"La fascinación por las historias de crímenes reales es tan antigua como la noción misma de crimen y como el gusto de contar y disfrutar de los relatos orales, pero la causa célebre, antecesora de lo que hoy llamamos true crime, surgió en el siglo XVIII y alcanzó su esplendor en el XIX", explica la profesora Rebeca Martín (León, 1977), autora de Crímenes pregonados (Editorial Contraseña).
Quizá por eso en este ensayo que rehúye el sensacionalismo y las truculencias, la profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona analiza cinco de los procesos más populares que se celebraron hace dos siglos, haciendo converger hechos históricos, recreaciones literarias, análisis jurídicos, realidades sociales de la época e incluso informes médicos y forenses. A fin de cuentas, como apuntaba Emilia Pardo Bazán, el interés de un crimen se hallaba en "su psicología, los abismos del corazón que descubre, la luz que arroja sobre el alma humana, sobre el estado social de una nación...".
Un precursor llamado Lope de Vega
En realidad, Doña Emilia fue una de las autoras que con más constancia recrearon literariamente algunos crímenes en sus novelas, cuando no les dedicaba interesantes artículos en los que intentaba desvelar no solo la identidad de los culpables o sus motivaciones más oscuras, sino que denunciaba los errores que a menudo cometían quienes debían investigarlos o juzgarlos.
Como narradora, se inspiró en el famoso asesino en serie Manuel Blanco Romasanta, el hombre-lobo gallego, protagonista de uno de los capítulos de estos Crímenes pregonados, para crear al personaje principal de su relato "Un destripador de antaño".
Tampoco fue la primera: Lope de Vega escribió El caballero de Olmedo a partir de un crimen real ocurrido en 1521; Stendhal escribió sus Crónicas italianas a partir de unos viejos manuscritos; Dumas concibió sus Crímenes célebres a partir de varios procesos judiciales de los siglos XVI y XVII, Edgar Allan Poe se inspiró en el caso de una cigarrera, Marie Rogers, asesinada en Nueva York en 1841, para escribir El misterio de Marie Rogêt (1842)... Y también, como señala la profesora Martín, "Balzac, Dickens o Dostoievski recurrieron con mayor o menor libertad a los sucesos o causas célebres como fuente de inspiración".
En el caso español, además de a Pardo Bazán hay que destacar a Benito Pérez Galdós, que se inspiró en un regicida llamado Otero para crear al Mariano Rufete de La desheredada (1881), o en el cura Galeote para dar visa a dos de los hermanos Rubín de Fortunata y Jacinta (1887).
Ya en el siglo XX, destacan, por ejemplo, Ramón J. Sender, que se inspiró en el célebre crimen de Cuenca para escribir El lugar de un hombre (1939), el mexicano Jorge Ibargüengoitia con Las muertas (1977) o Joyce Carol Oates, cuyo Zombi (1995) se basaba en el caso de
Jeffrey Dahmer.
El liberto infanticida
El primero de los Crímenes pregonados que Rebeca Martín examina es el de Romualdo Denis, "el liberto infanticida", y nos traslada de la Manila colonial de la segunda mitad del siglo XVIII a las costas africanas y de ahí a Santo Domingo, y, en palabras de la profesora Martín, "ofrece además un escalofriante relato de esclavo enfrentándonos además a un escabroso escándalo moral, por cuanto Romualdo Denis aparece a la vez como víctima y como victimario", ya que sobrevivió a la trata de esclavos, pasó de siervo a señor y asesinó con extraordinaria crueldad a sus tres hijos en 1770.
Todo empezó con la muerte de Eugenio Sarrias, un rico criollo afincado en Manila, que antes de morir liberó a uno de sus esclavos, Romualdo Denis, un joven de origen africano que desde hacía tiempo era el administrador de la casa y apoderado. Tres años después de la muerte de Sarrias, la viuda se casó con Denis, al que las crónicas describen como "cariñoso, leal y fiel agudo, galante y generoso".
Tuvieron tres hijos. Los dos mayores murieron por causas supuestamente naturales pero el menor fue secuestrado de la cuna y su cuerpo apareció enterrado cerca de la casa. Los testigos y todos los indicios señalaron al culpable: su propio padre, que en el juicio relató todos sus padecimientos como esclavo desde que fue secuestrado junto a su familia por unos negreros, y atribuyó sus crímenes a los celos por las supuestas infidelidades de su esposa, lo que permite a la autora revisar la situación legal y social de la mujer a finales del siglo XVIII, la lacra del esclavismo narrada en primera persona por una de sus víctimas, los prejuicios raciales y cómo las leyes españolas hacían frente a los infanticidios.
Un capricho de Goya
De la repercusión que tuvo en su época el segundo crimen del libro da cuenta el hecho de que Francisco de Goya le dedicara uno de sus Caprichos, el titulado Porque fue sensible, que retrata a la acusada, María Vicenta Mendieta, condenada por convencer a su amante para que matara a su marido, un comerciante llamado Francisco del Castillo.
Es incluso posible que Goya, amigo personal del poeta Juan Meléndez Valdés, que ejerció de fiscal en el proceso, conociera a la víctima, que proveía de lienzos a la Casa Real. Y es probable, subraya Rebeca Martín, que Emilia Pardo Bazán tuviera presente el crimen para idear el parricidio de La piedra angular (1891), ya que en esta novela aparece citado el discurso de acusación de Meléndez Valdés.
Tras investigar si el asesinato se debía a un ajuste de cuentas o a un robo, todo acabó señalando a la viuda, que fue detenida y acabó confesando: el asesino había sido su primo y amante Santiago San Juan, y ella, la inspiradora y cómplice. Que el crimen fuese consecuencia de un matrimonio desdichado y de conveniencia, forzado por las familias, y los malos tratos que el marido le infligía a la mujer no impidieron que los amantes fuesen condenados a muerte.
El asesino monomaniaco
El tercero de los casos examinados lleva al lector a la Barcelona de 1852. Pedro Fiol, un aduanero sin amigos ni fortuna, compró un cuchillo y acudió a una pensión de la calle Basea en la que había estado hospedado y mató a tres personas para luego entregarse en la cárcel de Reina Amalia. Al confesar su crimen, Fiol habló de voces que le empujaban a vengarse de aquellos que creía firmemente que se burlaban de él y eran culpables de su desdicha.
Con todo en contra, pudo librarse de la pena de muerte gracias al concepto de monomanía, desarrollado por el médico y ensayista Pedro Mata, pues se demostró de manera convincente que el acusado no era dueño de sí mismo cuando cometió los asesinatos. Fue además la primera vez que se utilizó el concepto psiquiátrico de la monomanía (que no psicopatía) en un tribunal español.
Romasanta, el hombre lobo
Manuel Blanco Romasanta es nuestro cuarto matarife, el más célebre de cuantos se pasean por las páginas de Crímenes pregonados. Autor confeso de trece asesinatos durante el siglo XIX, este buhonero gallego, que a diferencia de la mayoría de sus vecinos sabía leer y escribir, engañaba a sus víctimas diciéndoles que tenía noticia de un trabajo para ellas en otra localidad y las mataba en el camino, haciendo desaparecer sus restos y revendiendo sus posesiones, a veces cerca del mismo pueblo donde las había engañado.
A pesar de ser uno de los primeros asesinos en serie españoles de los que se tiene noticia, no fue ejecutado al considerarse que se trataba del único caso documentado de licantropía clínica. Conocido como El Hombre Lobo de Allariz, se le consideraba una representación real del sacamantecas o del hombre del saco, pues se suponía que tras sus crímenes vendía el unto o grasa de sus víctimas en Portugal, como remedio para numerosos males. Finalmente, murió en una cárcel de Ceita en 1863, víctima de un cáncer de estómago. Jamás se supo el número real de sus víctimas.
Su caso además inspiró a numerosos escritores (Carlos Martínez-Barbeito, Alfredo Conde, Laia Abril, Emma Pedreira), y a cineastas como Pedro Olea ( El bosque del lobo, 1970) y Paco Plaza (Romasanta. La caza de la bestia, 2003).
Un artista feminicida
El último caso es el de Juan Luna Novicio, un pintor hispano-filipino que a finales del XIX asesinó por celos a su mujer y su suegra en París, y resultó absuelto al ser considerado un crimen pasional y por tanto justificado. Además de convertirse en un símbolo de la lucha anticolonial, Luna fue el primer pintor filipino con proyección internacional, premiado en París en el salón de 1886 con medalla de oro de tercera clase.
Emilia Pardo Bazán escribió en la prensa sobre "El caso del pintor Luna", protestando porque los asesinatos iban a quedar impunes; este replicó rápidamente, sin que lograse amedrentar a la escritora gallega, que le respondió de inmediato con un artículo titulado "Los crímenes pasionales". Porque de eso se trataba: el asesinato múltiple estaba justificado si el marido sospechaba que su mujer le era infiel, pero además, como subraya Rebeca Martín, el juicio y la subsiguiente exoneración de Novicio se convirtieron en un símbolo de resistencia contra el colonialismo, mostrando la interconexión entre lo personal, lo político y lo opresivo.