Hay razones poderosas a las que atribuir el éxito de los libros de Alex Ross (Washington D.C., 1968). Comenzando por el ya editado entre nosotros, El ruido eterno (Seix Barral, 2009). Cuanto escribimos sobre este volumen, se puede aplicar a Escucha esto. En ambos, hay un grande y logrado afán de remontar el mundo de la música clásica concebida como materia o tema incomprendido o tópico. Es obvio que nadie cuestiona -gustos aparte- el vigor y la perennidad de lo que entendemos por “gran música”, pero qué duda cabe que a veces ésta despierta, por un lado, exclusivismos entre sus más fervorosos seguidores; por otra, rechazo, bien en los que no han sido iniciados en ella y no la comprenden; o por los que lamentablemente la rechazan, embebidos en las formas populares, modernas o rompedoras de la música.
Los libros de Ross tienen el don de deshacer estas fijaciones extremadas, las actitudes ortodoxas (sean tradicionales o contemporáneas), dejando fluir la imaginación y la libertad en el análisis, que siempre es jugoso y atractivo, alejado de cualquier pedantería especializada o monocorde. Ahora bien, si para esa desmitificación de las rigideces y tópicos musicales, Ross acudía en el primero de sus libros -otro de sus grandes hallazgos- a agarrar el “toro” de la Historia por los cuernos, y a decirnos qué relación tuvo la música en la primera mitad del siglo XX con los totalitarismos comunistas y nazis, en esta segunda obra el crítico musical parece recrearse en temas preferidos, en el placer de descubrir zonas especiales de la música, y disfrutar poniéndonoslas de relieve, sin renunciar a su antiguo propósito: quebrar los muros que separaban (o separan) la música clásica de las más radicalmente actuales. Por ello, no es raro que abra su nuevo libro con un tema que es central en sus teorías: “Cruzar la frontera de la clásica al pop”.
Otras veces, Ross lo hace a través de conceptos musicales llenos de contenido (chacona, blues). Nos parecen conceptos extremados y, sin embargo, los entrelaza con agilidad y destreza. El autor entra en temas que aluden claramente al campo de lo práctico o de lo técnico, abordando por ejemplo “cómo las grabaciones cambiaron la música”. (No he tenido por menos que pensar en mi admirado Glenn Gould y en su renuncia a los conciertos directos en favor de las grabaciones; aunque en su comportamiento -su afán final de soledad- hubo razones más profundas, o Thomas Bernhard en su delicioso libro, El malogrado.)
El análisis placentero de Ross se centra en temas predominantes que hemos comenzado señalando, pero su mirada y su ingenio penetran, a través de los que son primordiales, en otros: la orquesta de los Ángeles, un cuarteto, la ópera o las “líneas” más llamativas de los músicos avanzados y rompedores. Esta aproximación a temas concretos lo logra gracias a un relato plagado de anécdotas, de vivencias -bien reforzadas por la valiosa traducción de un especialista, el musicólogo Luis Gago-, de la fusión -tan abandonada hoy en nuestra Europa- entre vida y creación artística. Es su propia experiencia personal, sus vivencias, las que permeabilizan los temas tratados y, en concreto, el esencial que reconocemos como “música clásica”.
Valiosas también sus aproximaciones a autores y a obras clásicas, ya escriba de Beethoven o de Brahms, del “alma grande” de Schubert o de la “medida áurea” de Mozart. Pero la clave de su libro está en ese romper -sin provocación o ligereza alguna- lo manido, llevándonos con naturalidad a los silencios de John Cage o a Bob Dylan. Como en la transformación que han supuesto las grabaciones, Ross vuelve al tiempo de la Historia presente, representada en nuestros días por un país como China. Allí fue invitado el Ross en la primavera de 2008 para ver qué pasaba con la supervisión del programa musical de la ceremonia inaugural de las Olimpiadas.
Ésta es la anécdota epidérmica, pero regresa con la idea de que, queramos o no, el futuro del mundo parece decidirse allí; retorna con comentarios que aluden a la música del tipo de “La música clásica está explotando en China”, “las salas están llenas de estudiantes y de jóvenes”. (Un ejemplo para los abatidos jóvenes de Occidente, tantas veces “anestesiados” por el ruido musical de los macroconciertos.) Ese placer de escribir sobre temas especiales también nos lo revela el autor en el capítulo dedicado a la gran mezzosoprano Lorraine Hunt, la genial intérprete de las Cantatas de Bach y las arias de Händel.