Brian McGuinness, filósofo y experto en Ludwig Wittgenstein (1889-1951), escribe en el prólogo a esta correspondencia familiar que el autor del Tractatus era “el menos difícil de todos los hermanos, en cierto sentido el Aliosha de la familia”. No está mal para alguien que renunció a su herencia, renegó de sus pares y combinó la jardinería con la concepción de una de las obras filosóficas más importantes del siglo XX.
El apunte de McGuinness nos ilustra indirectamente sobre la naturaleza de esta familia riquísima y culta, paradigma de las clases más pudientes en la Viena finisecular. El padre, Karl, era un potentado magnate del acero que transmitió a sus hijos un severo código moral y una educación exquisita. La madre, Leopoldine, de ascendencia judía, era una dama sensible, amante de la música y completamente sometida a su marido.
Los Wittgenstein eran ocho hermanos, tres chicas y cinco chicos; dos de los varones se suicidaron. En las reuniones familiares los acompañaba siempre una cohorte de sobrinos, tíos y otros parientes, además de un sinfín de pintores, músicos y estudiantes que la familia solía apadrinar y acoger en sus villas y palacetes. Los Wittgenstein, como dice McGuinness, crearon “un mundo propio” anclado en una ética estricta y una intolerancia férrea hacia cualquier debilidad de carácter.
Los Wittgenstein, una familia en cartas
Edición de Brian McGinness y Radmila Schweitzer
Traducción de Isidoro Reguera
Acantilado, 2025
352 páginas. 24 €
En noviembre de 1929, días antes de volver a Viena desde Cambridge para pasar el fin de año, Ludwig escribe a una de sus hermanas para concretar los detalles de la fiesta de Navidad. Le ruega que invite a más gente para no tener que estar a solas con la familia. “Todos nosotros somos huesos duros de roer, por eso no podemos acercarnos demasiado –escribe–. En cambio, todo va de fábula cuando hay amigos presentes y dan a nuestra reunión un tono más ligero u otras cosas que a nosotros nos faltan”.
Las veladas de los Wittgenstein siempre estaban amenizadas por música, a menudo de Josef Labor, “el compositor de la familia”, al que no dudaban en criticar cuando sus piezas les parecían flojas. Solo un tenaz miembro de ese clan podría haber conseguido lo que consiguió Paul, el “segundo” Wittgenstein: una fulgurante carrera como pianista que ni siquiera se interrumpió tras la pérdida de un brazo en la Primera Guerra Mundial.
Las cartas revelan complicidades y animadversiones entre los hermanos. Durante el nazismo, Paul, que se había instalado en Nueva York después del Anschluss, se enemistó con sus hermanos porque no estaba de acuerdo con la disposición de estos a pagar una fortuna al Reichsbank a fin de obtener un certificado racial que los permitiera quedarse en Austria. Ludwig tuvo sus diferencias con Margaret –protagonista de un retrato de Klimt que el padre le regaló por su cumpleaños–, a la que excluyó cuando repartió su herencia entre los hermanos por considerarla lo bastante rica por vía marital.
Los Wittgenstein crearon un mundo propio anclado en una ética estricta y la intolerancia hacia la debilidad
Ludwig emerge una y otra vez como un ser excepcional en medio de criaturas excepcionales. Aunque se apartara pronto del núcleo familiar, todos lo admiran: por su dedicación, su falta de vanidad (“un filósofo no debería gozar de mayor consideración que un fontanero”, decía) y, por paradójico que resulte, por haberse alejado de ellos. Como sugiere McGuinness, su actitud no dejaba de ser una recta interpretación de los mandatos del padre, que siempre los animó a ser autónomos, aplicados y excelentes en todo lo que emprendieran. Todos adoran a ese hermano que aparecía en las cenas de gala vestido de calle y les prohibía que lo visitasen en los pueblos remotos donde daba clase para que la gente no se enterara de su distinguida procedencia.
Estas cartas son un documento excepcional porque dan una versión distinta del filósofo, al que vemos dirigirse con afecto y comprensión a sus hermanos y adoptar un papel conciliador ante los problemas familiares, algo que sorprende al lado de la imagen de recio misántropo con que ha pasado a la historia.
La relación entre los hermanos es buena, aunque el tono sea a veces frío, lo que hay que achacar a la época y al estatus familiar. Así se entiende mejor, por ejemplo, la concisión con que Hermine, la hermana con quien Ludwig muestra una mayor afinidad intelectual, le transmite a este en 1919 la noticia del suicidio de su hermano Kurt en el frente, después de que sus tropas se negaran a obedecerlo. Ni siquiera el suicidio parece el asunto principal de la carta: “¡Kurt cayó el 27 de noviembre, qué tristeza!”, escribe. Y a renglón seguido enumera las erratas que ha encontrado en un manuscrito que Ludwig le había enviado semanas antes.
En los años veinte Ludwig trabajó como maestro de escuela. De este desempeño también podemos extraer lecciones sobre su carácter. Creía en la severidad, pero no en el ensañamiento (muy habitual en los métodos pedagógicos de la época). Un día Hermine le pide consejo para enderezar a Geiger, uno de los pupilos de la familia, y Ludwig contesta: “Exigiría con rigor que me enseñara los deberes, pero seguiría tratándolo de manera normal y hablaría con él afablemente para no darle la impresión de una decepción crónica”. Y lo ilustra con una imagen: “En caso necesario, una buena tormenta, y de lo contrario, sol radiante, pero sobre todo nunca una lluvia persistente”.
Pese a las últimas desavenencias familiares, Ludwig fue leal a sus hermanas hasta su muerte. Pasó sus últimos días en Cambridge, en casa de un amigo, el doctor Bevan, en un mundo muy distinto al de su infancia: visitaba tiendas de discos, escuchaba a Bach y a Mozart en grabaciones y disfrutaba del arte en reproducciones.