Julio Cortázar. Foto: Archivo
Como tantas, la historia de Cortázar (con ascendentes españoles, vascos y francoalemanes) es extraña y seductora. Nació en Bruselas, porque su padre trabajaba en ese momento allá y pasó sus muy primeros años en Francia y en España -en Barcelona- antes de volver, niño aún, a Buenos Aires, ciudad sobre la que tanto escribiría. Cortázar fue maestro y profesor, y durante sus años juveniles (de intenso amor a la literatura) dio clases en pueblos o cuidades del interior de la Argentina, desde Bolívar o Chivilcoy, en la Pampa, hasta Mendoza, próxima a la frontera con Chile. Este Cortázar letraherido que escribió entonces varias novelas -algunas perdidas- no publicó nada. Un libro de poemas, casi invisible, Presencia, en 1938, y un pequeño libro de escenificación mitológica, Los Reyes, en 1949. En realidad Julio consideró su primer libro (y el primero que tuvo algún eco) el de relatos, Bestiario, de 1951. Ahí comienza el verdadero Cortázar, uno de los grandes renovadores del cuento en nuestra lengua, entre los juegos con la fantasía y con el tiempo. Borges -con quien apenas tuvo trato- publicó sin embargo en una revista, en 1949, el cuento más antiguo y uno de los más célebres de Bestiario, "Casa tomada". Apenas tras ese libro, un Cotázar que ya tiene 38 años se va a París, la meca de muchos latinoamericanos de la época, pero para él ya su ciudad para siempre, la ciudad desde la que recordar Buenos Aires, aunque fue muchas veces más a la Argentina, donde vivían su madre y su hermana. Sólo la dictadura de Videla privó a Cortázar de la nacionalidad argentina y murió siendo francés, después de haber tenido doble nacionalidad muchos años. Pero suele decirse que la patria de un escritor es su lengua y entonces Cortázar nunca dejó de ser hondamente porteño.
En París vivió y tradujo junto a su primera mujer (y hoy su derechohabiente) Aurora Bernárdez, y para muchos ese Cortázar algo existencialista, enamorado del jazz ,de la literatura fantástica y de la vida como sorpresa es el mejor, el alto y gran Cortázar que entra por derecho en el "boom" de la narrativa hispanoamericana, y que produce espléndidos libros de cuentos como Final del juego (1964) o Las armas secretas (1960), de fama creciente pero aún minoritaria, y que culminará en esa novela de diversas lecturas o antinovela creativa que fue Rayuela (1963), que marcó a varias generaciones de lectores. A ese tiempo pertenece también el Cotázar más lúdico, irónico o erudito de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) o Historias de cronopios y de famas (1962)
Cortázar se separa de Aurora Bernárdez -aunque nunca dejaron de ser amigos- y se une con una lituana, especialista en América Latina, Ugné Karvelis, que no representó sino fugazmente el amor, hasta encontrar en Montreal a Carol Dunlop, que fue su última y muy querida mujer, junto a la que está enterrado en el cementerio de Montparnasse, y que le precedió en la muerte, aunque Cortázar ya tenía la leucemia que acabaría con su vida cuando Carol murió, dejándolo seriamente abatido. Para muchos, el segundo Cortázar (literariamente el menos interesante, aunque no falten destellos, como el libro de cuentos Octaedro de 1974) surgirá a partir de los mediados 60, cuando el casi apolítico Cotázar, aunque liberal e izquierdista -dejó Argentina en buena medida por el peronismo- se convierta al culto de la revolución cubana (viajó muy a menudo a la isla) y se fuera politizando más cada vez contra las dictaduras del Cono Sur -tan espantosas- o a favor del sandinismo en Nicaragua. De ese tiempo es su última novela El libro de Manuel (1973), cuyos derechos cedió a los perseguidos políticos de Argentina, el que hizo a dúo con Carol, Los autonautas de la cosmopista (1983) o su Nicaragua tan violentamente dulce, el último que editó en vida. Los dos vértices de Cortázar nunca se separaron del todo, pero si críticos y lectores prefieren literariamente al primero, el segundo (que tuvo menos éxito, pese a la gran fama del escritor) llama la atención por la seriedad y sencillez de su compromiso humano. Alto y de grandes ojos tristes, Cortázar fue uno de los grandes narradores de nuestro idioma en el siglo XX y un tipo discreto, nada amante de premios (impidió un homenaje que querían hacerle sus amigos), un hombre cabal y un escritor de primerísima.