Atenas, Grecia

Aunque íntimamente ligado a la actualidad, de la que opina sin reparos y no deja a nadie nunca indiferente, Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) es un hombre de otro tiempo. No un cascarrabias de los que piensan que cualquier pasado fue siempre mejor, pues las canas de su barba testimonian la intensidad de una vida marcada por sus años como corresponsal de guerra, en los que fue testigo de atrocidades, traiciones, venganzas…  Su manera de estar en el mundo tiene que ver más bien con valores que han perdido influencia en la conversación actual. La lealtad, el honor o la dignidad son las divisas de su filosofía vital y, en consecuencia, las coordenadas morales de su obra.

A sus 73 años, es más consciente que nunca de que todo estaba ya en los clásicos, que configuraron al escritor y al hombre que es hoy. Por eso Grecia se ha vuelto un enclave ineludible en sus últimas obras. Lo mismo que en El problema final (Alfaguara, 2023) brindaba un homenaje a la novela policiaca con una trama ambientada en una isla ficticia, allá por los 60 del siglo pasado, en La isla de la mujer dormida, su nuevo libro, se remonta a 1937 y también es una isla, esta vez de las Cícladas occidentales, el escenario donde tiene lugar la peripecia dramática.

"Necesitaba un lugar con muchas islas para contar esta historia", dice el autor mientras la brisa mediterránea le acaricia el curtido rostro frente al mar Egeo. Ataviado con un sombrero beige y una reluciente americana azul —marino, cómo no—, clava su mirada profunda sobre Salamina, cuya recortada silueta evoca milenarias batallas navales y nos interpela desde su quietud, a una moderada distancia, antes de que nuestra vista se pierda en el horizonte. "De aquí venimos todos: la democracia, las religiones, los dioses… Es como bucear en 3.000 años de historia".

Estamos en Agistri, a unas 20 millas del puerto de El Pireo, en Atenas. En pleno octubre, la deliciosa isla se ha desembarazado del turismo, que cada año cumple con su rito de invasión en los tórridos meses de verano. Agistri, junto a Egina, bien podría ser el trasunto de Gynaíka Koimisméni, la isla en la que se desarrolla la nueva obra del escritor y académico, donde el bando sublevado ha emplazado una base clandestina para atacar el tráfico de embarcaciones que, procedentes de la Unión Soviética y después de pasar el mar de Mármara y los Dardanelos, portan cargamentos de armas para la República.

La realidad es que en el Egeo solo hubo dos hundimientos, según cuenta el autor. Además, el nombre de la isla, que tiene forma de mujer dormida y se ubica cerca de Syros, es de nuevo inventado, lo que le permite fabular con el entorno y los personajes que intervienen: "No puedes dejar que la historia real perturbe la imaginada", asevera.

"Quienes utilizan la guerra civil como herramienta de enfrentamiento no lo vivieron y además no tienen testimonios"

Jordán, un marino mercante que "prefería la certidumbre del mar a los azares desconocidos de la tierra firme", lidera una operación bélica que depende de una lancha torpedera S-7 de 3.900 caballos. Esta acción cose el grueso narrativo de una apasionante novela de piratas marcada por un triángulo amoroso —el citado protagonista; el Barón Katelios, propietario de la isla; y su atribulada esposa, Lena Mensikov— y por la interesantísima relación que mantienen dos espías y viejos amigos que, respectivamente, sirven a la España republicana y a la de los sublevados en Estambul.

"La guerra civil se luchó en muchos sitios, pese a lo que algunos creen", recuerda Pérez-Reverte, que presume de escribir sobre el conflicto "desde la distancia". Además, "hablo sobre seres humanos en situaciones extremas, no me interesa la ideología", añade. Ciertamente, en sus novelas "la línea entre el bien y el mal nunca está clara", como indica el autor de El capitán Alatriste, al tiempo que lamenta cómo "quienes utilizan la guerra civil como herramienta de enfrentamiento no lo vivieron y además no tienen testimonios".

Arturo Pérez-Reverte pasea por la isla de Agistri. Foto: Jeosm

En todo caso, la insularidad de la novela funciona también como metáfora de una España, entonces en conflicto, que estaba a punto de quedarse desguarnecida con el estallido de la II Guerra Mundial. Pero la guerra es, decíamos, un asidero contextual, casi un pretexto para ampliar el objetivo sobre una de sus grandes pasiones, el mar, que en este caso es también cuna de la civilización occidental.

"El mar de la sangre y de la gloria, de la luz y de la sombra", como él mismo lo define, es "reflejo de la condición humana como ningún otro". "No conozco ninguna escuela de memoria histórica como el Mediterráneo", asegura el escritor, que ha preparado su novela —durante seis meses de idas y venidas— en una isla de la que prefiere no desvelar su nombre.

Pérez-Reverte disfruta mucho más la fase inicial de sus novelas que la propia escritura. Detrás de La isla de la mujer dormida hay horas de documentación ingente. El autor consultó cartas náuticas, mapas de la época, postales, fotos antiguas que localizó por internet… Y, por supuesto, revisitó las aventuras de Conrad. "Una novela es un estado de ánimo y la idea es que durante el periodo en el que la escribes los personajes no sean ajenos a ti". Pero "yo no soy responsable de lo que estos hacen", matiza.

Si al marino mercante le ha prestado su aplomo, pero también su descreimiento, y al Barón su pasión por las lecturas clásicas y esa inclinación tan suya al refinamiento y la distinción social, con Lena Mensikov ha elaborado un complejo personaje con la pasión y la venganza como ingredientes. Como él mismo recuerda, hay un tipo de mujer en todas sus novelas que "lucha, y casi siempre gana, en un mundo de hombres". Por cierto, "quien dice que soy machista no ha leído una novela mía en su puta vida", apunta. Esta vez, en cambio, esa mujer "está derrotada, no tiene una segunda oportunidad", cuenta en alusión a la historia con su marido, del que se enamoró al conocerlo y al que desprecia desde que por fin él se enamoró de ella.

"El que dice que soy machista no ha leído una novela mía en su puta vida"

"El héroe masculino no existe si no hay una mujer que lo mire", explica. Diríamos que es la mujer la que proyecta la mejor versión de un hombre, pero el Barón Katelios "no ha estado a la altura de su mirada" y ahora es Lena la que muestra su crueldad, incluso utilizando al marino como herramienta, porque "es una mujer lo bastante lúcida como para saber que el único camino es ajustar cuentas", resuelve.

La complejidad del triángulo amoroso, trama sustancial de una obra que se ocupa intensamente de las cuestiones del alma, entronca con los pilares de su ideario, siempre a la contra del buenismo torpe y del optimismo ingenuo. "Tendemos a pensar que todo tiene solución y no es verdad", sentencia. A sus años, asegura, "las esperanzas en el progreso de la humanidad se reducen". "Yo viví una Europa extraordinaria —añade—, y ahora veo que se desmorona". Sin embargo, "asistir al final de un mundo es muy nutritivo, ya no me duele tanto", dice.

En esta línea, se muestra partidario de "educar a los niños en el horror, que vean cómo se sufre", porque las nuevas generaciones "no tienen mecanismos" para afrontar que "el mundo siempre se desmorona", que "todo Titanic tiene su iceberg", que "el malo tiene como aliados a los tontos, que son los que le hacen poderoso", y "ahora hay muchos más tontos que malvados". Pero "del mismo modo que hay batallas que no tienen solución, siempre hay que librarlas", apostilla.