Terenci Moix. Foto: Andreu Dalmau

Premio Gaziel. RBA, 2012. 510 pp., 25 euros

"¿Para qué va a escribir nadie mi biografía si ya la he escrito yo?", dijo el ahora biografiado a quien sería su biógrafo, cuando ni el uno ni el otro sabían que el tiempo les tenía reservados esos papeles. La pregunta encerraba un reto: ¿qué quedaría por decir de un autor que, aparentemente, había dejado dicho todo lo referente a su vida, y lo había hecho en tres tomos de memorias y en las transparentes referencias autobiográficas que había dejado repartidas a lo largo y ancho de su obra? Y que, además, fue uno de los autores más mediáticos que ha conocido la literatura española, y no dudó en utilizar esa condición para amplificar y potenciar su propio personaje. La respuesta era sencilla, aunque no fácil de llevar a cabo: correspondía al biógrafo ordenar y contrastar esa información, matizarla o rebatirla cuando fuera necesario; y, sobre todo, ver de qué manera se efectuó ese trasvase de información entre vida y obra y qué resultados literarios tuvo. A ese plan se ajusta esta amenísima y bien documentada biografía. Que no se traduce en grandes revelaciones, sino en una ponderada, erudita y, en ocasiones, apasionada revisión de esa información ya conocida; y, sobre todo, en una rigurosa lectura de la obra del biografiado, en la que no sólo se pondera su componente autobiográfico, sino también su valía literaria.



No sale, desde luego, indemne el biografiado de tan atento escrutinio. En el difícil compromiso entre autoexigencia y búsqueda de la popularidad a cualquier precio, en el caso de Terenci Moix (1942-2003) sin duda alguna lo primero fue sacrificado en gran medida a lo segundo. Pero eso no excluye -y aquí entra en juego el excelente juicio literario del biógrafo- que un número suficiente de títulos -hasta diez enumera Bonilla al final de su libro- estén entre lo más granado, original e imaginativo que ha producido la narrativa española y catalana de la segunda mitad del siglo XX.



Es un diagnóstico arriesgado, que contradice lo que ya parecía un dictamen crítico poco menos que irrebatible. Bonilla, sin embargo, argumenta su tesis con convicción y la apabullante autoridad que le presta la abundantísima información que maneja, no sólo sobre la vida y obra de su biografiado, sino también sobre cuestiones como la sociabilidad literaria en Cataluña y España a lo largo de cuatro décadas -en la que se incluye la historia menuda de la gauche divine, por ejemplo, las cambiantes coyunturas editoriales, los condicionamientos políticos (con doble levantamiento de acta: sobre el estado de cosas en la España franquista y sobre la cerrazón irreflexiva y fanática, que practicaban algunos sectores de la oposición), etc.-, la cultura popular del momento (cine, cómic, música), las trayectorias biográficas de los muchos personajes que confluyen en la vida de Moix, y todo un sinfín de cuestiones adyacentes, pero no irrelevantes, que convierten este libro en una condensada enciclopedia de toda una época.



Es precisamente esta faceta erudita lo que hace de esta biografía un libro personal, que puede contarse entre los más logrados de su autor (que es, además de un incisivo periodista cultural, un narrador, poeta y ensayista de primer orden). Y ello sucede porque Bonilla no se limita a aportar datos, sino que lo hace con el apasionamiento de quien se juega en ello algo vitalmente importante, y por eso necesita argumentar con fundamento y autoridad. Tiene uno la impresión de que, por ejemplo, cuando traza el panorama literario, cultural y político de los tiempos de su biografiado, lo que está haciendo es definir el fondo de una novela autobiográfica que no empieza con el nacimiento del protagonista, sino con el de sus padres; o que, cuando se plantea las numerosas disyuntivas que debieron pasar por la cabeza de un autor que, como Moix, jugó indistintamente las bazas de la literatura personal y la dirigida a satisfacer los gustos del gran público, Bonilla conoce bien el paño y se ha hecho su propia composición de lugar. En la literatura, a veces, el éxito es tan destructor como el fracaso. Pero eso, que puede ser consuelo de mediocres, tampoco es siempre merecido ni justo.