Hannah Arendt. Foto: Archivo

Traducción de M. Abella y J. L. López de Lizaga. Trotta, 300 pp., 22 euros



De figura más bien marginal, con cierto prestigio en el mundo universitario estadounidense de los años cincuenta y sesenta, Hannah Arendt (Hannover, 1906-New York, 1975) pasó a convertirse en las últimas décadas del siglo XX en una referencia ineludible del pensamiento ético y político a nivel mundial. No fueron pocas las resistencias que tuvo que vencer una obra de tanta originalidad e independencia como la suya. Entre los radicales suscitaba recelos la cercanía de esta discípula de Heidegger y Jaspers a la gran tradición filosófica. Entre los conservadores, su interés por el marxismo y su compromiso político la hacían sospechosa de izquierdismo. Pero una vez que los planteamientos demasiado extremosos que habían dominado la teoría política durante la guerra fría entraron en crisis tras la caída del muro de Berlín, también acabaron cediendo esas resistencias. Desde entonces, la presencia de su legado intelectual no ha hecho sino afianzarse, y su lúcida manera de pensar la acción política como genuino ámbito de expresión de la condición humana inspira hoy muchas de las más fecundas reflexiones sobre la búsqueda del bien común en un mundo cada vez más plural, al tiempo que globalizado.



En España, esta recuperación vino acompañada de reediciones de sus principales obras (Los orígenes del totalitarismo, La condición humana, Sobre la revolución, Eichmann en Jerusalén) y de nuevas traducciones (Ensayos de Comprensión, El concepto de amor en San Agustín). A ellas vinieron a sumarse la acreditada biografía de Elisabeth Young-Bruehl, la publicación de la correspondencia de Arendt con su amiga y albacea, Mary MacCarthy, así como una amplia lista de estudios, desde los trabajos iniciales de Fina Birulés o Manuel Cruz hasta el reciente y muy recomendable libro de Antonio Campillo, El lugar del juicio. En suma, todo un material de gran interés. Junto a él, sin embargo, el incesante flujo de publicaciones y referencias en torno a Hannah Arendt ha acabado por generar cierta sensación de hartazgo y de falsa familiaridad a base de reiterar tópicos sobre su vida y su pensamiento.



La presente publicación, una selección de documentos compilada por Ursula Ludz, se propone expresamente ofrecer al público un acercamiento directo y sin distorsiones a la imagen que la propia Arendt tenía de sí misma y de sus escritos. A través de un conjunto de cartas, entrevistas, discusiones y anotaciones personales de la etapa en que vivió en los Estados Unidos, entre 1941 y 1975, el lector se asoma a un plano más íntimo de reflexiones de la pensadora judía. El libro se estructura en dos partes, seguidas de una cronología y una bibliografía de su obra, complementada además en el caso de esta edición con una útil bibliografía en castellano, a cargo de Agustín Serrano del Haro. En la primera parte destaca su contundente respuesta a Gerhard Scholem. Basta leerla para que Arendt nos gane por completo con su finura teórica y su entereza moral.



Como tantos otros intelectuales judíos, Scholem consideraba que el libro escrito por Arendt sobre el juicio al criminal de guerra nazi, Adolf Eichmann, era una "afrenta contra el sionismo". En esencia, no se le perdonaba el que en sus comentarios al proceso hubiera sacado a la luz la cooperación de funcionarios judíos en la "solución final", difuminando la frontera entre víctimas y verdugos. Al mismo tiempo, se tergiversaba su concepto de "banalidad del mal": pero con él Arendt no pretendía exculpar a Eichmann; simplemente trataba de explicar cómo todo aquel mal extremo podía haber estado asociado a individuos mediocres, que en su inmadurez moral creían haber estado limitándose a cumplir órdenes mientras cometían un genocidio. Éste es el verdadero hilo conductor del libro: reaparece en la segunda parte, centrada en su correspondencia con Karl y Gertrud Jaspers, modulándose bajo los muy diversos prismas en que Arendt abordó las tensiones y paradojas de su condición judía; y, en buena medida, es el que recorre toda su obra. Lo que siempre le interesó fue, en efecto, comprender. Quiso así comprender el fenómeno del totalitarismo, no demonizarlo sin más. Afrontarlo sin visceralidad, con mente despejada y firme decisión, le pareció el mejor modo de conjurar ese horror y de sembrar auténtica esperanza en un mundo mejor; pues, como escribió, "profundo y radical es siempre sólo el bien".