A Jean-Paul Enthoven se le partió el corazón durante un partido de tenis. Le ocurrió mientras jugaba con uno de aquellos amigos "narcisistas" de los que le gusta rodearse, con los que "la vida es divertida y egoísta". Nacido en Argelia, residente en París, forma parte de aquellas esferas intelectuales parisinas desde las que puede opinar de todo con solvencia y comodidad.
No acabó tendido en la tierra batida por haber perdido una bola de break. Tampoco por haber cometido una doble falta en el saque. Aquel accidente cardiovascular fue, sin embargo, resultado de un desgaste gradual en el que, tirón a tirón, su corazón se fue resquebrajando conforme la vida le propinaba una serie de golpes que, según él, fueron haciendo mella en su salud hasta aquel momento fatal en la pista.
El primer golpe fue una decepción amorosa: se rindió en cuerpo y alma ante la mujer equivocada y como recompensa tuvo dolor, mucho dolor. Cuando ella se marchó sintió cómo le dejaban el pecho abierto, "como a un pichón", recuerda él. Su corazón, seriamente maltratado, seguía latiendo, pero ya a duras penas.
Tampoco le hizo bien otra decepción. Esta, al contrario de aquella mujer, no se la esperaba. Su hijo mayor, en el que se veía reflejado, publica un libro, en gran medida autobiográfico. El padre no sale bien parado. Jean-Paul se asoma por la mirada de su primogénito para verse a sí mismo y la imagen que aquellos ojos le devuelven le genera repugnancia.
Como resultado, las fibras del miocardio se deshilachan lentamente, sin apenas percibir el rasgado, silencioso pero fatal. Cuando el sonido amortiguado de la pelota le anuncia la llegada de aquella felpa verde nuclear, el último hilo con el que se sostenía la salud de su corazón vapuleado se parte en un estallido como el de un cable de alta tensión.
Las consecuencias del accidente cardiovascular son varias. En primer, lugar un traslado de urgencia al hospital. Gritos, aspavientos de su amigo y una ambulancia diligente en la que le ofrecen unos primeros auxilios que tienen como fin que su ventrículo vuelva a funcionar.
En segundo lugar, una cirugía, también de urgencia, en la que se trata de atajar el asunto cardiovascular con la mayor premura. La sangre tiene que seguir bombeándose, no puede quedarse cuajada en cualquier rincón. A Jean-Paul le abren la caja torácica por segunda vez después de que lo hiciera aquella mujer y le retocan el corazón. Después de unos días de convalecencia en el hospital, le prometen, podrá seguir dando algún que otro raquetazo.
La tercera y última consecuencia, o quizás secuela, es la publicación de Las razones del corazón (Vegueta ediciones). A caballo entre la autoficción y la crónica hospitalaria, vivisecciona su trayectoria vital y la expone como un historial clínico desde el que intenta comprender el derrumbe de su corazón.
Pregunta. ¿Cree usted que es posible que a uno le partan verdaderamente el corazón?
Respuesta. Sí, por supuesto. A uno se le puede romper el corazón por una pena de amor, por una emoción demasiado intensa, por una pérdida, un duelo, una angustia repentina...
»Lo afirmo convencido porque eso es lo que me sucedió tras un conflicto con mi hijo... Me traicionó, o, al menos, yo interpreté su actitud como una traición, aunque ahora he relativizado todo aquello. Estaba tan alterado que mi accidente cardíaco ocurrió poco tiempo después.
P. Al escucharlo, parecería que se puede pasar de un dolor emocional a un problema fisiológico...
R. Sí, estoy seguro de ello. La medicina occidental está muy retrasada en el estudio clínico de los vínculos entre la mente y el cuerpo. Por el contrario, y solo por dar un ejemplo, los médicos japoneses han estudiado durante mucho tiempo lo que llaman el síndrome de Tako-tsubo, es decir, el "síndrome del corazón roto", que tiene todas las características de un ataque al corazón, pero es provocado por una emoción demasiado intensa. Es lo que cuento en mi autoficción.
P. Repite en varias ocasiones en el libro la teoría del médico al que llama "la Gran Eminencia", que asegura que, una vez que se le ha movido el corazón, la esencia del hombre cambia. ¿Usted ha notado algún cambio? ¿Sigue siendo el mismo Jean-Paul?
R. De alguna manera, todo individuo cambia, y cambia radicalmente, en cuanto se ha acercado, aunque sea brevemente, a la muerte. Cuando la experimenta en su carne y la mira de frente tal como es: cruel, horrible e implacable... De ese tipo de viaje, evidentemente, se regresa transformado.
P. Contrapone usted la figura de Eneas con la de Edipo a la hora de abordar las relaciones paterno-filiales.
R. Así es. La mitología clásica propone dos tipos de hijos: por un lado está el famoso Edipo que, dado que su destino lo exige mata a su padre Layo, rey de Tebas, y se casa con su madre, Yocasta. Por otro lado, sin embargo, está Eneas, que huye de una Troya en llamas y llega a lo que será Italia. Allí cuida de su padre al borde de la muerte, Anquises, a quien lleva a cuestas e instala bajo una higuera, donde lo cubre de cuidados.
»Con Edipo, tenemos la figura del parricida... Con Eneas, la del hijo atento y amoroso. Freud eligió retener solo el caso de Edipo, que se ajustaba mejor a su teoría del incesto, lo que ha tenido enormes consecuencias en nuestra civilización. Si hubiera elegido la figura de Eneas, creo que muchas cosas habrían sido culturalmente diferentes. Pero quizás esté exagerando la importancia del fundador del psicoanálisis...
P. ¿Estamos obsesionados con "matar al padre"?
R. Es un lugar común... En cuanto alguien quiere reafirmarse -en política, en la familia, en una profesión, en la literatura...- se dice que quiere "matar al padre", siempre que el padre en cuestión haya tenido una cierta importancia en el campo en el que el hijo quiere destacarse. Pero eso es psicoanálisis de mercadillo, aunque a menudo sea cierto.
»Personalmente, y como ya he dicho, me inclino más a honrar las figuras paternas que han velado por mi destino, ya sea mi padre biológico o los padres sustitutos que he encontrado en mi trayectoria profesional. No sé si es una virtud o un defecto, pero estoy bastante contento de no haber olvidado nunca celebrar a los "padres" que me han ayudado a crecer.
P. ¿"Matar al padre" es rechazar nuestro propio pasado? ¿No es inevitable matarlo para evolucionar?
R. A menudo, para reafirmarse, para emanciparse, un individuo puede tener la tentación de romper con su pasado y, por lo tanto, de acabar con la "ley del padre". Esto se puede observar en la vida privada -y es incluso el tema de la obra maestra de Dostoievski, Los hermanos Karamazov- Y también se observa en la vida política, cuando un sucesor quiere terminar con la figura de quien lo aupó hasta allí.
»¿Qué es, en última instancia, la Revolución Francesa de 1789, sino la voluntad de acabar con el Antiguo Régimen, es decir, con la figura del padre, el rey, al que se le cortará la cabeza? Sin embargo, existen formas menos violentas de emanciparse...
P. ¿Como cuáles?
R. El rechazo radical del pasado es importante, sin duda, pero es demasiado simple, como las revoluciones que quieren "borrar el pasado de un plumazo". Es mucho más complejo liberarse del pasado mientras se asume. En El hombre rebelde, Albert Camus elogia las rebeliones que colocan el "consentimiento" antes del "rechazo". La auténtica confirmación de uno mismo, dice, también consiste en aceptar su pasado, digerirlo, antes de pretender destruirlo.
P. ¿No se ha visto usted tentado a rechazar su propio pasado?
R. Todo depende de lo que queramos decir con eso. Si se trata de "matar a mi padre" en el sentido literal, en efecto, eso nunca se me ha ocurrido: venero a quien me dio la vida, aunque, como muchos, tuve enormes conflictos con él durante la adolescencia.
»Pero si hablamos de rechazar un cierto pasado, el de mi infancia en Argelia, créame que no me privo de ello. Incluso acabo de publicar en Francia una novela titulada Si el sol lo recuerda, en la que expreso, por primera vez, todo el odio que me inspiraba el clima colonial de la Argelia anterior a la independencia. Crecí en esa atmósfera de odios y racismo que prevalecía en ese pedazo de Francia, y me fue necesario romper violentamente con aquello para convertirme en quien soy.
P. En su libro repite varias veces que le ha gustado siempre rodearse de amistades "narcisistas". Esa afirmación, y lo que refleja de usted mismo y de cómo ha querido afrontar la vida, me ha llevado a pensar en Fiódor Karamazov, personaje de Los hermanos Karamazov, quien dice de él mismo ser "un hombre que persigue la sensualidad", y sus cuatro hijos. ¿Tiene usted algo de Fiódor? ¿Y sus hijos de alguno de los vástagos de Karamazov?
R. Sobre el primer punto de su pregunta, es cierto: siempre he preferido la compañía de criaturas hedonistas, e incluso narcisistas, porque me gusta que me quieran, y no veo cómo un ser que no se ama a sí mismo podría amar a los demás.
»En cuanto a mi proximidad con Fiódor Karamazov, se lo dejo a su juicio... Es una comparación halagadora, pero peligrosa si he de creer en mis recuerdos. Pero voy a volver a leer esta prodigiosa novela: era el libro favorito de Freud -una vez más, él- y volveré a hablar con usted.