André Comte-Sponville. Foto: Alberto Estévez
Por eso, en sus modos de producción y exhibición actuales conviven los discursos más especializados, evidencia del alto nivel de radicalidad reflexiva que su ejercicio comporta, con los más divulgativos, afanados en demostrar con sencillez que la filosofía sigue teniendo hoy día cosas interesantes, valiosas y útiles que decirnos a todos nosotros. Hay, desde luego, excesos nefastos en uno y otro sentido, monografías de verborrea inextricable y manualitos de filosofía práctica con el ínfimo perfil de los peores libros de autoayuda. Pero también hay textos luminosos, que, sin caer en esos extremos, aciertan a combinar la seriedad y precisión que son propias del preguntar filosófico con la amenidad y claridad expositiva necesarias para poner la filosofía al alcance de todos.
Esto es lo que distingue a los libros del pensador francés André Comte-Sponville (París, 1952), autor de notable éxito tanto en su país como en el ámbito hispanohablante, y miembro del Comité Consultivo Nacional de Ética Francés desde marzo de 2008.
Una de las razones de este éxito radica probablemente en su convicción de que la filosofía, antes que una especialidad, es una dimensión constitutiva de la existencia humana, que nos incita a meditar sobre lo que somos y hacemos para orientarnos al logro de una vida más feliz. De ahí que sus temas recurrentes no sean sino aquellos en que más involucrados nos sentimos: el amor, el placer, la felicidad, la libertad, la soledad o la muerte.
En esta nueva obra, el profesor Comte-Sponville recopila tres ensayos sobre el amor y la sexualidad, cuyo propósito común es esclarecer algunas de las paradojas derivadas de nuestra condición de "animales eróticos", atraídos por el goce de los cuerpos, pero más aún por la intimidad de las almas. El sexo es como un sol, nos dice, evocando la frase de Rochefoucauld, "ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente", para sugerir la idea de que quizá, cegados por este sol, a menudo se nos escapa lo esencial de él. Y así, transitando del placer al deseo y de éste al amor, se remonta a la fuente del erotismo hasta cifrarla en nuestro ser moral.
Como él mismo explica, este libro constituye, pues, en cierto modo, una prolongación de su Pequeño tratado de las grandes virtudes, que empezaba abordando la educación, por ser la virtud más fácil y pequeña, aquella que aún no es moral, y concluía con la mayor de las virtudes, el amor. Concebido en estos términos, el amor se presenta entonces como una virtud singularísima que, en su dificultad -esto es, en su idealidad última- rebasa no sólo el ámbito de la ley, sino incluso el de la moral misma, al no poder ser objeto de prescripción ni de voluntad. En él se realiza aquello que dentro del estricto plano del deber se da sólo como apariencia, puesto que "actuar moralmente es actuar como si amáramos". Sólo al comprender su dificultad y complejidad, concluye Comte-Sponville, alcanzamos a reconocer su riqueza de niveles: amor como eros, pasional y posesivo; amor como philia, feliz de compartir; y amor como ágape, desprendido y admirable.
Aun sin poder evitar caer a veces en algún que otro estereotipo (como cuando dice que el amor proviene de la mujer y el sexo es lo buscado por el hombre), André Comte-Sponville desgrana con acierto esta multiplicidad de sentidos del amor y compone así otro libro eficaz, que ayuda a pensar aquello que en nosotros, más allá de la moral, el derecho o la política, incita a una forma superior de convivencia.