y Gabrielle, su ¿amiga? lleva días desaparecida.

Cuando reaparece, "con esa mirada de gato suya, fija e inquieta", Annie descubre el porqué de su ausencia, pero no hasta qué punto su propia vida está a punto de cambiar.

Y es que mientras ella veía deslizarse las horas y se sentía culpable por despreciar a sus padres, su manera de pensar y actuar, Gabrielle había conocido a un muchacho, Mathieu, un monitor del campamento que está en las afueras del pueblo, en el castillo de Le Point du Jour.

Pero le dice mucho más: que hay otros monitores, "tres o cuatro"… El problema es que si quiere conocerlos tiene que ir en su bicicleta y sortear la curiosidad de sus padres. Al final todo resulta mucho más sencillo: Annie va a buscar a Gabrielle para ir supuestamente a la piscina, y media hora más tarde ya están en la carretera, en dirección opuesta a la alberca.

Annie se quita la blusa anticuada y esconde las gafas al llegar al campamento donde encuentran a cinco jóvenes mayores de 18 años, dos de ellas mujeres, que están contando chistes obscenos y haciendo tiempo mientras los niños duermen la siesta. Y aunque al principio no le entusiasman –"la gente en grupo siempre me parece fea"-, siente que algo ha terminado para siempre en su vida y no tarda en volver.

Y vuelve, claro, con Gabrielle y con la ropa anticuada que llevaba al salir de casa, que cambia por otra más moderna que lleva escondida antes de llegar, del mismo modo que esconde las gafas. Cuando llegan solo están Mathieu y un tipo largilucho y peludo al que llaman el Rata.

Se van al puente del ferrocarril pero cuando llegan al final Gabrielle y el Rata han desaparecido y ella está a solas con Mathieu. "Pánico. Me gustaría sentir de nuevo ese miedo, el de no poder volver atrás, pero es imposible. Gabrielle, qué le voy a hacer, sálvese quien pueda." Toda su infancia, escribe Ernaux, "corrió como un reguero de pólvora hasta ese momento [...] El futuro era una gran cama donde estábamos todo el tiempo abiertas de piernas debajo de unos muchachos muy tiernos".

Sueños blandos

Sin embargo, no es precisamente ternura lo que Annie encuentra en Mathieu, de ojos tan azules y pelo rubio y largo: "Por qué será que lo único que no prevés es la brutalidad de los chicos, la ausencia de suavidad; todos mis sueños habían sido blandos". Los primeros juegos amorosos la dejan con una sonrisa en la boca y la certeza de que ya no era una espectadora más: "Era como si mi cuerpo se me subiera a la cabeza".

Mientras siguen sus juegos amorosos, Mathieu le ofrece una visión de la vida inesperada, rebosante de compromiso con su tiempo, de violencia y acción, una juventud izquierdista y revolucionaria que Annie no podía sospechar viviendo con sus padres, que desean que estudie y prospere no para que sea más libre sino para que tenga más dinero, así que el abismo que la separa de los suyos sigue creciendo. Todo lo que él le dice le parece justo e inteligente, casi necesario.

La primera vez que tienen relaciones completas, en cambio, es casi traumática: se siente humillada, ridícula… Cuando al fin acaba todo, solo es "un vacío brutal". Pero incluso así, "volver a casa era como volver al establo".

Dispuesta a convertir, como siempre hace en sus libros, algunos momentos traumáticos -las razones de la ruptura, nuevos escarceos amorosos frustrados o el terror a un embarazo- en carne de novela, Annie Ernaux rehúye el sentimentalismo aunque sienta que "están apretando un nudo a mi alrededor".

En realidad, jamás ha dejado de sentirse así ni le ha abandonado la sensación de estar fuera de lugar en todas partes. A fin de cuentas, como ella misma escribió en La Ocupación, "siempre quise escribir como si no fuera a estar cuando publicaran lo escrito. Escribir como si fuera a morirme y no hubiera ya jueces".