David Mamet. Foto: David Heist
Es un libro extraordinariamente irritante, escrito por una de esas personas engreídas que creen que, como han perdido la fe, tienen que haber encontrado ipso facto la razón. Para que nos convenza, tendríamos que estar abiertos a premisas como ésta: "Parte de la salvaje animosidad de la izquierda hacia Sarah Palin puede atribuirse a su condición no como mujer, ni como conservadora, sino como trabajadora". O esto: "Estados Unidos es un país cristiano. Su constitución es la síntesis de la sabiduría y la experiencia de los hombres cristianos, siguiendo una tradición cuya codificación es la Biblia". Algunas de las categóricas afirmaciones de David Mamet (Chicago, 1947) son aún más escuetas. En una página afirma que la discriminación positiva es "tan injusta como la esclavitud tradicional". Nos enteramos de que 1973 fue el año en que Estados Unidos "ganó" la guerra de Vietnam, y de que Karl Marx -que a juzgar por la evidencia trabajaba bastante más que Sarah Palin-"nunca dio un palo al agua". La dejadez o la confusión podrían explicar su referencia a Lord Beaverbrook, el magnate de la Prensa canadiense, como un cortesano judío, en la tradición de Disraelí y Kissinger, pero decir de Bertrand Russell -autor de uno de los primeros informes salidos de Moscú que desollaban a Lenin- que era un compañero de viaje inocentón y un turista a lo Jane Fonda, constituye el colmo de la ignorancia.Los escritos propagandísticos de este jaez pueden ser incluso más aburridos que irritantes. Por ejemplo, Mamet escribe en The Secret Knowledge (El conocimiento sereto) que "a los israelíes les gustaría vivir en paz con sus fronteras; a los árabes les gustaría matarlos a todos". Independiente- mente de la opinión que uno tenga sobre ese conflicto, esta afirmación elimina cualquier necesidad de analizarla e incluso de discutirla. Llamarla simplista sería quedarnos muy cortos. Llegados a este punto, a lo mejor no les sorprende saber que Mamet considera que el calentamiento global es una falsa alarma y exige que le digan "por medio de qué proceso mágico" pueden las pegatinas de los coches "salvar ballenas y liberar el Tíbet". Una vez más, esto no es atípico de su estilo inútilmente agresivo: ¿quién en su sano juicio afirmaría que pueden? Si yo fuera tan propenso a los eslóganes como Mamet, evitaría del todo comprar pegatinas.
En la página del epígrafe, y en la última página, Mamet trata de explicar el título de su libro. Cita a la antropóloga Anna Simmons sobre los ritos de la iniciación, en el sentido de que el gran secreto consiste a menudo en que no hay ningún gran secreto. En sus propias palabras, afirma: "No hay conocimiento secreto. El Gobierno federal no es más que un comité de urbanismo, pero en grande". Una vez más, resulta difícil saber a quién se enfrenta. Los que creen en los poderes misteriosos o esotéricos u ocultos se distribuyen por todo el espectro y, creo yo, Glenn Beck es uno de ellos. Beck es uno de los que aparecen en los agradecimientos de Mamet por ayudar a liberarle del "paternalismo confuso y patético" de las ondas liberales. Ojalá fuera este el único indicio de la profunda confusión que es todo lo que suaviza el compromiso de Mamet con el partisano unidimensional o redomado. Escribí esta reseña la misma semana en que me enzarcé en un intercambio agotador con Noam Chomsky en las páginas de una pequeña revista. No me cuesta entender la razón por la que los antiguos liberales y radicales se exasperan con la beatería de la izquierda. He enseñado en Berkeley, y sé lo que pretende Mamet cuando evoca el aburrido ambiente de la corrección universitaria. En una o dos ocasiones, como cuando ataca a las feministas por guardar silencio respecto a la sórdida vida sexual de Clinton, o cuando señala lo trágico que es que empleemos la palabra "zar" como un término positivo para un político que resuelve problemas, tiene sin duda razón. Pero cuando escribe que "el vertido de BP en el Golfo… fue malo, la filtración de miles de documentos militares secretos por parte de Julian Assange en WikiLeaks fue buena. ¿Por qué?", resulta poco convincente.
La ironía es uno de los elementos de la tragedia, un tema que fascina enormemente a Mamet. Ha leído la clásica defensa del mercado de Hayek, Camino de servidumbre (supongo que no ha leído su ensayo Por qué no soy conservador). En pocas palabras, Hayek describía lo que él denominaba "la Trágica Visión" del mercado libre: la necesidad de hacer elecciones difíciles entre bienes que compiten entre sí. La economía clásica ya había definido esto como "coste de oportunidad", que es igual de exacto pero menos lacrimógeno. Lo conocemos desde hace tiempo por otras máximas -"gobernar es elegir"- e incluso por refranes populares sobre la imposibilidad de estar en misa y repicando. Pero para Mamet, Hayek es un brillante correctivo para el mal de Roosevelt, que "desmanteló el mercado libre y, por lo tanto, la economía", y comparte este triste récord con los nazis, los estalinistas y otros "socialistas". Catástrofes y crímenes más recientes en el sector del capital privado, y los rescates de Bush y Obama le parecen grandes pasos en la misma dirección. Mamet empieza el libro de forma más prometedora, al proponerse analizar los desacuerdos políticos entre conservadores y liberales desde la perspectiva de su profesión: "Esta oposición me atraía como dramaturgo, puesto que un buen drama aspira a ser, y la tragedia debe ser, un retrato de una interacción humana en la que ambos antagonistas tienen supuestamente la razón". Esta era sin duda la definición de Hegel de lo que constituye una tragedia. Sin embargo, de un autor de teatro cabría esperar también algo de debate sobre lo que pensaban los trágicos áticos: es decir, que la tragedia surge a raíz de un fallo fatal en una persona o empresa noble. Esto habría permitido a Mamet realizar incursiones en los campos de la ironía y las consecuencias imprevistas, que es donde se han originado muchas de las mejores críticas del utopismo. Pero, por desgracia, demuestra que no tiene oído para la ironía. Cita nada menos que a Deepak Chopra cuando dice: "Nuestro pensamiento y nuestro comportamiento siempre se anticipan a una respuesta. Por tanto, se basa (sic) en el miedo", y aprovecha la oportunidad para preguntar: "¿Es exagerado insinuar que esta cita contiene la receta más básica del liberalismo, Deja de pensar"? Si nos atenemos a esas pruebas, sí, sería un pelín exagerado.
Mamet evita la ironía y prefiere que sus preceptos sean literales y tradicionales. En el caso de que por alguna casualidad no lo hayamos leído antes, repite en dos ocasiones la definición de Rabbi Hillel de la regla de oro y la esencia del Tora: "No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti". Al igual que con la necesidad de elegir de Hayek, la aparente obviedad de esto no lo libra de la contradicción. En lo que respecta a Gadafi y a Charles Manson y a Madoff, quiero que les pasen cosas que no me gustaría que me pasaran a mí. ¿De qué sirve un principio que solo vale lo que la persona que lo afirma? Más o menos lo mismo que la "gran dama" (no identificada) de la izquierda estadounidense quien, según Mamet, siempre recomienda averiguar lo que piensa y hace MoveOn.org, y luego pensar y hacer lo mismo. Eso, sospecho, era un antagonista insignificante y este es un libro insignificante, que busca la tragedia en sitios equivocados.