John Krasinski como Jim Halpert (maestro de la renuncia silenciosa) en la versión estadounidense de 'The Office'

John Krasinski como Jim Halpert (maestro de la renuncia silenciosa) en la versión estadounidense de 'The Office'

Letras

Por qué los jóvenes ya no se casan con su trabajo: Bartleby y Oblómov están de vuelta (a su pesar)

Actitudes como la llamada "renuncia silenciosa" de las nuevas generaciones ya estaban presente en la actitud de dos personajes literarios icónicos de mediados del siglo XIX.

Más información: Esclavizados en casa: 'Después del trabajo', una historia del hogar y la lucha por el tiempo libre

Ángel Mora
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En una de sus primeras columnas en El Cultural, Paula Ducay contaba la historia de su amiga Noelia, una joven que se quería quedar como estaba en lo laboral. "Les cuesta entender que yo no quiera pasar a ocupar el puesto de alguno de mis jefes, que a mí lo que me llena es el trabajo que tengo ahora", reflexionaba la protagonsita del artículo. 

Se titulaba la columna en cuestión Una ambición muy medida, y era, ya desde ahí, toda una declaración de intenciones. Era respuesta directa al arranque de la celebérrima canción de C. Tangana Un veneno, que cantaba lo contrario ya en su primer verso: "Esta ambición desmedida". 

Sobre la ambición trataba la canción y sobre la ambición reflexionaba Ducay. Ataviado con un traje blanco obscenamente kitsch, Antón cantaba, entre herido y orgulloso, a uno de los principales mantras que engrasan el neoliberalismo: la devoción al trabajo con la volátil promesa de medrar. Nuestra columnista, en cambio, se apoyaba en el ejemplo de su amiga para renegar de esa consigna celebrada a partes iguales por los cantantes de trap y los tiburones de negocios. 

Es una respuesta cada vez más recurrente en el entorno laboral contemporáneo —una de tantas—. Frente a la imperante cultura del esfuerzo, que asume que para evolucionar en el trabajo es necesaria una eficiencia y productividad que a menudo exige un sacrificio considerable del tiempo libre, se erige como alternativa la aceptación de lo que se ha logrado y la complacencia —o más, la felicidad— con la función que ya se realiza dentro del engranaje. Se consigue, entonces, desprenderse de toda esa presión insana consecuencia de la frustración aspiracional. Ya nada susurra al oído la cantinela de que "si no alcanzas tu meta, es porque no te has esforzado lo suficiente". Esta postura considera, y Ducay lo suscribe, que es completamente lícito no obedecer a esa voz y, en cambio, celebrar y disfrutar lo conseguido sin aspirar a más

Pocos años atrás, cuando la reciente pandemia aún condicionaba el paradigma laboral, otra tendencia en el ámbito del trabajo comenzó a aparecer en los titulares. Bautizada como renuncia silenciosa (quiet quitting en inglés), consistía en la decisión velada de los trabajadores de no realizar ninguna tarea fuera de lo que se le demandaba por contrato. El término en sí, sin embargo podía llevar a confusión. Era una renuncia, sí, pero no al empleo, sino más bien al sistema aspiracional que se había construido en torno a éste. Era la reacción al Gran Agotamiento —una fatiga generalizada de los empleados— del que hablaban medios como el New Yorker durante los años posteriores a la pandemia

La reportera estadounidense Sarah Jaffe apuntaba en su ensayo Trabajar, un amor no correspondido (Capitan Swing, 2024) que los trabajadores habían dejado de aceptar el modelo de trabajo establecido actualmente, al que ella llama "ética de amor al trabajo". Había sustituido esta a la "ética industrial del trabajo", reemplazando la seguridad laboral y la conformidad económica con una suerte de devoción o amor al puesto de trabajo. Fundamentado en la vocación del empleado, se creaba una relación sentimental con el empleo en el que este, evidentemente no podía corresponder de la misma forma al trabajador: "La obsesión por ser feliz en el trabajo exige una labor emocional constante por parte del trabajador. El trabajo, al fin y al cabo, no tiene sentimientos. El capitalismo no puede amar", insistía Jaffe. 

En esta actitud, en este quiet quitting que proclamaban los medios anglosajones y que ha tenido sus ecos en nuestro país, algunos veían al personaje de Herman Melville que da nombre al cuento Bartleby, el escribiente (1853). James Tapper, periodista de The Guardian, daba inicio a su artículo sobre la renuncia silenciosa así: "Bartleby está de vuelta, aunque sin duda preferiría no estarlo". 

Tapper hacía referencia en esa primera línea a la frase que hizo célebre al personaje y lo convirtió en un símbolo del nihilismo y la desazón fruto del vacío existencial que fue tendencia en el siglo XIX, "preferiría no hacerlo". Bartleby repetía esa frase una y otra vez en su trabajo, cuando sus superiores le pedían que llevara a cabo una u otra tarea. Ese abandono de las responsabilidades, más tarde, se trasladaba al plano vital para ser finalmente una renuncia total a la vida. 

Tan solo seis años después de la publicación de este cuento de Melville y a miles de kilómetros —o millas, o verstas— de distancia, Iván Goncharov publicaba en Rusia la novela Oblómov, cuyo protagonista también se convirtió en un símbolo del vacío existencial de la juventud del siglo XIX. En ella, un orondo aristócrata ruso, que daba nombre a la obra, veía la vida pasar tumbado en el sofá de su apartamento de San Petersburgo sin conseguir reunir fuerzas para levantarse. Sus propiedades pasaban por graves problemas económicos, que hacían peligrar su modo de vida. Pero aún así, Oblómov postergaba continuamente toda acción. Prefería, en cambio, dormitar y soñar con los años de infancia desprovistos de obligaciones amargas y repletos de algodonosas comodidades.  

Fotograma de 'Unos días en la vida de Oblómov' (1980)

Fotograma de 'Unos días en la vida de Oblómov' (1980)

Como sucede con Bartleby, en Oblómov sus lectores también han encontrado un modelo que ejemplifica una forma de vivir. O más bien una forma en la que no se debería vivir. En La broma infinita, la obra magna del estadounidense David Foster Wallace fallecido en 2008, los muchachos que estudian en la academia de élite para tenistas de Enfield tienen el libro de Goncharov como lectura obligatoria. Se utiliza como desagradable modelo que no se ha de seguir. Con ello se pretende estimular un esfuerzo que se ve como indispensable para alcanzar el nivel profesional. 

Si Bartleby se convirtió en un símbolo de la renuncia, Oblómov lo hizo de la abulia. Pero el mundo no ha sido justo con el personaje de Goncharov. No se ha querido ver más allá de su indolencia y la frustración por su incapacidad para superarla que muestra en la primera parte de la novela. 

Resulta, sin embargo, que en el último tercio de la historia se llega a un momento clave, inesperado. Oblómov ya no lucha por superar su naturaleza, por negar lo que, al fin y al cabo, le hace feliz. Esa lucha, de hecho, es una continua fuente de insatisfacción para el personaje. En cambio, decide renunciar a la aspiración de mejorar, cuestionando si ese cambio por el que su mejor amigo le insiste supone, de hecho, alguna mejora. Y por tanto deja de lamentarse por su situación. Se acabó frustrarse. Por delante solo queda la vida que desee vivir él. 

Páginas antes, el bueno de Oblómov escuchaba a este amigo antes mencionado y obedecía a lo que le reclamaba sin rebatirle. Que en la vida hay que trabajar. Que el ser humano está para competir, para medrar, para crecer, para agarrar con las manos todo lo que el mundo le puede ofrecer a uno. Todo eso le dice con todo su buen corazón el fiel amigo e incluso se encarga de solucionarle sus enredos financieros para que su barrigudo compañero de la infancia tenga el camino allanado en su nueva vida.

Pero es en la parte final cuando Oblómov más se reconoce a sí mismo. No solo eso, sino que, sobre todo, se acepta e incluso se regodea en su estado de postración. Que disfruta tumbándose en su sofá sin importarle las consecuencias —incluso de salud— que tendrá su indolencia, lo descubre entonces. A partir de ahí, decide que está bien tal y como está. Es más, todo cambio perturbaría esa paz que alcanza. 

Es del equipo de Paula Ducay, Oblómov. O más bien del de su amiga Noelia, protagonista de su columna. No sabemos si ella tiene esa afición a la horizontalidad que mostraba el personaje de Goncharov, pero eso es lo de menos. Lo que es indudable es que, como ella y otros muchos trabajadores de hoy en día Oblómov rechazó el discurso establecido que definía cómo se debía vivir. Descubrió, en su lugar, lo que le generaba satisfacción. Y en adelante, la vida.