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Aunque no sabemos si en Atapuerca los homínidos se jugaban a las tabas quiénes debían enfrentarse al mamut de turno, lo cierto es que la historia de la humanidad es también la de la pasión por el azar. Sabemos que Enrique VII de Inglaterra perdió a los dados las campanas de la catedral de San Pablo, y que Wagner, tras tres días de apuestas desenfrenadas en una taberna, no volvió a tocar un naipe jamás.

Sin embargo, si hay un gremio aficionado a las apuestas es el literario, quizás por lo casual que para autores y editores resulta conquistar a los lectores. Así, de Villamediana a Bukowski, son cientos los escritores seducidos (y arruinados o encarcelados) por esa pasión inútil que es el juego. En estos días en que creemos que nuestra suerte puede cambiar, he aquí trece de los más célebres letraheridos que se lo jugaron todo al azar.

Góngora, el rey de bastos

El primero de ellos en todos los sentidos sería Miguel de Cervantes, compañero de viaje de villanos, rufianes y tahúres. Su vida, rebosante de aventuras, luchas, cárceles y antros, de pobreza y denuncias, es la de un consumado amigo del naipe, conocedor de tretas y mañas, compañero de ganchos y cómplice de tahúres, aunque no muy ducho ni afortunado.

Otro de los menos agraciados fue Luis de Góngora, clérigo y amante de la buena vida, aficionado a los toros y a los naipes, aunque la suerte le fuese esquiva y acabase expulsado de la casa donde vivía por las deudas de juego. A su muerte, su archienemigo Quevedo escribió: "Yace aquí el capellán del rey de bastos, / que en Córdoba nació, murió en Barajas / y en las Pintas le dieron sepultura". Y en otro poema: "La sotana traía / por sota, mas no por clerecía".

Luis de Góngora, retratado por Diego Velázquez en 1622

En cambio, nuestro as de espadas podría ser el conde de Villamediana, don Juan de Tassis, poeta y cortesano aficionado al juego. Gentilhombre de Felipe III, supo aprovechar la afición a los naipes del rey, capaz de perder en una sola partida más de un millón de reales. Villamediana exprimió la real afición hasta que le expulsaron de la corte en 1608 por haber ganado 30.000 ducados con trampas.

Apostando hasta sus obras

De Aleksandr Pushkin (1799-1837) se sabe que fue también un jugador compulsivo, tanto que su nombre aparece en una lista de los más ávidos jugadores de cartas moscovitas. En 1829 él mismo escribió: “¡Antes morir que no jugar!”. No solo llegó a apostar sus obras, sino que perdió el cuarto capítulo de Eugenio Oneguin en una partida.

Más dramática resultó la afición al juego de Edgar Allan Poe (1809-1849), expulsado de la universidad de Virginia en 1826 por no pagar sus deudas de juego, y cuatro años más tarde de West Point por la misma razón. En su cuento "William Wilson", un Poe implacable se autorretrata: "Resultaba increíble que pese a haber caído tan bajo mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el vil arte del jugador profesional". Jamás dejó el juego y, claro está, murió en la ruina.

También jugó hasta el fin Fiódor Dostoievski, que se aficionó a la ruleta en sus viajes por Europa tras la muerte de su esposa. En su peregrinaje se detuvo en la ciudad balneario de Wiesbaden, donde se inició en el juego por matar el tiempo. Unas monedas le permitieron ganar diez mil francos en la ruleta. Autor de la obra maestra sobre el tema, El jugador, su locura por el azar le llevó a apostar y perder hasta la ropa que vestía, a huir de Rusia para esquivar a sus acreedores y a firmar un contrato leonino con un editor que le hacía escribir a destajo. Pero no, no abandonó el juego jamás porque, como explica en El jugador, "todo puede cambiar con una sola vuelta de la rueda".

Fiódor Dostoievski, retratado por Vasili Perov hacia 1872.

Una tarde en las carreras

Es la misma fe que, ya en el siglo XX, impulsó a un desconocido Jorge Luis Borges a frecuentar clandestinamente los casinos, ya que también amaba la ruleta y el azar. De hecho, se dice que María Kodama tenía en su poder la correspondencia con su amigo Mauricio Abramowicz, en la que se descubre al autor de El aleph como un asiduo parroquiano obsesionado por encontrar el sistema definitivo para ganar.

En cambio, Ernest Hemingway (1899-1961) renunció a su pasión por las carreras de caballos cuando comprendió que le quitaban demasiado tiempo para escribir. Sin embargo, antes había disfrutado de jornadas memorables. Así, en una ocasión le susurraron que el caballo tapado en la mejor carrera del hipódromo parisino de Auteuil era Bataclan II, que cotizaba 30 a 1 frente a los favoritos Klipper y Killibi. Naturalmente, Hemingway apostó por él todo su dinero. Bataclan II salió en cabeza, pero fue sobrepasado por los favoritos hasta que Killibi tropezó en un obstáculo, Klipper se estrelló contra él y Bataclan II ganó. Esa noche, en el Ritz, Hemingway supo que París seguía siendo una fiesta. Y que no volvería a jugar.

Ernest Hemingway, a bordo de su barco 'Pilar', en 1950. Foto: John F. Kennedy Library

Otro célebre ludópata fue André Malraux (1901-1976) en más de un sentido. No solo fue un pertinaz jugador a la Bolsa, "donde se hizo rico y arruinó (dilapidando todo el dinero de su mujer) en el curso de pocos meses", según Vargas Llosa, sino que convirtió a Clappique, uno de los protagonistas de La condición humana, en un siervo de la ruleta desde la certeza de que "nada hay en el juego que no sea anhelo de derrota".

Todo al 35 impar y negro

Por su parte, Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) era un ruletista tenaz que siempre apostaba al 35. Su pasión era tal que cuando conquistó el Premio Juan Rulfo se fue a Montecarlo a probar fortuna con los cien mil dólares del galardón, pero los resultados fueron catastróficos. Naturalmente, tras horas de apuestas, salió del casino sin nada.

Ya en nuestros días, quizá el más conocido extahúr español es Raúl del Pozo: sus timbas clandestinas reunieron en los años 70 y 80 a grandes escritores y periodistas. Jubilado del juego hace tiempo, a menudo ha comentado que es "la única pasión comparable o superior al amor. Sentir la racha es como tocar las estrellas con la mano. Es un envite desesperado, una metáfora de la lucha contra el destino".

Otro desertor de las timbas es Manuel Vicent, que a menudo confiesa que el buen jugador lo hace para perder, en una suerte de involuntaria catarsis. Por eso, recomienda al que debuta en las salas de juego, virtuales o no, que no meta el ego en la partida y que esté atento porque "en todas las timbas de juego siempre hay un tonto que pierde; si a la hora no sabes quién es, es que eres tú".

Más feroz, Charles Bukowski recordaba en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco cómo un amigo le dijo una vez que no le importaba ganar, solo apostar. Algo que el narrador y poeta compartía. Por eso en su diario escribió: "La gente que va a las carreras es el mundo en pequeño, la vida rozándose contra la muerte y perdiendo. Nadie gana; no hacemos más que buscar un aplazamiento".