Un niño kosovar durante el conflicto entre Yugoslavia y la OTAN en 1999. Foto: Danilo Krstanovic

Alianza. Madrid, 2011. 416 páginas, 19'50 euros

Para un historiador chino, 20 años es un suspiro. Para un europeo como Francisco Veiga (1958), uno de los académicos españoles que mejor conocen los Balcanes -a ellos ha dedicado casi 30 años de investigación, plasmada en media docena de libros- es tiempo más que suficiente para empezar a aclarar la densa niebla que aún cubre las Guerras de Secesión yugoslavas.



Sus lectores, oyentes y alumnos de la Autónoma de Barcelona conocen bien los molinos de viento contra los que el autor viene batallando: la facilidad con que muchos pararon su reloj balcánico en 1993 (Bosnia) o 1999 (Kosovo), creer que las cinco guerras se resumen en dos nombres como Bosnia y Sarajevo, la versión tan distorsionada que han impuesto sobre lo sucedido las potencias intervencionistas, la confusión de las causas de la desintegración de Yugoslavia con las de los conflictos armados desencadenados por dicha implosión y la descarada manipulación de la realidad kosovar. Dos guerras previsibles (Eslovenia y Croacia) y tres imprevisibles (Bosnia, Kosovo y Macedonia), un capítulo por guerra, 388 páginas, más de 20 mapas con textos explicativos, un listado de 78 siglas que facilita el recorrido por el rompecabezas y un índice onomástico que permite localizar hechos y actores.



¿Por qué se ha premiado a los más ricos, incorporándolos a la Unión Europea y a la OTAN, mientras los más pobres y los que más sufrieron siguen al frío? ¿Fue casual que las guerras se iniciaran justo cuando la Vieja Europa se disponía a refundar la UE en Maastrich para poder competir de verdad con los Estados Unidos a nivel global? Las guerras yugoslavas, escribe el autor, han quedado en la memoria "como una colección de crisis confusas, algo así como una compleja maraña de odios descontrolados, conectados con rencores enraizados en el pasado remoto. Una explosión seguida de un incendio que, en todo caso, provocó Slovodan Milosevic o 'los serbios' (en abstracto), y que una bienintencionada 'comunidad internacional' logró extinguir con más pena que gloria. Sin embargo, 'Milosevic/ los serbios' no tuvieron que ver con la primera de esas guerras (Eslovenia) ni con la última (Macedonia)".



En contra del discurso dominante, Veiga siempre ha mantenido que la demonización de los serbios ha permitido a Bruselas mantener a Serbia fuera de la UE porque "el día que ese país acceda será imposible negarle la entrada a Macedonia, Albania, Kosovo y, sobre todo, Bosnia". Y añade: "El país mártir, sobre el que se volcó tanta ayuda, es ahora mismo un estorbo para Bruselas. Por lo tanto, mientras se excluya a Serbia, se podrá hacer lo mismo con los demás". En su búsqueda incasable de responsables, Veiga aplica con buen criterio la vieja fórmula latina: quid prodest? Esto es, ¿a quién beneficia el desastre de los Balcanes de los 90? No tiene las pruebas definitivas, pero los indicios encontrados en su largo viaje "llevan forzosamente a preguntarnos si las Guerras de Secesión yugoslavas no fueron el laboratorio de un neoimperialismo". Es evidente, en opinión de Veiga, que el triunfo de los Estados Unidos en la confrontación bipolar tenía por finalidad extender su modelo político y económico por el mundo, y que una Europa unida, próspera y en paz se convertía en su primera competidora. Un relato fragmentado, la desconexión de cada guerra con las siguientes y la limitada capacidad de digestión del lector medio, todo ello acelerado y empeorado por internet, contaminan -se lamenta el autor de La fábrica de las fronteras- la percepción de los conflictos actuales y facilitan su manipulación.