Foto: Shanon Stapleton
Este libro tiene un mensaje importante: la crítica a la petulancia de los economistas. Los hemos visto tantas veces, pedantes insufribles convencidos de que como son doctores, catedráticos, y autores de artículos publicados en inglés, entonces saben cómo organizarnos la vida desde sus tribunas y, lo que es mucho más grave, desde sus puestos de mando en la política y la burocracia nacional e internacional. Esta es una idea valiosa que entronca con la tradición liberal, desde Adam Smith y su diatriba contra el "hombre doctrinario, que se da ínfulas de muy sabio y está fascinado con la supuesta belleza de su proyecto político… se imagina que puede organizar a los miembros de una gran sociedad con la desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez", hasta Hayek que habló en el mismo sentido de La fatal arrogancia.Felicito a los autores por esta actitud y por su censura a los políticos que juegan con modelos productivos y que creen que saben elegir las actividades económicas con futuro, como las energías renovables: "No hay que buscar sectores sustitutivos del inmobiliario; hay que fomentar la competitividad de todas las actividades".
Sin embargo, este enfoque plausible queda desdibujado porque los profesores Arias y Costas se apuntan al carro políticamente correcto que atribuye nuestros males a la libertad excesiva que, aseguran, hemos vivido en las últimas décadas. Se trata de una extendida invención de la que los autores son seguidores pero no fundadores, puesto que escriben años después de que el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz haya puesto en circulación la fantasía del "fundamentalismo del mercado". Esta asombrosa tesis es repetida en el presente volumen: "la política perdió su autonomía para determinar el gobierno de la economía y la búsqueda del bienestar social y quedó subordinada a la hegemonía de los mercados".
Aquí cabe plantear dos objeciones, una empírica y otra analítica. La empírica es: ¿qué mundo están mirando estos economistas? El Estado no redujo su peso en la sociedad en ningún país del mundo. Los impuestos, el gasto público, las regulaciones, los controles, las multas, las prohibiciones, no sólo no se redujeron sino que aumentaron, y en algunos lugares lo hicieron marcadamente. Pero Arias y Costas proclaman que "nos gobiernan los mercados", que hubo una "victoria total y sin paliativos del modelo liberal", que rigió la "despreocupación por lo público", que la palabra que define el papel del Estado es "retirada", porque hubo una "política de grado cero" y hemos disfrutado, agárrese usted bien, de una "tendencia casi universal a la reducción de la presión fiscal". De esa base empírica tan dudosa emergen los tópicos del pensamiento único en busca de una cálida solución socialdemócrata que fortalezca ese Estado aparentemente exangüe. Habría sido aconsejable que Arias y Costas aplicaran a sus propias ideas el estilete con el que dan cuenta de los dogmas de la teoría económica mainstream.
La objeción analítica es la insuficiencia de su teoría política, víctima del angelismo predominante conforme al cual el mercado es el ámbito de los poco fiables individuos "inseguros e indefensos", mientras que la política no sólo es su equivalente o incluso su subordinada, sino que su ámbito corresponde al bienestar social y el pleno empleo, como si su intervencionismo no los pusiera en riesgo.