El pescado ha predominado durante el último siglo como componente natural de la dieta, especialmente en nuestro país, donde ha constituido una importante fuente de proteína barata y de buena calidad durante un largo periodo en el que la producción y consumo de carne estaban en torno a la mitad de la media europea. Medio siglo después, cuando ya nuestro consumo de carne está por encima de dicha media, la disponibilidad de pescado ha disminuido considerablemente y su precio ha aumentado hasta convertirlo en un manjar selecto. La implantación y expansión de las aguas territoriales y la extrema sobreexplotación de las especies marinas, entre otras razones, han llevado a una reducción drástica de nuestra flota pesquera, que en tiempos fue una de las mayores del mundo.
Sin que por ello pierda generalidad la reflexión sobre el agotamiento de la pesca, Greenberg centra su ensayo en cuatro especies importantes, de gran consumo a escala global: el salmón, la lubina, el bacalao y el atún. En la actualidad, el placer del salmón salvaje es el privilegio de unos pocos y adinerados consumidores (en mi caso, sólo recuerdo haberlo consumido en Irlanda y en Noruega hace ya unos años). Sin embargo, el salmón procedente de la acuicultura es plato habitual en los restaurantes más populares. Su producción es superior a los 1.200 millones de kilos anuales, obtenidos a partir de una cantidad tres veces mayor de otros peces, previamente convertidos en granulados, y tiene lugar en unas condiciones de confinamiento que no excluyen que los peces consuman sus propias heces. Esta industria supone un impacto ambiental casi prohibitivo y se está explorando la posibilidad de producir un salmón vegetariano a partir de algas.
Mejor conseguida está la domesticación de la lubina, cuya versión silvestre abundó en tiempos a lo largo de las costas europeas y hoy con suerte se deja ver en la captura de algunos barcos. Tras resolver ciertos problemas endocrinos en una universidad israelí y comprobar que se podía usar como alimento una gamba diminuta, la Artemia, la acuicultura de la lubina despegó en Grecia, donde ahora se producen anualmente más de cien millones de piezas.
Para el bacalao todavía hay algunas esperanzas de supervivencia, sobre todo desde que se cerrara hasta 2026 el gran caladero Georges, cerca de Cape Cod en Estados Unidos. En contraste, la época de los grandes atunes de cuatrocientos kilos está tocando a su fin debido a una desmesurada demanda de países como Japón, donde llegan a pagar hasta ochenta mil euros por pieza. Ante la inminente extinción del último gran reducto del alimento salvaje, dos actitudes contrapuestas pugnan entre sí, a veces encarnadas en el mismo individuo, la de apresurarse a consumir el preciado manjar antes de que desapareezca y la de abstenerse tajantemente de dicho consumo para contribuir a que no lo haga.