Partidarios de Donald Trump ante el capitolio del Estado de Colorado, en Denver. Foto: Colin Lloyd

Partidarios de Donald Trump ante el capitolio del Estado de Colorado, en Denver. Foto: Colin Lloyd

Letras

Estados Unidos y la ficción democrática

David Jiménez
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Entrevistaban en la CNN a Kayleigh McEnany, portavoz de campaña de Donald Trump, y la presentadora trataba de rebatir la retahíla de datos falsos, invenciones y realidades paralelas promovidas por su jefe. Fue solo al final cuando McEnany se despachó con la única verdad de toda la entrevista. "A la gente no le importan esos detalles", dijo.

En realidad, McEnany se quedó corta. A una parte importante del electorado ya no le importan ni los detalles ni la verdad. Les da lo mismo si su candidato es más o menos honesto. Cuántos cadáveres tiene en el armario. O cómo llegaron allí. En la batalla política, que hoy lo es más cultural, la verdad es una inconveniencia desechable. Todo lo que se adapta a nuestros prejuicios, convenciones y percepciones, por disparatado que sea, pasa a ser arma legítima en favor de la causa.

Nada se desaprovecha. Ni el drama migratorio ni un asesinato múltiple. Y tampoco, por supuesto, un huracán.

Votantes de Trump, entrevistados a las puertas de un reciente mitin, protestaban porque el Gobierno de Joe Biden había manipulado el clima para que los últimos huracanes que azotaron Florida o Carolina del Norte golpearan los distritos con mayoría de votantes republicanos. La teoría partía del programa de Alex Jones, el fabricante de bulos por excelencia en Estados Unidos, y se propagó rápidamente a través de las redes sociales.

Qué tiempos cuando la desinformación era sutil y sofisticada.

La polarización extrema, con audiencias predispuestas a creer todo lo que venga de su trinchera –o fingir que lo creen–, ha degenerado en el absurdo. En Estados Unidos, un país casi siempre adelantado, cualquier atisbo de razón se ha perdido en la niebla del enfrentamiento entre la izquierda woke y los conspiranoicos de MAGA, el movimiento ultraconservador de Trump. La ultraderecha estadounidense lleva sin duda la delantera en la creación de un mundo ficticio, pero el movimiento woke trabaja por recuperar el terreno perdido.

Cuando Trump fue levemente herido en un intento de asesinato, el 13 de julio de 2024, sectores de la izquierda inundaron las redes con teorías de la conspiración que explicaban por qué nada de aquello había sido real. La sangre de su herida en una oreja era kétchup, venían a decir; la trayectoria de la bala imposible, según sus conocimientos en la materia; y el puño en alto del expresidente, nada más ser tiroteado, la prueba definitiva de que todo había sido una actuación.

Los dos movimientos, woke y MAGA, desechan la realidad en favor de emociones que no pueden ser rebatidas

Muchas de las invenciones que emergen a diario serían cómicas, pero tienen consecuencias concretas en las políticas y un impacto directo en los ciudadanos. Cada vez más, en Estados Unidos y otros lugares, las medidas que aprueban los gobiernos y la estrategia de los partidos de la oposición son reactivas. Es decir, van dirigidas a desactivar lo que el otro bando quiere hacer. Pero ¿qué pasa cuando reaccionamos ante algo que no existe o ha sido alterado hasta convertirlo en una falsedad?

Uno de los grandes asuntos electorales en esta campaña estadounidense ha sido el aborto. Las restricciones que se están imponiendo en algunos estados, después de que el Tribunal Supremo derogara lo que hasta 2022 había sido un derecho constitucional, se fundamentan en una desinformación sobre abortos practicados en el noveno mes de gestación. Y, según Trump, incluso cuando el bebé ya ha nacido. Por supuesto eso no sería un aborto, sino un asesinato. Pero ya sabemos que "a la gente no le importan esos detalles".

Detractores de Trump ante el capitolio del Estado de Colorado, en Denver. Foto: Colin Lloyd

Detractores de Trump ante el capitolio del Estado de Colorado, en Denver. Foto: Colin Lloyd

Ninguna madre en su sano juicio interrumpe un embarazo en el noveno mes. Pero una mayoría de los votantes de Trump cree que esto está sucediendo y siente la urgencia de organizar una respuesta, aunque solo sea votando a la persona que promete acabar con semejante barbaridad. Los ciudadanos, manipulados, combaten peligros que están solo en su imaginación.

En el juego de las políticas reactivas y la ficción también el movimiento woke está creando su propia realidad, en una versión sentimental de la desinformación que se utiliza para reforzar la legitimidad de sus causas. Un ejemplo lo encontramos en la férrea defensa de que atletas transgénero participen en competiciones femeninas.

La nadadora Lia Thomas se convirtió en marzo de 2022 en la primera persona transgénero en ganar un campeonato universitario de la División I en Estados Unidos. Los resultados en esos torneos son importantes porque, entre otras cosas, deciden las becas que reciben los estudiantes para cursar sus estudios. Thomas era un buen nadador en su etapa de secundaria y en sus primeros años de universidad, cuando competía como varón. Pero nunca fue suficiente para lograr el primer puesto. En su tercer año se declaró mujer, empezó a competir en pruebas femeninas y ganó el título. Decenas de mujeres que habían sacrificado años de sus vidas en entrenos y renuncias habían salido perjudicadas.

La contradicción se explica sola: la loable lucha contra la discriminación de las personas LGTBI llevada al extremo de crear otra discriminación, todo ello sostenido sobre la ficción de que haber nacido biológicamente hombre no supone ninguna ventaja en un deporte donde la fuerza es determinante.

Escondidos detrás de la coartada de defender un derecho, los creadores de bulos reclaman que la mentira tenga la misma relevancia que la verdad

Los dos movimientos, woke y MAGA, desechan la realidad en favor de emociones que no pueden ser rebatidas. ¿Acaso puede nadie desmentir lo que siento? Los datos, los expertos y la razón se convierten en enemigos y las ideas más absurdas ganan tracción en la impenetrable bruma de la polarización. Es una batalla que el periodismo tradicional está perdiendo, en parte por sus propios errores y en parte porque los adversarios del sentido común cuentan con herramientas masivas para avanzar su agenda.

Las redes sociales, gobernadas por algoritmos que premian la falsedad y los sentimientos extremos, alteran el mundo en el que vivimos al dividirlo, no ya en izquierda o derecha, sino entre personas que viven en la ficción y las que lo hacen en la realidad. Escondidos detrás de la coartada de defender un derecho, en este caso la libertad de expresión, los creadores de bulos reclaman que la mentira tenga la misma relevancia que la verdad. Quienes se oponen pasan a ser enemigos. "Estamos viviendo un asalto a gran escala contra cualquiera que viva en la realidad: meteorólogos, científicos, médicos...", aseguraba recientemente Anne Applebaum, autora de varios libros sobre la emergencia de los autoritarismos.

El avance del nuevo orden de la desinformación hace más impredecibles elecciones como las de Estados Unidos: un creciente número de votantes que viven en la ficción van a escoger a la persona que debe gobernar la realidad. Si los candidatos, las políticas, las campañas, si incluso los ciudadanos han pasado a formar parte de una entelequia, ¿cómo podrán atajarse los problemas que sí existen? Si nos convencen de que quienes piensan diferente son nuestros enemigos, y amenazan nuestra seguridad y forma de vida, ¿qué no haremos para protegernos?

No hace falta ser vidente para entender las implicaciones de un mundo donde la mentira se abre paso sin apenas oposición. Basta mirar a lugares donde eso ya ha ocurrido, como Corea del Norte o Rusia. Guerras lanzadas contra enemigos inventados; tiranías eternas donde se vota cada cuatro años, con un único resultado posible; desigualdades cada vez mayores, disfrazadas de progreso; en definitiva, un mundo oscuro donde los derechos del ciudadano son suprimidos para mantener la ficción democrática