El siglo de la ciencia
José Manuel Sánchez Ron
4 octubre, 2000 02:00El autor no ha querido sustraerse a la acusación que a menudo se hace a la ciencia de acarrear grandes riesgos a la humanidad por lo que en esta obra habla repetidamente de la ambivalencia de la ciencia
Sánchez Ron, a quien debíamos ya otras luminosas incursiones en el campo de la historia de la ciencia, nos ofrece aquí la panorámica del siglo desde este punto de vista, de cómo la ciencia "ha contribuido de forma decisiva, esencial, a que el siglo sea como ha sido"
Fiel a este planteamiento, el profesor Sánchez Ron, a quien debíamos ya otras luminosas incursiones en el campo de la historia de la ciencia en que milita, nos ofrece aquí la panorámica del siglo desde este punto de vista, de cómo la ciencia "ha contribuido de forma decisiva, esencial, a que el siglo que ahora termina sea como ha sido". El conocimiento científico, dice, es imprescindible para comprender el siglo XX; la misma democracia y el disfrute de los derechos civiles deben mucho a hechos -información, salud pública, condiciones de vida, etc.- que la ciencia ha puesto a disposición de la sociedades. No se puede culpar al autor, siendo como es, además, físico teórico, de haber dedicado una gran parte de su obra a los desarrollos de la física, porque es cierto que la física ha dominado, tal vez hasta la irrupción de la biomedicina, la más amplia zona de los avances científicos del siglo que han repercutido en la vida del hombre. No sólo las espectaculares aportaciones de la relatividad, sino de la física cuántica que ha alterado el rumbo tanto de la ciencia como de la misma sociedad: células fotoeléctricas, transistores, fisión nuclear, modelos atómicos, mecánica cuántica, física del estado sólido...
De estos y otros capítulos que han esmaltado el transcurrir de este tiempo se nos hace un relato en el que se conjuga la doble condición de historiador y científico, pero también de ameno narrador, de Sánchez Ron, que nos va describiendo cada una de las conquistas de la ciencia como quien detalla las vicisitudes de una historia política, bélica o social, con sus estrategias, escaramuzas, ocupación de territorios o repliegues, algo a lo que en este tema no estamos muy acostumbrados.
De las guerras ha tenido también que hablar, por supuesto, ya que el siglo XX ha padecido dos muy grandes que algo deben a la ciencia. Precisamente se llamó "guerra de la química" la I Guerra Mundial, cuando hasta entonces la ciencia no había atraído la atención de los ejércitos, aunque sí la tecnología. En ella se suscitó el interés por la obtención de abonos que permitiesen mantener la capacidad agrícola, así como la utilización de gases irritantes o venenosos. Y de la II Guerra Mundial puede decirse que fue ganada gracias al radar, aunque la terminó la bomba atómica. Indudablemente, la energía nuclear es uno de los desarrollos científico-tecnológicos característicos del siglo XX, y en cuanto a la química, está presente en tantos problemas medio ambientales que acucian a los científicos, incluso como simples ciudadanos: efecto invernadero, contaminación de la atmósfera y de las aguas, lluvia ácida, agujeros de ozono, desertización, etc.
Ya en las últimas décadas del siglo se produce una auténtica revolución protagonizada por la biología molecular que marca el comienzo de una nueva era científica, desplazando a la física de altas energías del lugar hegemónico que entonces ocupaba. Todos los recursos y descubrimientos de la biología molecular y de las ciencias biomédicas, antibióticos, trasplantes, estructura del ADN, biotecnología e ingeniería genética, genoma humano y problemas aún abiertos, llenan un territorio privilegiado.
¿Peligroso? El autor no ha querido sustraerse a la acusación que a menudo se hace a la ciencia de acarrear grandes riesgos a la humanidad. Habla repetidamente de la ambivalencia de la ciencia, cuya utilización nociva ha empañado la imagen que muchos poseen de ella. Pero no hay que olvidar que "el albedrío biológico, moral y ético es atributo de las personas, no de la ciencia ni del método científico". Si hubo científicos de primera línea que, pese a su sensibilidad moral y acreditado valor cívico, contribuyeron a la construcción de la bomba de hidrógeno, puede entenderse por el atractivo que para ellos tiene la buena investigación a veces por encima de otras consideraciones. ¿Debemos repudiar una actividad de la que tanto hemos recibido, como es la ciencia, debido a los riesgos que en ocasiones entraña? Su respuesta es, contundentemente, no. "Y no porque defienda que la razón científica esté por encima de la razón humana, sino porque creo que aquélla ha servido y sirve de manera espléndida a ésta".
Confío en que así quede reflejado en este breve y apresurado apunte de una historia fabulosa y, por añadidura, excelentemente contada.