Giraud retrató a Flaubert en 1856

Trad. de Elisabeth Falomir. Gadir. 96 páginas, 11 euros



Es posible que Gustave Flaubert sea uno de los mejores escritores de cartas de la Historia de la Literatura. Lo prueban, sobre todo, sus dos correspondencias mayores, la de Colette (con una acabada edición completa en español en la editorial Siruela) y la de George Sand (de la que se puede encontrar una estupenda antología en El Olivo Azul), la primera es sentimental y la segunda literaria, dos aspectos que convergen en el caso de Flaubert con mucha frecuencia y conforman ese carácter tan peculiar de la vida real del autor entre el ensimismamiento de la indolencia y la furibunda exaltación literaria. Flaubert, en la vida real, se entusiasmaba a saltos, como los muñecos de resorte, lo que no deja de ser conmovedor a su manera.



Se puede decir que una de las mejores cualidades del Flaubert corresponsal, y también una de las que hace que su correspondencia pueda leerse en ocasiones como si se tratara de verdaderos relatos, es la medida alternancia entre la narración de episodios concretos y la reflexión. Quien haya pinchado en hueso más de una vez comprando correspondencias de célebres autores a las que no les habría sucedido nada por permanecer inéditas sabrá perfectamente a lo que me refiero. No se da el caso de que ésta pequeña colección sea la enésima repetición de un joven Thomas Mann rogando durante cien cartas casi idénticas a sus padres que le manden dinero para tabaco. El viaje que se relata en estas páginas, o que se desgrana más bien ante los diferentes interlocutores, fue en realidad un viaje muy planeado y deseado por Flaubert. Una misión de recogida de información para el Ministerio de Agricultura y Comercio acaba siendo finalmente la ocasión perfecta para acompañar al fotógrafo Maxim Du Camp, cuya intención era la de realizar el primer libro de viajes ilustrado con fotografías (algunas de ellas se recogen en esta edición). El 15 de moviembre de 1849 llegan ambos a Alejandría en compañía de su criado, Louis Sassetti y comienzan una travesía por el Nilo a bordo de una canga que durará un total de nueve meses. El trayecto comprendía remontar el río hasta la segunda catarata. Una vez cubierta la primera parte del viaje, emprendieron el regreso atravesando el Alto Egipto y Nubia, hasta Wadi Halfa.



"A fuerza de recorrer tantas ruinas ya no piensa uno en construir mansiones: tanto polvo viejo lo vuelve a uno indiferente al renombre. Ahora mismo ni siquiera concibo la necesidad de que se hable de mí (ni siquiera desde el punto de vista literario)", confiesa en clave cómica, durante el comienzo del viaje. Pero resulta divertido comprobar que la aparente broma de Flaubert se convierte en un signo premonitorio de lo que acabará siendo el transcurso de esos meses: las desavenencias con Du Camp, el desánimo que le produce, desde la distancia, su propia labor literaria, el futuro de Francia, cuya suerte va siguiendo entre la indignación y la indolencia, todo ello mezclado con súbitos entusiasmos por la belleza del paisaje marcan un viaje a oriente que acaba siendo determinante para el alma del escritor, cuyos postulados se radicalizan a ratos: "Tomamos notas, hacemos viajes: ¡Miseria, miseria! Nos convertimos en sabios, en arqueólogos, historiadores, médicos y gente refinada. ¿Para qué todo esto? ¿Dónde queda el corazón, la inspiración, la savia?".



Los dos destinatarios principales de estas cartas egipcias resultan ser su madre y su amigo de la infancia Louis Bouilhet. A la primera le corresponden las más descriptivas, al segundo las más emotivas y confesionales (y las más procaces también), pero la información suma y sigue y finalmente acaba reflejando el retrato completo del viajero Flaubert, entusiasta y fatalista a partes iguales. Para el joven Gustave "la melancolía es sin duda una de las cosas más provechosas de los viajes". Puede decirse que en esta hermosa rareza, inédita hasta hoy en castellano, queda bien descrita.