A comienzos de los años setenta Oriana Fallaci (Florencia, 1929-2006) era la periodista más importante, famosa y temida del mundo. Dotada de una extraordinaria lucidez, curiosa, insolente y valiente, siempre se situaba frente al poder político, económico, cultural y social. Fue también la primera italiana corresponsal de guerra y cuando comenzó a publicar sus libros de crónicas, entrevistas, ensayos y sus novelas vendió más de veinte millones de ejemplares en todo el mundo.
Incómoda por definición, era colaboradora estrella de Il Corriere della Sera, Le Nouvel Observateur, Der Stern, Life, The New York Times o The Washington Post. Quizá por eso, por su fama internacional, por la trascendencia de sus escritos, no había personaje que no quisiera medirse con ella aunque al final pudiera pagarlo muy caro.
Así, cuando en 1972 entrevistó al entonces todopoderoso Henry Kissinger, el Secretario de Estado norteamericano se definió como un cowboy solitario y admitió que la guerra de Vietnam era inútil. La entrevista, aderezada de cierto coqueteo infructuoso, produjo un verdadero escándalo mundial de manera que hasta el final de sus días Kissinger confesó que haberla concedido fue quizá el mayor error de su vida.
Tampoco el Sha de Persia, Mohamed Reza Pahlevi, esperaba encontrarse con un retrato tan demoledor como el que Fallaci trazó de él: "Su majestad esperaba de pie, en silencio y con extrema frialdad [...] Bajo sus cabellos blancos, lanosos, como un gorro de piel, se destacaba sólo una inmensa nariz…el cuerpo parecía muy frágil, tan delgado que le pregunte si estaba bien".
"He elucidado que también esta majestad sabe mentir con extraordinaria impudicia…además de que era un dictador siniestro a quien su pueblo odia…las prisiones de Irán están llena de presos políticos". Tal vez por eso, años más tarde fue la única periodista que pudo conversar con el Ayatolá Jomeini, al que retó con la mirada y con sus implacables preguntas.
Otras de sus ingenuas "víctimas", que esperaban encontrar en ella una aliado amable y pastueña y se encontraban frente a un espejo tan seductor como demoledor, fueron el líder palestino Yasser Arafat, Golda Meier, Indira Gandhi, Giulio Andreotti, Willy Brandt, Hailé Selasie, Mario Soares, Santiago Carrillo, Arthur Miller, Federico Fellini, Martin Scorsese, Clark Gable, Galtieri, la duquesa de Alba, Ali Bhutto, Muammar al Gadafi, Herder Cámara, Robert Kennedy o Sean Connery.
Mil rabias, mil interrogantes
Ella misma confesaba en Entrevista con la historia (1974) que no se sentía y que jamás podría sentirse "un frío registrador de lo que escucho y veo. Sobre toda experiencia profesional dejo jirones del alma, participo con aquel a quien escucho y veo, como si la cosa me afectase personalmente o hubiese de tomar posición (y, en efecto, la tomo, siempre, a base de una precisa selección moral)".
Se comportaba, decía, "oprimida por mil rabias y mil interrogantes" que antes de acometer a sus entrevistados "me acometieron a mí, y con la esperanza de comprender de qué modo, estando en el poder u oponiéndose a él , ellos determinan nuestro destino". Y eso sin olvidar jamás que "cada entrevista es un retrato de mí misma, son una extraña mezcla de mis ideas, mi temperamento, mi paciencia, y todo esto guía mis preguntas”.
Además, Oriana Fallaci vivió más de una docena de guerras como corresponsal. Estuvo en Vietnam, en India, Pakistán, Oriente Medio y Latinoamérica. Durante la masacre de Tlatelolco (México, 1968), recibió un balazo del Ejército, siendo una de las escasas supervivientes de la masacre. Pasó también cuatro meses de prisión condicional por negarse a revelar al Tribunal de Menores el nombre de la persona que le informó de que en la muerte de Pasolini habían intervenido varias personas.
Corría entonces el año 1977, pero en realidad a la periodista ya le daba igual qué le pasara. Su gran amor, el protagonista de Un hombre (1979) —la novela de no ficción que acaba de recuperar Alianza con la misma traducción de Vicente Villacampa que ofrecía Planeta en 2009 llevaba un año muerto tras sufrir un inexplicable accidente de coche cuando había logrado pruebas que demostraban que las relaciones secretas de destacados políticos con la Junta de militares golpistas.
Él, Alexandros Panagoulis, Alekos, (1939-1976), era un hombre de acción y un poeta. También un rebelde que luchaba abiertamente contra la dictadura militar impuesta en Grecia tras el Golpe de Los Coroneles. Acababa de salir de la cárcel en la que había pasado casi cinco años encerrado por haber intentado asesinar al dictador Georgios Papadopoulos el 13 de agosto de 1968.
Condenado a muerte por una corte militar, la presión internacional logró detener la orden de ejecutarlo y en lugar de ello fue encarcelado en una prisión militar en la que fue salvajemente torturado y de la que intentó escapar en varias ocasiones sin éxito. En agosto de 1973, después de cuatro años y medio de encarcelación, se benefició de una amnistía general concedida por el régimen militar a todos los presos políticos y Panagoulis se autoexilió a Florencia, Italia, para contribuir a la resistencia.
Poco después Oriana Fallaci y Panagoulis se encontraron para hacer una entrevista publicada en L'Europeo del 6 de septiembre de 1973. Él era diez años menor (Alekos tenía treinta años y ella cuarenta y ocho) pero surgió entre ellos un amor violento, impredecible, brutal, que solo su sospechosa muerte pudo acabar.
Quizá por eso, porque la muerte lo tizna todo en el libro, Oriana Fallaci comienza Un Hombre con la crónica del cortejo fúnebre y el entierro del héroe ¿asesinado?: "Un rugido de dolor y de rabia se alzaba sobre la ciudad, y atronaba incesante, obsesivo, arrollando cualquier otro sonido, escandiendo la gran mentira. Zi, zi, zi! Vive, vive, vive. Un rugido que no tenía nada de humano [...] A las dos de la tarde había quinientos mil, a las tres un millón, a las cuatro un millón y medio y a las cinco ni se contaban".
Era, sí, se lamenta la periodista, aquel mismo pueblo "que hasta ayer te esquivó, te dejó solo como a un perro incómodo, ignorándote cuando decías que no se dejase aborregar por los dogmas, los uniformes y las doctrinas". Y recuerda también como se intercambiaron unos anillos "sin leyes ni contratos, un día de felicidad, hace ahora tres años".
Carta abierta al ausente
En una suerte de carta abierta al amado, Fallaci recuerda el atentado contra Papadopoulos, la detención del rebelde, las torturas que sufrió, y cómo, de tanto dolor, supo mantenerse incorruptible, escribir poemas, seguir siendo quien era. También, claro, el primer encuentro ya mencionado. Y el amor.
Cuando al fin se conocen, ella no tiene ni idea de cómo es. "Nunca vi ninguna fotografía tuya. Jamás me pregunté tampoco si eras joven o viejo, guapo o feo, alto o bajo, rubio o moreno. De pronto me pregunté qué clase de tipo serías", recuerda, aunque, sin embargo, "te reconocí inmediatamente porque inmediatamente nuestras pupilas se encontraron proyectándose desde lejos, y porque aquel hombre grácil, feúcho, de ardientes ojillos negros y gran bigote que destacaba sobre la palidez enfermiza de su rostro" solo podía ser él, dueño de una "voz con la que, solo oyéndola, se perdía la paz para siempre".
Consciente del impacto que él le ha causado, intenta acabar la entrevista pronto, pues, escribe, "había algo en ti, me decía, que al mismo tiempo atraía y repelía, conmovía y aterrorizaba", pero él, con voz profunda y tranquila, derrota su precaución de inmediato: "Estás aquí, nos hemos encontrado".
El amor más peligroso
"Y fue tremendo, escribe Fallaci, porque de pronto todo estuvo claro, y comprenderlo supuso racionalizar el presentimiento que la había asaltado cuando llegó y admitir que en aquella habitación no solo se estaba desarrollando una rendición de cuentas con mis ideales escogidos y mis deberes morales [...] sino también una partida a dos, el encuentro de un hombre y una mujer impulsados a amarse con el amor más peligroso que existe: el amor que mezcla los ideales escogidos y los deberes morales con la atracción y los sentimientos".
Sin embargo, la pasión entre ellos tuvo un precio y constantes tensiones por la independencia sin concesiones que ambos necesitaban para cumplir sus destinos y las exigencias de la vida en pareja, sobre todo cuando ella queda embarazada y acaba perdiendo su bebé, experiencia tras la que escribiría su célebre y muy polémica Carta a un niño que nunca nació (1975).
Una hora feliz
No, los problemas no faltan en la pareja, sobre todo por la temeridad que él muestra a menudo, como cuando hace que ella le acompañe a buscar unos explosivos y ante el temor de la periodista a que lo detengan de nuevo, él le explica que no quiere un amor, que en ella busca a una compañera "que sea mi compañero, amigo, cómplice y hermano. Soy un hombre que lucha y lo seré siempre. Lo seré en todas partes y en cualquier caso. Incluso en el paraíso. No puedo concebir una manera distinta de vivir y morir". Si quiere seguir a su lado, tendrá que aceptarlo así, sin condiciones. Y lo hace hasta que el extraño accidente de automóvil, ya mencionado, acaba su vida.
Años después ella explicaría lo que había supuesto Alekos en su vida, el valor absoluto que le otorgaba: "Había dos personas que me importaban más que mi propia vida: mi hombre y mi madre. Y los dos murieron, uno detrás de otro, en ocho meses".
Fallaci no le olvidó jamás, tanto que cuarenta años después de su muerte, en su libro póstumo El miedo es un pecado (2016), podemos leer una carta en la que le da las gracias por existir, por haber vivido, "por haberme regalado veinticuatro horas nobles y una hora feliz. Veinticuatro horas no son muchas, normalmente, para comprender a una criatura. Una hora no es mucho, normalmente, para sentir felicidad. Pero cuando, como tú, se ha aprendido a medir el tiempo sin tiempo, veinticuatro horas pueden ser suficientes para comprender".