Lyndon B. Johnson

Robert B. Caro. Alfred A. Knoff, 2012. 712 pp., 35$. Ebook: 14'99$

Este volumen demuestra la destreza política del presidente Lyndon B. Johnson para resucitar un proyecto de ley que parecía condenado al dracaso: la ley sobre los Derechos Civiles de 1964

Por Bill Clinton / The Neww York Times Review



The Passage of Power, la cuarta entrega de la brillante serie de Robert Caro sobre Lyndon Johnson, abarca casi cinco años: arranca un poco antes de la carrera presidencial de 1960, toca la Bahía de Cochinos, la crisis de los misiles en Cuba y otros acontecimientos trascendentales de los años de Kennedy, y concluye meses después de la aciaga tarde en Dallas que llevó a LBJ a la presidencia.



Algunos de los episodios más interesantes e importantes que reseña Caro son los que aluden a la capacidad del nuevo presidente para sacar proyectos de ley de las comisiones legislativas y trasladarlos a las salas del Congreso y el Senado para ser sometidos a votación. Uno de esos proyectos de ley se convertiría más adelante en la Ley sobre Derechos Civiles de 1964. No hace falta ser un lince para maravillarse ante la destreza política de la que hizo gala LBJ para resucitar un proyecto de ley que parecía condenado a no ser votado nunca en la sala de ninguna de las dos cámaras. Los demócratas sureños eran maestros en sepultar leyes que odiaban, en particular los proyectos de ley que ampliaban los derechos civiles de los negros estadounidenses. Su habilidad para la obstrucción era tan admirada que un aliado aconsejó a Johnson que no invirtiera el capital político que había heredado tras el asesinato en una causa perdida como esa. Caro relata que Johnson respondió: "Bueno, ¿para qué diablos es la presidencia?".



Esta es la pregunta que todo presidente debe hacer y responder. A Lyndon Johnson, en las últimas semanas de 1963, la presidencia le sirvió para dos cosas: para aprobar un proyecto de ley sobre derechos civiles que surtiera efecto, sustituir la ley de 1957, mucho más débil, y cuya aprobación él había apoyado como jefe de la mayoría en el Senado, e iniciar la guerra contra la obreza. Posiblemente él fuera el único que tenía claro que ninguna de estas causas era una causa perdida, ya que pocos estadounidenses a lo largo dela historia han igualado la intuición de Johnson para mover la legislación y a los legisladores.



Es maravilloso observar cómo se contagió la confianza de Johnson y se transmitió a los traumatizados supervivientes del gobierno de Kennedy cuando cayeron en la cuenta de que el hombre que antes fuera el Amo del Senado ahora era el jefe del ejecutivo con más capacidad para activar la legislación en la Cámara y el Senado que prácticamente cualquier otro presidente en la historia. La llama de Johnson se extendió al exterior y se propagó a todo el país durante su primer discurso sobre el Estado de la Unión. Las palabras las había escrito el redactor de discursos de Kennedy, Ted Sorensen, pero su impacto se sintió en la magia que LBJ obró durante las siguientes siete semanas. Cómo lo hizo fue después comprendido a la perfección por Hubert Humphrey, el hombre que el presidente eligió para contar los votos para el proyecto de ley sobre derechos civiles. Humphrey decía que Johnson "sabía exactamente cómo convencerme".



Caro expone con asombroso detalle el genio del nuevo presidente para convencer a los demás y cómo lo utilizaba para lograr sus objetivos. Todos hemos visto las reveladoras fotografías de LBJ enfrascado en una conversación, apretando su grueso dedo contra el pecho de un confidente o posando su largo brazo en el hombro de alguien. Con sus casi dos metros de alto superaba en altura a la mayoría de los hombres, pero incluso cuando estaba sentado Johnson resultaba imponente. Y no necesitaba estar en la misma habitación; se le daba estupendamente manipular, engatusar e incluso intimidar por teléfono. Sabía cómo convencer. Si uno era partidista, apelaba a su patriotismo; si era un tradicionalista, hacía que su propuesta pareciera la favorita de los poderes establecidos.



La otra parte destacable de este volumen abarca la tribulación anterior a los triunfos: la campaña perdida y los interminables años como vicepresidente, en los que su poder era insignificante. Tenía poco que hacer, menos que decir, y ninguna defensa ante las humillaciones a las que le sometía el círculo de íntimos de los Kennedy. Puede que el Amo del Senado se convirtiera en su presidente, pero es posible que estuviera de acuerdo con John Nance Garner, vicepresidente de Franklin D. Roosevelt, quien afirmó sobre el cargo que "no vale ni un cubo de escupitajos calientes."



Caro pinta un vivo retrato de la amargura de LBJ. Podemos sentir cómo su ambición va consumiéndose y creer, como él, que su vida política había terminado; le excluían de las reuniones, estaba fuera de lugar en el Air Force One, y Robert Kennedy desconfiaba de él y le despreciaba. En el Congreso no era universalmente admirado por la élite de Washington, que incluso se reía de él por considerarle un poco paleto. En la Casa Blanca inventaba razones para acercarse a los alrededores del Despacho Oval por las mañanas, donde rara vez era bien recibido y se aseguraba de que el personal de Kennedy se fijara en su presencia: aunque no le respetaran, no tenía intención de permitir que se olvidaran de él.



Más tarde, la tragedia lo cambió todo. A las pocas horas del asesinato de Kennedy, Johnson prestó juramento como presidente, sin la pompa de una toma de posesión, pero con todos los poderes del cargo. Al principio era cuidadoso a la hora de esgrimirlos. No se trasladó al Despacho Oval hasta pasados varios días, y dirigía el Ejecutivo desde la Sala 274 en el Edificio de la Oficina Ejecutiva. Pero muy pronto quedó claro que el poder que había tratado de alcanzar toda su vida era suyo por fin.



Como muestra Caro en este y en los volúmenes anteriores, el poder acaba revelando la personalidad. En el caso de LBJ, ser presidente le dio libertad para abrazar partes de su pasado que habían permanecido ocultas. De repente ya no había una razón para desvincularse de la pobreza y los fracasos de su infancia. El poder liberó la fuente de la humanidad de Johnson.



El año pasado tuve el privilegio de hablar en el funeral de Sargent Shriver, un hombre que trabajó para LBJ pero que en muchos sentidos tenía un temperamento opuesto. Entonces dije que muchos de nosotros nos pasamos demasiado tiempo preocupándonos por los ascensos o la mejora personal a base de esfuerzo. Es posible que fracasemos, pero tienen que atraparnos en el intento. Esa fue la gran virtud de Shriver. Con la elección de Johnson, tuvo por fin la oportunidad de probar y ganar.



Aunque Barry Goldwater ya estaba fraguando el movimiento antigubernamental que décadas después alcanzaría tanta prominencia, LBJ, Shriver y otros gigantes de los movimientos de los derechos civiles y de la lucha contra la pobreza parecían alzarse a mi alrededor cuando yo empezaba mi andadura en la política. Ellos creían que el Gobierno tenía una función esencial que desempeñar en la ampliación de los derechos civiles y la reducción de la pobreza y la desigualdad. Pronto quedó claro que se necesitaba un cambio de actitud, además de un cambio de las leyes. Había que convencer no solo al Congreso, sino a los propios ciudadanos estadounidenses.



Era difícil hacerlo, en ausencia de alguna crisis como la pérdida del presidente Kennedy, de Martin Luther King y de Robert Kennedy. Hacia finales de la década de1960, la implicación y frustración cada vez mayores de Estados Unidos en Vietnam, el auge de líderes de los derechos civiles más combativos y los disturbios en muchas ciudades, y el final de un crecimiento económico generalizado hacían que resultara cada vez más difícil ganar más conversos a las causas de los derechos civiles. Lyndon Johnson, en otro tiempo un demócrata sureño convencional, condicionado por su electorado y su hambre de poder, adoptó y promovió los sueños que había albergado siendo niño de oportunidad e igualdad para todos los estadounidenses. Después de tantos años persiguiendo el poder, una vez que lo tuvo, les dijo a los estadounidenses: "Voy a contaros un secreto: tengo intención de usarlo". Y lo usó para aprobar la Ley sobre los Derechos Civiles, la Ley sobre el Derecho a Voto, la Ley contra la discriminación en la vivienda, las leyes contra la pobreza, Medicare y Medicaid, el proyecto Head Start [Tomar la delantera] y mucho más.



Él sabía para qué era la presidencia: para convencer a la gente. A los miembros del Congreso, guardándose a menudo un as en la manga; y al pueblo estadounidense, llevando el corazón en la mano. Incluso cuando nos distanciamos a causa de la guerra de Vietnam, nunca odié a LBJ en la forma en que muchos jóvenes de mi generación llegaron a odiarle. No podía. Lo que él hizo para promover los derechos civiles y la igualdad de oportunidades era demasiado importante. Sigo estándole agradecido. LBJ me convenció y, después de todos estos años, sigue convenciéndome. Con este relato fascinante y minucioso de cómo y por qué lo hizo, Robert Caro ha vuelto a hacer a Estados Unidos un gran favor.