Francisco Mora. Foto: R.T

Alianza Editorial, 2011. 295 páginas, 20 euros



Va este libro algo más lejos que otros anteriores del profesor Mora. Afirma drásticamente que no hay nada en el mundo, incluida desde luego la idea de Dios, que no nazca de ese devenir evolutivo que es el hombre y su cerebro. Así pasa revista a cómo, en la evolución, ha llegado a formarse la idea de Dios, o de los dioses, como defensa del hombre frente a los peligros y a la naturaleza, y, más técnicamente, qué áreas del cerebro son activadas ante creencias como la existencia de Dios, la potencia de los rituales contra peligros invisibles o las experiencias místicas de unión con el ser sobrenatural. Por supuesto habla de cualquier religión, pero se centra en la cristiana. Y dentro de ella ocupa un buen lugar el análisis médico de místicos y santos, Pablo, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Francisco de Asís, a quienes diagnostica dolencias como epilepsia, histerismo o esquizofrenia.



Un resumen apresurado del libro nos diría que la neurociencia ve a Dios sólo como una idea construida por los sistemas cognitivos; no hay un Dios universal, sólo el Dios íntimo de cada uno, la creación de su propio Dios personal. No seré yo quien me atreva a contradecir al doctor Mora en el terreno de una ciencia en la que él es una autoridad y yo un profano, pero tampoco me parecería honrado pasar por alto tales manifestaciones sin oponerles alguna reflexión. Para empezar, no encuentro en su libro la demostración prometida de la no existencia de Dios, que no es lo mismo. El autor acoge más de una vez el pensamiento kantiano de que el hombre no puede con su razón demostrar la existencia de Dios pero tampoco desmentirla. Estamos ante una cuestión indecible y si hasta las matemáticas -quizá la ciencia más "racional"- saben desde Gödel que dentro de ellas hay proposiciones no demostrables, ¿cómo pedir a la razón que opere sobre campos que le son ajenos, aunque no contrarios?



Choca ver, por eso, que encabece una de sus secciones con "Los científicos no creen en Dios": hay científicos -y eminentes- que sí creen sin abdicar de su formación científica. Sus creencias son algo más que la "religiosidad", el sentimiento que a otros les lleva a creer más allá de lo que el mundo muestra con su razón; quién sabe si esa religiosidad confesada no es otra cosa que la nostalgia de la religión perdida. De unos años a esta parte se están produciendo aportaciones de científicos que quieren cohonestar los descubrimientos de la razón con las creencias religiosas, superando las viejas intromisiones; las que, en los primeros tiempos, situaban a la revelación como única fuente de conocimiento y las que, con la instalación de la ciencia moderna, no reconocen otro magisterio que el de la razón.



Creo que se va extendiendo el discurso de que a la razón compete la búsqueda de la verdad del mundo natural, para algunos, el único existente, de lo que no se ocupa la revelación, y para otros existe además un mundo sobrenatural de las creencias, de verdades no demostrables sino creíbles por la fe, y ahí la razón no tiene tampoco nada que decir. La fe sería la confianza que se pone en alguien y la adhesión y fidelidad a esa persona que, para el creyente cristiano, es por descontado Cristo. Por cierto que en todo el libro no se le menciona ni se le somete a un diagnóstico clínico, como se hizo con sus seguidores, los santos; si ha sido por pudor o por respeto, yo personalmente lo agradezco. En fin, éste es el libro que se lee de un tirón, nos enseña muchas cosas y es más que sugestivo para provoca encontradas opiniones. Por si hubiera quedado alguna acidez no deseada, voy a permitirme terminar con un leve guiño: señalarle a Mora lo que debe de ser una pequeña y graciosa errata. Y es que no acaba de cuadrarme que algo relativo o atribuible a Demócrito se apellide "democristiano" (pp. 155 y 290).