Antonio Tabucchi. Foto: Domènec Umbert

Edición de Paolo di Paolo. Traducción de Carlos Gumpert. Anagrama. 265 pp. 17'90 euros

De los libros de viajes se podrían hacer cientos de clasificaciones distintas: los sentimentales, los cultos, los pedantes, los onomásticos, los literarios, los respetuosos, los necios, los bien escritos, los mal escritos... Pero existe una clasificación interesante que no suele comentarse y que en mi opinión es vital a la hora de juzgar sentimentalmente un libro: los libros de viajes escritos por gente a la que nos gustaría tener de compañeros y los escritos por gente por la que pagaríamos por no acompañarles. Theroux, cuyos libros admiro y de quien creo que es uno de los mejores escritores de viajes en activo sería un caso evidente de la segunda categoría: un viajero gruñón, negativo, anárquico y caprichoso. Un caso tan evidente de la primera categoría como Theroux lo es de la segunda sería Antonio Tabucchi.



Estos breves viajes de Tabucchi provocan en el lector lo que provoca buena parte de su narrativa: una agradable sensación de bienestar y de reconciliación con lo que de bueno tiene la vida. Puede que como descripción crítica de un libro de viajes ésta última frase pueda parecer no demasiado mordaz pero desde luego sé que les parecerá apropiada a quienes conozcan la ficción de este tristemente fallecido escritor italiano. Tabucchi tiene una cualidad especial, un talento especial parecido al de la bondad que solía atribuirse a Walt Whitman ("tenía la virtud de hacer hablar a las personas de aquello que más les interesaba". ¿Acaso existe forma más precisa y misteriosa de describir la bondad humana en términos generales?) el talento de encontrar en las ciudades y en los espacios que visita el punto en el que pivota la belleza de ese lugar, no para los visitantes y turistas, sino para los locales. Esa al menos, es la percepción que flota a lo largo de las páginas de esta antología realizada por Paolo Di Paolo.



Tal vez no sea éste el libro más apropiado para "iniciarse" en la obra de Tabucchi, pero desde luego sí lo es para quienes ya formen parte del su numeroso público cautivo. Se trata aquí de un buen número de artículos dispersos de extensión muy breve (lo que hace que en muchas ocasiones los comentarios sobre las ciudades estén reducidos al terreno de la simple ocurrencia o al de un aspecto particularmente concreto) escritos a lo largo de muchos años, pero con un tono relativamente uniforme que evita el tono habitualmente descabalado de las antologías por el estilo. La mayor parte de ellos fueron publicados originalmente en el Corriere della Sera y tienen particular interés los dedicados a Portugal, un país con el que el autor mantuvo un idilio de por vida.



La antología completa está precedida por toda una tesis sobre el viaje que en muchas cosas me parece similar a la de Magris en su Infinito viajar. Una de las primeras opiniones de Tabucchi es que el viaje es una demostración de la necesidad de conocimiento, al igual que la literatura es la demostración "de que la vida no nos basta", otra opinión contundente de Tabucchi me parece particularmente simpática porque la suscribo de corazón: su desprecio a la gente que hace viajes con el único motivo de escribir sobre ellos. "Soy un viajero que nunca ha hecho viajes para escribir sobre ellos. Es una actitud que siempre me ha parecido una estupidez. Sería como si uno quisiera enamorarse para escribir luego un libro sobre el amor".



Tal vez sea ésa una de las razones por las que en gran medida este libro resulta particularmente fresco, porque el autor no ha visitado lugar alguno mientras repasaba mentalmente con qué adjetivo iba a describirlo cuando llegara a la habitación del hotel. La tercera (y maravillosa) cualidad que Tabucchi otorga al buen viajero es la de que para viajar "correctamente" uno tiene que dar por descontado de antemano que es incapaz de comprenderlo todo, de conocerlo todo. Esa petición de principio de que el mundo no es ni mucho menos una aldea global sino "más ancho y ajeno" que nunca, le da al viajero de Tabucchi el mismo aire bonachón y asombrado, y un poco melancólico, por qué no, de muchos personajes.