Guillermo Cabrera Infante. Foto: Carlos Miralles

Edición y prólogo de Antoni Munné. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2012. 1534 páginas. 39 euros

No es fácil ver en un libro de estudio sobre una película, un director o un movimiento cinematográfico una cita de una opinión o de un texto de Guillermo Cabrera Infante, que tantas miles de páginas escribió -con frecuencia bajo el nombre de G. Caín- sobre el cine, sus creaciones y sus creadores.



¿Fue Guillermo Cabrera Infante un crítico de cine? La pregunta parece tonta, a la vista de su ingente producción. Sin embargo, Cabrera, invadido de pasión cinéfila y de ingente erudición sobre el cine, no fue un crítico convencional -se llamó "cronista"- en ninguna de las suposiciones del concepto de convencional aplicado a la crítica de cine: no siempre se preocupaba de volcar toda la información de la que disponía, no cumplía con los requisitos de análisis pormenorizado sobre los aspectos relevantes de una película, no se ceñía a orientar con amago de objetividad los gustos de los espectadores, no se embarcaba en ensayos de aparentes altos vuelos.



Hacía algo de todo eso en mezcla muy personal y, con el mismo impulso subjetivo, derivaba hacia la construcción de piezas autónomas, literarias, inspiradoras, instigadoras, autosuficientes. Sacrificaba con gusto los cánones más estrictos -y antiguos- de lo periodístico o de lo académico en busca de un resultado otro, de un desenlace textual que remitía a la película o al director, pero que se situaba en el terreno de una creación independiente. Lo primero, el logro del placer de la escritura para el escritor y, por consiguiente, del texto para el lector, y, a través de ambos, la incitación -o el rechazo- hacia la película, la comunicación de un amor hacia el cine que tenía su mejor prueba en la capacidad de las películas para suscitar, mediante la chispeante y caprichosa inteligencia analítica y verbal del autor, piezas periodísticas y literarias legibles por sí mismas, estimulantes y contagiosas -a veces de forma harto indirecta- de las ganas de acudir al cinematógrafo.



El reconocido afilamiento del pensamiento del escritor, sus inesperados juegos de palabras, el espectáculo de la pirotecnia de sus ideas y de sus juicios y su sentido del humor ácido e irónico desembocaban en un espectáculo gozoso que traspasaba y rebasaba la establecida función de la crítica de cine, preludiando y conectando con la posterior escritura novelesca del autor.



El cronista de cine -enmarcado como primera entrega de la sucesiva publicación de las obras completas de Cabrera Infante y como primer volumen de la recopilación de sus textos de cine- se asienta sobre las ya conocidas críticas de su libro Un oficio del siglo XX, pero ofrece centenares de páginas que no conocíamos de sus reseñas publicadas en la revista habanera Carteles, entre 1954 y 1960, así como una sabrosísima recolección de artículos, reportajes y entrevistas.



El resultado es un festín, una bacanal para cualquier buen lector y para cualquier buen cinéfilo, doble condición que ha ido unida históricamente hasta que, ahora, uno -y más de uno- tiene la sospecha de que la entrega rendida a las historias contadas con imágenes excluye -o mengua significativamente- la devoción por las historias contadas con palabras. Es esta una tragedia -¿provisional?- del siglo XXI que no sólo atañe a muchos espectadores jóvenes sino también a muchos cineastas en ejercicio. Hace poco leí en una columna de un habitualmente desaforado columnista, de muy buena escritura y peor punto de vista, que las películas eran los libros de quienes no leen libros. El picotazo duele. Nunca había sido así, pero puede que una generación -o dos- estén cayendo en ese precipicio.



Cabrera Infante (Caín, provocador heterónimo hecho de las dos primeras letras de sus apellidos) no fue un crítico al estilo de André Bazin, Andrew Sarris y, ni siquiera, de François Truffaut, si bien la desenvoltura de este último -que conocía y citaba- le fuera más próxima. Pero es imposible que, más allá del mencionado placer que por sí mismos procuran sus textos, su obra crítica no sirva para agudizar los registros de percepción de las películas, para proponer formas renovadas de hacer periodismo, para recrear los decorados de la memoria vital y, por supuesto, para evocar y revocar la trayectoria biográfica de un escritor indispensable, que fundió el interior de luces y sombras de las salas oscuras con el exterior -a veces luminoso, a veces sombrío- de su vida individual y de la vida colectiva. No ha habido tantos escritores que, de una tacada, nos empujaran a amar las películas, los libros y la vida.