Un pirata somalí

Pantheon Books, 2011. 300 pp., 26'95 $ Ebook: 14 $

Por Joshua Hammer



El 8 de abril de 2009, el Maersk Alabama, un carguero de Estados Unidos de 17.000 toneladas, fue secuestrado por cuatro piratas somalíes a varios centenares de millas al este de Mogadiscio. Balanceándose en un bote salvavidas con el capitán, Richard Phillips, de 53 años, empezaron a negociar un rescate multimillonario con los propietarios del barco a través del teléfono móvil. Durante cinco días, los piratas y su rehén fueron a la deriva por el Océano Índico, a la sombra del barco estadounidense Bainbridge, un destructor que llegó al escenario de los hechos no mucho después del secuestro. El 12 de abril, cuando estaba anocheciendo, unos francotiradores de la marina mataron a tres de los somalíes y Phillips fue rescatado ileso. El pirata superviviente fue detenido y conducido a EE. UU., donde se declaró culpable de varios cargos en un juzgado de Manhattan y fue sentenciado a 33 años y nueve meses en una cárcel federal.



El secuestro del Alabama, uno de los varios sufridos por embarcaciones con bandera estadounidense en 200 años, llamó la atención sobre el regreso de un azote antes asociado con paseos por la tabla, arcones de tesoros y maleantes con piernas de palo. Pero, como Jay Bahadur deja claro en este libro, la piratería se ha convertido en una actividad moderna, complementada con gafas de visión nocturna, unidades de GPS e incluso asesores de inversiones.



En otoño de 2008, Bahadur, un joven canadiense, dejó su trabajo como redactor de informes de estudios de mercado en Chicago y voló en un Antonov ruso hasta Puntland, una región escindida del noreste de Somalia que se ha convertido en "el epicentro" del negocio de la piratería. Capeando la constante amenaza del secuestro, se congració con los jefes de los piratas y sus tripulaciones y emprendió un peligroso viaje a través del desierto hasta Eyl, el alejado enclave donde nació la piratería somalí actual.



Bahadur ha profundizado en la exploración de las causas de esta oleada de crímenes marítimos, siguiendo su explosivo crecimiento explosivo y humanizando a los forajidos que han esquivado a algunas de las armadas más poderosas del mundo. Por lo que cuenta Bahadur, el sector de la piratería cobró bríos en los años 90, tras el estallido de la guerra civil de Somalia. Los primeros blancos, las embarcaciones comerciales de pesca de langosta, pescaban con red de arrastre cerca de la costa de Puntland. Como usaban redes de pesca de arrastre con dientes de acero, explica Bahadur, "estos barcos extranjeros no se molestaban en explorar meticulosamente los arrecifes". En vez de eso, "los arrancaban de raíz y se llevaban en sus redes el sustento futuro de los habitantes de la costa cercana junto con las capturas diarias". Un pequeño grupo de pescadores indignados, encabezados por un pirata llamado Boyah (al que Bahadur entrevistó en una granja cercana a la capital de Puntland), empezaron a capturar los barcos pesqueros y a retener a las tripulaciones para conseguir un rescate. Pero después de que los pescadores comerciales llegaran a acuerdos con los caudillos militares del sur para obtener protección, Boyah y sus compañeros piratas cambiaron de táctica y empezaron a asaltar indiscriminadamente barcos que navegaban por los alrededores de Eyl.



A medida que la piratería somalí fue en aumento, algunos personajes con recursos, como Mohamed Abdi Hassan, conocido como Afweyne (Bocazas), de la ciudad costera central de Harardheere, convirtieron el negocio en una operación más sofisticada. Bahadur escribe que Afweyne recaudaba capital de riesgo para sus operaciones de piratería "como si estuviera lanzando una oferta pública inicial de Wall Street". Las bandas criminales como la suya llegaron a estar enormemente organizadas y el despliegue de barcos nodriza"les permitía actuar a centenares de millas de la costa. Cuando un movimiento fundamentalista radical llamado Unión de Tribunales Islámicos se hizo con el control de la mitad meridional de Somalia en 2006 y declaró la guerra a los piratas de su territorio, las operaciones de Puntland alcanzaron una supremacía indiscutible. Y los precarios equipos de guardacostas contratados por el Gobierno de Puntland proporcionaron sin querer cursos de formación a los aspirantes a piratas, al familiarizarlos con el armamento complejo, las tácticas de asalto y los sistemas de navegación avanzados. En 2009, el recién elegido presidente de Puntland, Abdirahman Farole, puso fin a las permisivas políticas de sus predecesores. Pero aunque autorizó la detención y encarcelamiento de los piratas, no se ha mostrado muy dispuesto a atacar sus bases. La comunidad internacional no empezó a responder hasta octubre de 2008, cuando la OTAN, la UE y EE.UU. desplegaron unas fuerzas navales considerables para patrullar la principal ruta marítima. El Corredor de Tránsito Recomendado Internacionalmente, una zona de seguridad con gran cantidad de patrullas, discurre ahora a lo largo de unas 400 millas por el lado yemení del Golfo de Adén. "Cazar piratas", comenta Bahadur, "debe de ser parecido a perder en el juego del pilla pilla". El pago de rescates de siete cifras, un suministro inagotable de hombres jóvenes en paro, una visión romántica de la piratería y el continuo caos somalí han socavado los intentos de ponerle fin. De 2008 a 2010, relata Bahadur, el número de ataques casi se duplicó, y solo se registró un pequeño descenso del porcentaje de éxitos.



Bahadur plasma el funcionamiento interno de la piratería somalí con extraordinario detalle. Explica que la estructura organizativa de las células piratas típicas no solo incluye atacantes, intérpretes, contables y cocineros: casi todos los grupos tienen también su proveedor de khat, una planta que diariamente se transporta por toneladas en avión hasta Somalia desde Kenia y Etiopía, y que se mastica para conseguir un cuelgue adictivo. El autor parece admirar la audacia de los piratas y sus recursos, aunque al mismo tiempo evita idealizarlos. Si bien la primera oleada de piratas somalíes estaba integrada en su mayoría por "pescadores vigilantes", escribe Bahadur, la nueva generación es mucho más cínica, irradia una "crueldad fría" y da muestras de ser proclive a la tortura y la violencia. No todos los encuentros de Bahadur son edificantes. Hay demasiadas conversaciones interminables con forajidos que ofrecen las mismas autojustificaciones tediosas y las mismas afirmaciones dudosas sobre que la piratería desaparecería si se acabase con la pesca ilegal.



El libro termina con una floritura, el relato de Bahadur de su periplo por carretera a Eyl, un lugar de mala muerte junto al mar donde los arrogantes jóvenes piratas tratan con prepotencia a una población encogida de miedo. Inmovilizado en el puerto se encuentra el MV Victoria, un carguero alemán secuestrado cuando transportaba arroz al puerto saudí de Yeda. Para la tripulación cautiva, las semanas de aburrimiento y terror terminan como suelen terminar este tipo de episodios, en este caso con un rescate de 1,8 millones de dólares lanzado en paracaídas. Como el valiente y exhaustivo libro de Bahadur deja claro, la solución al azote de la piratería somalí no va a hallarse tan fácilmente.



New York Times Book Review