Samuel Beckett. Foto: Jack Nisberg
La proverbial sequedad y ensimismamiento de Beckett, reforzados por el papel hosco y huidizo que quiso representar a raíz de la obtención del Nobel, no condicen del todo con su fluida amalgama de amistades
Trató Cronin a su biografiado, en efecto, cuando éste ya había estrenado Esperando a Godot y, por una conjunción de fervores no del todo ajena al azar, su fama empezaba a asentarse. Indisociable de ésta era la idea de que la mencionada obra se situaba en la tradición rupturista y minoritaria, así como más o menos proclive al escándalo, que había iniciado la vanguardia histórica. El reconocimiento de un cierto "vanguardismo" -o de un atemperado "modernismo", en el sentido anglosajón de la palabra- parece, pues, connatural a la imagen que Beckett ha dejado de sí mismo. Lo que no va, en absoluto, en demérito de su obra anterior, y especialmente de la ambiciosa trilogía que escribió al poco de adoptar el francés como lengua literaria.
Nunca Beckett fue más exigente consigo mismo, más radical en la traslación literaria de sus planteamientos y menos complaciente con el lector, que en la trilogía compuesta por Molloy, Malone muere y El innombrable. Obras que, además, mantienen una clara relación de continuidad con las que escribió en inglés; las cuales, de haber sido su único legado, hubieran encasillado a Beckett para siempre, en palabras de Cronin, en la condición, mucho menos prestigiosa hoy, de autor "eduardiano". Y ello, a pesar de su determinante relación con Joyce y de su decisiva imbricación en los círculos renovadores del París de entreguerras.
Establece Cronin alguna correlación entre la atípica singladura literaria de Beckett y su personalidad. Su proverbial sequedad y ensimismamiento, reforzados por el papel hosco y huidizo que quiso representar a raíz de la obtención del Nobel, no condicen del todo, sin embargo, con la fluida amalgama de amistades, tanto personales como literarias, que desfilan por esta biografía. Nombres como el propio Joyce, el director de teatro Roger Blin, primer montador de Godot, el editor John Calder y el poeta Tom MacGreevy, entre otros, conforman un círculo tan fiel y entusiasta como posiblemente ningún autor tan "difícil" como Beckett pudo exhibir jamás.
Lo mismo puede decirse de las grandes mujeres a las que amó: Suzanne Deschevaux-Dumesnil, que entendió la valía del autor y lo ayudó decisivamente a hacer valer su obra en el París de posguerra; o la casi impalpable, por misteriosa, Barbara Bray, que acompañó al autor en sus años finales. Y es que, como otros solitarios, Samuel Beckett hizo su tránsito vital en la mejor compañía. Por lo mismo, tampoco debe extrañar que, a pesar de su característica indiferencia a la política del día, el "neutral" Beckett -por ciudadano de un país no enfrentado en guerra con la Alemania nazi- apoyara activamente la Resistencia.
Éstas son algunas de las paradojas que desarrolla esta biografía. No hay vida que no abunde en ellas. Y quizá la más notoria sea la tesitura que para este solitario supuso la obtención del Nobel. Puede decirse que incluso el relato de Cronin se hace más aburrido a partir de ese momento. Que este hombre afamado optara por pasar sus últimos días en una modesta residencia de ancianos municipal, en la que le retuvo el calor humano que allí encontró, dice mucho de la incomodidad que debió de sentir cuando la fama quiso proyectarlo a otras esferas. Su final fue buscadamente "beckettiano". Fue su mejor mutis teatral.