Zadie Smith (Londres, 1975) siempre ha sido una estrella en el firmamento literario, donde la salida de todos y cada uno de sus libros es un acontecimiento. No podía ser menos La impostura (Salamandra), una vuelta de tuerca en su regresar a la novela con una trama llena de capas ambientada en la Inglaterra victoriana, un escenario perfecto al llenarse su tiempo del tránsito inconsciente de lo antiguo a lo moderno.
La impostura, estructurada en siete volúmenes de breves capítulos, es, en realidad, un libro dentro de otro. La protagonista, Elize Bousquet, es la prima del escritor William Ainsworth, antaño más exitoso que Charles Dickens. La gloria de ese niño grande eclipsa la vida de Eliza, quien sin embargo tiene una mayor capacidad para leer las aceleraciones de la contemporaneidad, aquí espléndidas al focalizarse en el caso Tichborne, famosísimo en su época por el enredo de un muerto y rico heredero que, tras naufragar en Sudamérica, regresa entre los vivos años después, encarnado en un misterioso carnicero australiano, Arthur Orton.
Eliza fija su atención en Bogle, sirviente de los Tichborne y el más fiel adalid de la causa del supuesto redivivo, al interesarse por su pasado, lo que sacude con acierto la evolución de la novela al insertarse otro viaje a unas profundidades demasiado olvidadas, las de las epopeyas de África a Jamaica hacia la esclavitud.
La palabra tiene tanta fuerza que muchos la verán como el gran tema de impostura. La señora Touchet, siempre concernida con los más desfavorecidos, puede sentir empatía por ese sufrimiento y despistarnos, pues sus dudas surgen por cómo nadie es a ciencia cierta lo que representa, algo propulsado porque la imagen pública prevalece sobre la privada, desfigurándose las identidades.
La impostura usa muchas maniobras inteligentes para enredar al lector, deslumbrado por los cameos de Dickens o la recreación de los cenáculos literarios a mediados del siglo XIX. Todos esos fastos son tierras sólidas en un entramado que, con sutileza, rebosa zozobra desde la incerteza de esos limbos en que los monstruos se imponen antes del adiós de lo viejo y la victoria de lo nuevo.
Sé que he hablado con Zadie Smith, pero todo ha sido irreal porque nos apeteció, como forma de cambiar lo rutinario de su agenda, dialogar sobre La impostura en un taxi tras saludarnos en el hall de un hotel del centro de Barcelona, donde acordamos, por una cuestión de fluidez ante los escasos minutos disponibles, que yo haría las preguntas en italiano y ella me respondería en inglés.
En medio de ambos teníamos a Jessica, la traductora, con Claudia, la jefa de prensa, junto al conductor. El coche arrancó y empecé a disparar preguntas. El libro te hace plantear cómo una identidad formulada desde lo público siempre es una impostura. “Sí", responde, "porque sería muy poco natural ser uno mismo en el espacio público, pero claro, después está el sentimiento que el libro está destinado a la impostura”.
Charlar de esta manera, viéndonos sin vernos y concentrándonos muchísimo en ser concretos tanto en las cuestiones como en las respuestas, produce un extraño efecto. Es evidente que la impostura debe marcar a la homónima novela, pero, prosigo, desde este predominio de las identidades públicas el contrapunto es la señora Bousquet, porque desde lo privado mantiene su pureza al quedar libre de miradas, como si no existiera.
Reflexiona dos segundos y confiesa que “la señora Bousquet tiene esa identidad pura porque yo creo en la privacidad” y añade que “las personas merecen tener una existencia fuera de lo público". "Hay un caso ahora, el de la cantante americana Chappell Roan que más o menos le ha dicho al mundo que deje en paz, que necesita descansar de tanta sobreexposición", apunta la escritora. "Su trabajo es su trabajo y el resto no le importa a nadie, es una buena forma de seguir siendo un ser humano”.
Bousquet es un personaje de facetas. Una de ellas es su caminar desde la convicción pese a nadar entre incertezas, tanto que afirma, y se lo remarco a Zadie, no saber qué es ficticio y que es real.
"Esto le sucede porque es víctima del torbellino de la Modernidad", explica Smith. "Durante muchos siglos ningún ser humano se vio retratado en una fotografía, y cuando esto fue posible, hacia 1850, sólo los más adinerados podían obtener ese milagro, mientras los pobres como mucho se veían reflejados en el agua de un pozo. Digo esto porque en la época de La impostura esta modernidad empieza a sentirse. De repente todo es inmediato y los humanos pueden ser copias. Al cabo de poco las personas podían ver o escuchar a un muerto, lo que con anterioridad era algo fantasmagórico e irracional. Elize Bousquet padece esa marea sin poder captarla al completo y pese o por ello se vuelca en escribir ese presente desde la historia del negro Bogle”.
Zadie Smith se sorprende un poco con mi insistencia en torno a la señora Bousquet, oculta y por eso mismo más poderosa al llevar las riendas. En su casa todas las atenciones son para su marido, un triunfador que en vida olía a decadencia para ser la nada en nuestro tiempo. Su figura, real con pequeñas modificaciones, me recuerda a la del escritor Jean Paul, venerado en el siglo XIX y ausente de nuestro canon. En cien años todo puede desvanecerse, también lo que la sociedad tiene en su altar de axiomas casi irrefutables.
“En eso, hay dos factores que escribí en la novela", responde Zadie Smith. "El primero es que hay personas, como William Harrison Ainsworth, que de la noche a la mañana se convierten en antiguas porque el círculo del presente cada vez va más rápido. Para mis hijos los millennials no existen, son prehistóricos o como sus abuelos. En nuestra época todo va siempre más y más deprisa. Todos seremos irrelevantes dentro de un siglo, nadie está a salvo de eso. El segundo factor es que esta futura irrelevancia, que durante su presente es lo contrario, es más fácil de detectar en épocas donde las personas están bajo la influencia de algo que no tiene porqué ser una droga, si bien estaba pensando en las novelas de los años 70, todas escritas por personas colocadísimas. Ya no se entiende lo que escribían, así como dentro de poco no podrá comprenderse las novelas escritas por la primera generación con internet”.
Estamos en ronda de Sant Antoni, puerta del Raval. Nos quedan tres minutos. Le pregunto si ese olvido veloz del pasado fue la excusa para escribir en La impostura sobre la esclavitud, todo el mundo sabe qué fue, pero otra cosa sería que desarrollaran un discurso sobre la misma, a lo que ella añade es "una lástima" porque hoy en día "nos ocurre como a los señores victorianos".
"Para ellos era justificable la esclavitud, podían esgrimir pensamientos muy racionales porque era parte de su imago mundi, como para nosotros lo es tener un teléfono que implica trabajos inhumanos con el litio en África para la Inteligencia Artificial o los campos de Bangladesh", comenta la escritora. "En el siglo XIX se decía que era normal porque en los lugares esclavistas hacía calor y la fruta caía de los árboles, mientras en Liverpool se pelaban de frío. Ahora encontramos normal nuestra felicidad tecnológica o estar aquí hablando en un taxi, amparados por los derechos civiles españoles, donde chicos y chicas son iguales ante la ley, aunque luego la práctica lo desmienta”.
Como quedan dos curvas debo gastar mi batería de preguntas. En la novela hay un fragmento de fragmentos. Es Teoría, casi un aforismo sobre Inglaterra. “Sí, es un episodio fundamental para la novela y puede comparar la Inglaterra del ayer con la del hoy con sus contradicciones. Antes fundábamos un sistema malvado fuera de la isla mientras generábamos una de las mayores democracias del planeta. Ahora la Nostalgia del pasado no sirve para construir el presente. Entiendo que las reinas y los reyes son Historia, pero en la búsqueda de mi verdad me ayudan más seres como Eliza Bosquet o Bogle, las pequeñas personas que revelan mejor la verdad en la Historia”.