Traducción y prólogo de Andrés Barba. Siberia, 2013. 179 pp., 16 euros



Lo primero que un lector medianamente malintencionado podría decir de esta recopilación de cartas "de amor", y ante el dato de que éstas fueron publicadas en su día con el consentimiento de sus destinatarias, es que se trata de una elaborada venganza de las mismas contra su autor, el poeta galés Dylan Thomas (1913-1953). Porque, aunque la crítica exegética ha querido apreciar en estas cartas la misma mezcla de fantasioso idealismo y efectista rudeza que caracteriza la poesía de su autor, en ellas el poeta malgasta su personalísimo registro para urdir ternezas que, a pesar de la pintoresca fraseología con que están trabadas -"Hay millones y millones de razones que me hacen quererte, relojes y vampiros, [...] tu maravilloso pelo, tus mareos y tu manera de soñar despierta"-, no dejan de constituir, en la mayoría de los casos, escandalosos lugares comunes.



Tal vez no puede ser de otro modo: una carta de amor no suele ser el mejor lugar posible para lucir destreza literaria; entre otras razones, porque la finalidad de tales escritos no es deslumbrar al lector o lectora, sino asegurar una relación y encomendar al receptor o receptora de las mismas las menudas y casi siempre prosaicas tareas aparejadas al mantenimiento de esa comunidad de sentimientos e intereses en que suele consistir una pareja. El propio Dylan Thomas expresa alguna vez sus dudas al respecto. Y es significativo que no lo haga en las cartas que constituyen el grueso de esta compilación, las que dirigió a su esposa, Caitlin McNamara, sino en una de las que envió a Ruth Wynn Owen, una actriz sensible al atractivo del poeta pero no del todo dispuesta a convertirse en una de sus amantes. Ante ella adopta Thomas un registro más exigente, que incluye esta significativa declaración respecto al vehículo de sus expansiones: "¿En qué consiste una buena carta en realidad? ¿Dejar ahí un poquito de uno mismo para que lo lea otra persona que lo desea? ¿Ser […] tan natural que hasta las propias palabras se sonrojen?". Qué duda cabe de que en muchas de estas cartas Thomas incurrió en esa balbuciente "naturalidad", difícilmente tolerable fuera del ámbito privado de una conversación entre enamorados.



Muy pocas de estas cartas incluyen lo que al lector de hoy podría interesar más: confidencias sobre la vida cotidiana del poeta, sobre los ambientes que frecuentó y sobre el tiempo que le tocó vivir. Excepcional es, en este aspecto, la que dirigió a su esposa desde Vancouver el 7 de abril de 1950: en ella compara el deprimente ambiente de la provinciana ciudad canadiense con el de la animada San Francisco, al mismo tiempo que comenta sus encuentros con Malcolm Lowry o Henry Miller...



Hay en esta correspondencia conyugal -tan distinta a la dirigida a mujeres escritoras, por ejemplo- una cierta condescendencia, que a la larga uno imagina decepcionante para ambas partes. Y es que la impresión que producen estas cartas escritas a varias mujeres es que su autor era, ante todo, un consumado actor, amén de un hombre de voluntad débil y palabra voladiza. Lo dicho: una elaborada venganza póstuma.